Joan Manuel Serrat Teresa nació en Barcelona, en el barrio obrero de Poble Sec, el 27 de diciembre de 1943. Es el segundo hijo de Josep Serrat, lampista y anarquista, y de Ángeles Teresa, “sus labores” (como se decía entonces), aragonesa de Belchite. La familia vivía en la calle del poeta Manuel Cabanyes, lugar al que Serrat dedicaría una canción inolvidable.
La infancia y la juventud de Serrat estuvieron llenas de peligros. Aprendió a leer con Conchita Plasencia Monleón, su primera maestra, que en realidad era la hija de la mujer que les llevaba la leche a casa, la señora Antonia. Hasta ahí todo bien. Pero el pequeño Joan Manuel comenzó a estudiar en el colegio de los Escolapios, donde llegó a sentir un amago de vocación religiosa, como diría luego en su canción “Mi niñez”. Para fortuna de la música española, aquello se disipó pronto y Serrat continuó estudiando en el instituto Milá y Fontanals, de Barcelona.
Pasaba los veranos en Belchite o en Viana, donde los chicos le llamaban El Tordo por su afición a las aceitunas. Con doce años lo metieron interno en la Universidad Laboral Francisco Franco de Tarragona, donde acabó el bachillerato laboral en la especialidad de tornero fresador. Otro peligro cierto que el jovencito logró esquivar, quizá porque a los 16 años su padre le regaló su primera guitarra y ahí se fue encarrilando la cosa. Al año siguiente (1960) formó lo que entonces se llamaba un “conjunto” con tres amigos y se estrenaron en Sant Cugat del Vallès.
Pero los peligros no habían terminado. Joan Manuel empezó a estudiar para ingeniero agrónomo (cosas de la juventud) y le dieron una beca para avezarse, durante tres meses, en el extraño y por lo visto apasionante arte de sexar pollos, con el especialista japonés Takajashi. Este arte consiste en meterles a los pollos recién nacidos el dedo por salva sea la parte, después de hacerlos defecar; y, al tacto, averiguar si son machos o hembras. A los machos se les eliminaba –esto lo cuenta el propio Serrat–, porque no darían carne ni pondrían huevos, pese a lo cual había que alimentarlos igual, y a las hembras se les permitía vivir. La historia de nuestra música se vio gravemente amenazada por la posibilidad de que Joan Manuel Serrat dedicase el resto de su vida a introducir el dedo por el culo a ingentes muchedumbres de pollos recién cagadines, pero la suerte sonrió de nuevo: el animoso muchacho llegó a sexar a 600 pollitos a la hora (diez por minuto), lo cual parece muchísimo pero… es poco. Los japoneses llegaban a los 2.000. La marca serratiana no era gran cosa y el trabajo no duró demasiado.
En 1964 acabó las milicias universitarias con el grado de alférez. Hizo el campamento en Castillejos y el resto del servicio en Jaca (Huesca). Eso fue providencial porque Serrat aprovechó el interminable despilfarro de tiempo que era la mili para leer mucho, sobre todo poesía.
El torno de fresador, el peritaje agronómico y los culos de los pollos desaparecieron para siempre en 1965, cuando Serrat logró participar en un programa de Radio Barcelona que se llamaba “Radioscope”, y que llevaba Salvador Escamilla. Era un programa en directo pensado para “nuevos valores” a los que no conocía nadie. Serrat cantó allí tres de sus primeras canciones y el efecto fue inmediato. Tenía una dulce voz abaritonada a la que sabía hacer vibrar y, esto sobre todo, tenía un don natural sencillamente extraordinario tanto para la creación de melodías como para las letras. Empezaron a llegar los contratos.
Es imposible resumir en poco espacio la carrera musical de Joan Manuel Serrat. Ha escrito más de 300 canciones, según unos catálogos, y alrededor de 450, según otros, pero lo importante es que una inaudita cantidad de esas piezas son obras maestras absolutas. No hay ningún músico español de los últimos cien años que pueda acercarse ni remotamente a eso. La voz, la música y la poesía de Serrat forman parte esencial de la biografía sonora de cuatro generaciones de españoles.
