España

Infiltrados y traidores: la pena capital que ETA imponía a sus 'Judas'

ETA contemplaba la muerte como sentencia ante casos de agentes infiltrados o miembros traidores. Esta es su historia

  • Pintada a favor de ETA

La realidad, en ocasiones, supera los detalles de cualquier guion cinematográfico. Y la historia de ETA -además de secuestros, asesinatos y extorsión- también se escribe a base de traiciones; de sus propios militantes, por gestionar indebidamente la caja o rebelarse contra la dirección, o de agentes que tras años disimulando su verdadera identidad llegaban hasta las mismas entrañas de la organización terrorista. ETA reservaba para ellos una condena ejemplarizante: la pena de muerte, que a menudo era ejecutada por sus propios pistoleros.

Ignacio Olaiz Michelena apareció muerto en octubre de 1978. Camionero en paro, miembro destacado de la Gestora pro-Amnistía de Andoáin (Guipúzcoa) y postulante para ingresar en ETA militar, su cuerpos fue localizado con varios disparos y un fajo de billetes de mil pesetas en la mano izquierda; al más puro estilo Judas. Porque ese término -“Judas”- es el que se empleaba habitualmente para hablar de forma despectiva a militantes o afines que traicionaban los preceptos de la organización.

El historiador Gaizka Fernández Soldevilla recupera este episodio en La voluntad del gudari [editorial Tecnos], en un capítulo dedicado a desertores e infiltrados en ETA; una figura que en los últimos tiempos ha suscitado un creciente interés en España a partir de la multipremiada película La Infiltrada, dirigida por Arantxa Echevarría y protagonizada por Carolina Yuste o Luis Tosar, entre otros.

Tras el asesinato de Ignacio Olaiz, ETA aseguró que su militancia en la izquierda radical vasca era una “simple tapadera para ocultar su objetivo de infiltrarse en los sectores políticos más combativos de nuestro pueblo y especialmente en ETA para destruirlos”. El entorno de la víctima negó tal extremo y la definieron como “un euskaldun que amaba a Euskadi”.

El de Olaiz no fue un caso singular. La historia de ETA está llena de episodios en los que se asesinó o se dictó sentencia de muerte a algunos de sus militantes o a agentes infiltrados entre sus filas: Vozpópuli ya contó la trayectoria de José Antonio Anido, Joseph, agente de la Guardia Civil que se convirtió en conductor y ayudante de Mikel Albisu Iriarte, Mikel Antza, jefe del aparato político de la banda terrorista. El diario Egin publicó una portada con su foto con el titular: “ETA descubre un topo”.

Periódico dedicado a Joseph, el guardia civil infiltrado en ETA

La estrategia de ETA era clara. En su III Asamblea, celebrada en el País Vasco francés en 1964, se escribió el destino de cualquier miembro de la organización: “Victoria final, la cárcel o la muerte”, tal y como recuerda Fernández Soldevilla. Así, se veía “menos escandaloso fusilar traidores que fusilar enemigos”. Una política que, más que mero castigo, se contemplaba como actos de pedagogía.

Uno de los casos más sonados fue el protagonizado por Mikel Lejarza, el Lobo. Agente del SECED (Servicio Central de Documentación, órgano de Inteligencia en España), se infiltró en ETA político militar y obtuvo valiosa información que precipitó la desarticulación de casi toda esta estructura en 1975. Tras conocerse la infiltración, el rostro de Lejarza empapeló numerosas localidades del País Vasco. Sentencia de muerte… que nunca se ejecutó, al no dar con su paradero.

Desaparecidos

Pero hay más casos. Pistoleros de ETA político militar secuestraron en abril de 1976 a Eduardo Moreno Bergaretxe, alias Pertur, alegando que se había saltado todas las normas de seguridad al contactar con su amigo Mujika Arregi, preso en la cárcel de Burgos. En verano de ese mismo año fue nuevamente secuestrado, aunque nunca más se supo de él. La hipótesis más plausible es que esta rama de ETA acabase con su vida.

Algo parecido ocurrió con José Miguel Etxeberria Álvarez, conocido como Naparra o Bakunin. Durante su trayectoria saltó de una rama a otra de ETA -granjeándose las consecuentes enemistades internas- hasta acabar en los Comandos Autónomos Anticapitalistas. En junio de 1980, ETA militar lo citó a un encuentro en Francia y nunca más se supo de él.

Gonzalo Santos Turrientes, El Box, que formó parte de ETA en 1970, sufrió un intento de asesinato en enero de 1977: recibió cinco disparos pero salvó la vida. Joaquín Azaola Martínez, Jokin, formaba parte del comando que quiso secuestrar al príncipe Juan Carlos de Borbón y su familia para exigir después un jugoso botín y la liberación de un centenar de presos; convencido de que su tentativa no conduciría más que al asesinato del príncipe, colaboró con las autoridades a cambio de que nadie fuera detenido. Años después de este episodio publicó un libro bajo pseudónimo donde contaba su hazaña: ETA no se lo perdonó y los pistoleros acabaron con su vida en diciembre de 1978.

Perseguidos

Tomás Sulibarria Goiti, Tomi, huyó a Francia después de que las Fuerzas de Seguridad desarticulasen dos comandos de ETA militar con los que estaba vinculado. En mayo de 1978 le dispararon en el cuello por “haber traicionado a la organización” y colaborar con “los servicios de seguridad españoles”. Sobrevivió a las heridas, aunque en verano de 1980 fue tiroteado de nuevo en Bilbao, esta vez en la nuca. No se pudo hacer nada por salvar su vida.

José Luis Oliva Hernández formaba parte del comando Orbaiceta. Participó en el robo de un banco y sus compinches le acusaron de haber robado parte del botín: sentencia de muerte, ejecutada el 14 de enero de 1981.

Miguel Francisco Solaun, con pasado vinculado a ETA, regresó a España desde Francia en 1977, acogiéndose a la ley de amnistía, y comenzó a trabajar en una constructora que edificó varios pisos en Algorta, finalmente incorporados a una casa-cuartel de la Guardia Civil. ETA le presionó para colocar una bomba en las instalaciones, al objeto de detonarla en la inauguración. Aunque cedió inicialmente en las pretensiones de la organización, finalmente avisó a la Policía, frustrando cualquier atentado. Se le condenó a cuatro años de cárcel y, al quedar en libertad, llevó una vida discreta y semiclandestina. De poco le sirvió. El 4 de febrero de 1984, un pistolero de ETA militar le disparó por la espalda en una cafetería.

Más conocido es el caso de Dolores González Katarain, Yoyes, que ocupó puestos de responsabilidad en ETA antes de desvincularse de la organización y marcharse a México. En 1985 volvió a España. Un reportaje contó su nueva vida en el País Vasco, en compañía de su hijo. El pequeño tenía tres años cuando el pistolero se les aproximó por las calles de Ordicia (Guipúzcoa). “Soy de ETA y vengo a ejecutarte”.

“Aquellos traidores habían renunciado a su propia identidad nacional para sustituirla por la peor imaginable -concluye Fernández Soldevilla en su investigación-. Lesa patria, la patria quedaba herida. Para curarla, para restaurar el orden natural de las cosas, los renegados debían pagar su abyecto crimen”.

Infiltrados, traidores y “Judas” para los que ETA reservaba su justicia paralela. Una justicia que aplicaba la pena capital como medida ejemplarizante, al objeto de mantener una disciplina férrea en las estructuras terroristas.

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