El talento extraordinario de este hombre ha alcanzado a la canción popular, a la copla, al bolero, al tango y a lo que se le ha puesto por delante; ha iluminado con su música textos de muchos poetas (Machado, Hernández, Benedetti, Alberti, Galeano, Cernuda, Lorca, Neruda, muchísimos más) hasta el extremo de que hoy es imposible leer o escuchar Cantares o la Saeta, de Machado, sin que acuda a la cabeza la música que él escribió. Pero su territorio natural, donde es insuperable, ha sido siempre su propia creatividad, lo que él mismo escribía.
Una nada pequeña cantidad de canciones suyas han alcanzado la categoría de himnos generacionales pero sobre todo transgeneracionales, porque sobreviven intactos al paso del tiempo y conmueven a padres, hijos y nietos con igual intensidad. Así, por ejemplo, Mediterráneo, en la que habla de la muerte (una de sus ideas recurrentes, junto con la infancia y el amor) y donde dice que quiere ser enterrado “cerca del mar” para que su cuerpo sea camino: “le daré verde a los pinos / y amarillo a la genista”. O bien Hoy puede ser un gran día, canto optimista y espantador de depresiones que muchos, muchísimos, prefirieron durante la pandemia al sonsonete casi obsesivo del Resistiré. A quien corresponda fue una respuesta al desaliento y al golpe de Estado del 23-F que memorizaron millones de personas de habla hispana. Son tres ejemplos entre muchas, muchas decenas.
Serrat ha sido, desde hace más de medio siglo, uno de los símbolos vivientes de la libertad y del pensamiento libre. Por lo mismo, ha sido siempre objeto de las iras de los intolerantes, tiranos o aprendices de tirano. Comenzó cantando en catalán, una de sus lenguas maternas; es uno de los grandes impulsores de la Nova cançó y formó parte del grupo Els setze jutges, defensores de la lengua catalana en la música en un tiempo (el de la dictadura) en que el catalán estaba prácticamente prohibido, al menos a efectos oficiales. Pero ya en 1968, cuando empezó a grabar y cantar en castellano (que es la otra de sus lenguas maternas; el catalán sería, más bien, la paterna), los caudillos culturales del catalanismo le tacharon de traidor y boicotearon tanto sus conciertos como sus discos. Ahora, cuando Serrat se ha negado a alinearse con los independentistas catalanes y ha pedido lo mismo que ha pedido siempre: sensatez y diálogo, ha ocurrido exactamente igual: le han llamado traidor y, de postre, “fascista”.
A Serrat. El hombre que fue víctima de una feroz campaña organizada por la dictadura porque quería cantar en catalán en La, la, la que al final cantó Massiel en Eurovisión, y con ello obtuvo una victoria que –hoy se sabe– se debió tanto a la canción y a la interpretación de la artista madrileña como al dinero que repartió generosísimamente, en secreto, el Ministerio de Información y Turismo por varios países, para comprar votos. Los indepes llaman fascista a Serrat, el hombre que denunció en México –estaba allí de gira– a la tiranía franquista cuando el régimen, agonizante, mandó matar a cinco presos en septiembre de 1975; aquello le costó un exilio forzado de casi un año durante el cual no escribió nada, ni una nota ni un verso. A Serrat, que combatió el golpe de Pinochet. A Serrat, que no fue “bien visto” en la televisión oficial española (la única que había entonces) hasta principios de los años 80, porque los rencores del franquismo dejaron brasas que tardaron en apagarse. Algunas duran hasta hoy.
Durante estos 56 años de carrera musical, Joan Manuel Serrat la publicado 36 discos originales de larga duración y 23 recopilatorios, y ha sido objeto de ocho grabaciones de homenaje por los más diversos artistas. Hombre universal que ha escrito música universal, es doctor honoris causa por once universidades españolas e hispanoamericanas. Tiene todos los premios imaginables salvo el Princesa de Asturias, para el que ha sido candidato varias veces. Ha hecho incontables giras y conciertos con sus grandes amigos, entre los que se cuentan (por poner unos pocos) Víctor Manuel, Ana Belén o Joaquín Sabina.
Pero Serrat, el gran Serrat que venció varias veces al cáncer (dejó de fumar hace mucho) y al que le quitaron un pulmón, lo cual le hermana curiosamente con el papa Francisco; el Serrat que lleva casado desde 1978 con Candela Tiffón, y que tiene ya varios nietos de muy apreciable tamaño; el Serrat que llegó a participar en seis películas no del todo malas, por lo menos alguna; el Serrat que ha sido versionado hasta la extenuación por todo bicho viviente y traducido a idiomas tan curiosos como el hebreo o el modenés; el Serrat que quería, a los veinte años, darle verde a los pinos y amarillo a la genista, va a cumplir 78 años. Ya no tiene veinte ni tampoco hace veinte que tiene veinte. Su voz no es ya ni mucho menos la que fue, aunque el amor del público no haya descendido un solo milímetro.
Acaba de anunciar su retirada. Junto con el fallecimiento de Isabel II de Inglaterra, esto es algo que varias generaciones de españoles creyeron que no verían jamás. Pero ya lo ha dicho. Será con una larga gira que empezará en América y acabará en España, el 23 de diciembre del año que viene. Tiempo tiene de arrepentirse, pero es poco probable que lo haga. A los obvios motivos de edad y de voz, él añade uno más: “No me gustaba que me retirase una plaga [por la pandemia]; quería despedirme yo personalmente”.
¿Termina una época? No, porque sus discos estarán ahí durante generaciones. Pero la verdad es que duele.
El amarillo de la genista
La genista (genista scorpius, por ejemplo) es una planta arbustiva de la familia de las fabáceas, lo cual no está ni bien ni mal: es nada más que un hecho. Pero en realidad no es una sola planta: es un género entero que integra a más de 90 especies distintas, todas parecidas, la mayoría de las cuales tienen unas hermosas y pequeñas flores amarillas, aunque alguna vez son blancas o de otro color. Es típica de la cuenca mediterránea. Según los lugares, recibe diferentes nombres, muchísimos, como por ejemplo aliaga, piorno, escoba o escobón, retama, ginesta, enchelagro, arbolaguera y por ahí seguido hasta el medio centenar.
Es una planta, ante todo, humilde; aguanta suelos pobres y necesita poco cultivo, ella sola de basta. Pero es brillante y muy hermosa. Y agradecida. Y sobre todo útil: puede usarse para muchas cosas, desde obtener tintes hasta prender o atizar fuegos u hogueras, a las que da un aroma inconfundible. En las zonas rurales se usan sus ramas para hacer escobas. Para todo sirve y a todos alegra. Algunas especies tienen un carácter fuerte: la aludida genista scorpius, por ejemplo, se llama así porque saca unas espinas que pinchan como demonios, sobre todo a la gente que tiene la manía de imponerle a los demás lo que tienen que hacer o que pensar; pero lo más frecuente es que las especies de genista sean ante todo amables, serviciales, sensatas, nada presuntuosas, tranquilas y dediquen su belleza a alegrar la vida de los demás, algo que es muy de agradecer, aunque solo sea por lo poco frecuente. Era casi inevitable que alguien sacase a la genista en una canción, pero es que es una canción perfecta. Hay quien asegura –sin que pueda esto comprobarse empíricamente, pero qué más da eso– que las genistas de la costa catalana, valenciana y balear, muy abundantes (también las de otros sitios, desde luego), intensifican orgullosamente el amarillo de sus flores si alguien canta cerca Mediterráneo de Joan Manuel Serrat. Sería interesante comprobarlo. Que a lo mejor es verdad, ¿eh?