Juan Carlos Campo Moreno nació en Osuna (Sevilla) el 17 de octubre de 1961. Su padre, natural de Valladolid, era abogado, y la familia (Juan Carlos es el tercero de cinco hermanos) tuvo que seguir el periplo de los destinos profesionales del padre. Osuna, donde nació el chico; después Madrid y más tarde Cádiz, donde el padre fue secretario judicial. Nueve años tenía Juan Carlos cuando recalaron en la capital de las Cortes de 1812 y el muchacho se ha sentido siempre gaditano, y ha presumido de serlo con la intensidad y la entereza de quien no es de un sitio y tiene que quererlo, sino que elige amar a la tierra donde vive, aunque no haya nacido allí. Lo ha dicho alguna vez: que no es nacido sino “renacido” en Cádiz.
Estaba casi empujado al Derecho por el estímulo de su padre, ya fallecido, a quien estaba muy unido: no es frecuente que un ministro, en su toma de posesión, recuerde a quien le dio la vida y acaben saltándosele las lágrimas, como le pasó a él. Desde chaval, Juan Carlos fue un tipo alegre pero sosegado, mucho más cerebral que emocional, mucho más educado que chisgarabís. Nunca le gustó el protagonismo, ni los focos, ni la atención pública, ni los micrófonos; ha padecido cuando ha tenido que soportar todo eso, y las mudanzas, transformaciones y saltos que le ha deparado la vida le han obligado a hacerlo no pocas veces. Campo es un tipo tranquilo a quien no le han querido dejar serlo. Como decía de sí mismo Martín Romaña (el personaje de Bryce Echenique), lo que Campo más detesta es molestar.
Campo se licenció en Derecho en 1984 por la Universidad de Cádiz, que no de Sevilla como mantienen algunos exégetas. En aquel tiempo se encontró con una de las personas más importantes de su vida: Juan del Río, el sabio magistrado “entrenador” que le ayudó a preparar las terribles oposiciones a juez (porque lo que quería el chico, a sus 23 años, era ser juez) y que falleció hace dos años, al principio de la pandemia de la covid-19. Campo, que no se pudo despedir de él a causa de las restricciones, escribió: “Jamás dejó de mirar a la persona que se escondía tras el litigio”. Es difícil imaginar mejor elogio para un juez.
Campo es un tipo tranquilo a quien no le han querido dejar serlo. Como decía de sí mismo Martín Romaña (el personaje de Bryce Echenique), lo que Campo más detesta es molestar
Campo ingresó en la carrera judicial en 1987. Siguió dando saltos, como quizá era inevitable: empezó en el Juzgado de Sanlúcar de Barrameda, luego estuvo en otro de la capital gaditana, en uno más de Jerez y por fin, en 1991 (ya era magistrado), llegó a la Sala Segunda de la Audiencia Provincial de Cádiz. Seis años más tarde lograría el doctorado en Derecho con un impresionante trabajo sobre “Los sujetos terroristas: represión penal de sus conductas”. De esa tesis sin duda salió su primer libro, “Arrepentimiento postdelictual” (Editorial General del Derecho, 1995), que, con semejante título, es muy poco probable que haya provocado grandes colas de fans en la Feria del Libro, pero que indicaba ya cuáles eran las preferencias intelectuales y jurídicas de su señoría.
Campo no sintió la pulsión casi erótica de la política. Fue al revés, le fueron a buscar a él. Sabían que era un juez de ideas progresistas aunque tenía un defecto: no se callaba. Hombre mesurado y poco dado a los aspavientos, si le preguntaban tenía la maldita manía de decir lo que pensaba, no lo que era más conveniente o lo que mandaban las consignas, pese a lo cual acabó aproximándose a la órbita del PSOE (órbita estable y regular: el partido era todopoderoso en la Andalucía de aquel tiempo) y dejándose nombrar director general de Relaciones con la Justicia de la Junta de Andalucía. Eso fue en 1997. La idea fue de Carmen Hermosín. Y fue otro salto: el juez no dejaba la Justicia, pero ahora estaba, como quien dice, “del otro lado” del charco.
Ese ha sido, desde entonces, su destino: estar unas veces del lado de acá, vistiendo la toga, y luego del lado de allá, en los despachos políticos. No parece que el veneno de la política le haya vuelto loco; a él lo que le gusta, cuando está en ese lado, es la gestión. Pero el cambio de siglo le llevó a Madrid: fue elegido, desde luego a propuesta del PSOE, vocal del Consejo General de Poder Judicial. Eran aquellos remotos tiempos, que quizá los más veteranos recuerden, en que los órganos de gobierno de la Justicia se renovaban con cierta normalidad y sin sabotajes de nadie. Campo estuvo en el CGPJ siete años, hasta 2008.
Eran aquellos remotos tiempos, que quizá los más veteranos recuerden, en que los órganos de gobierno de la Justicia se renovaban con cierta normalidad y sin sabotajes de nadie. Campo estuvo en el CGPJ siete años, hasta 2008
Aseguran quienes le conocen que fue el presidente Zapatero quien sugirió a su ministro de Justicia, el gallego Francisco Caamaño, el nombre de Juan Carlos Campo para encargarle algún puesto esencial en su departamento. Otros dicen que fue al revés. Da lo mismo. En febrero de 2009 le hicieron secretario de Estado de Justicia. Estuvo allí hasta que cayó el gobierno de Zapatero, dos años después. Es curioso que en ese periodo estuviese a punto de ingresar como magistrado en el Tribunal Constitucional. Lo propusieron, pero lo impidió la Mesa del Senado con el argumento de que no llevaba aún los quince años preceptivos de ejercicio de la carrera judicial. No cabe imaginar maquinaciones políticas porque lo mismo le pasó a algún otro juez “conservador” con el que, de más está decirlo, se lleva muy bien. Como con todo el mundo.
Volvió a los tribunales, a Cádiz, pero ni su simpatía ni su cordialidad parecieron funcionar, esa vez, como habían funcionado siempre: a los jueces y magistrados no terminan de caerles bien los compañeros que andan saltando a la política y luego vuelven a saltar a la Sala. El caso es que no le dejaron tranquilo mucho tiempo. Le encomendaron otro puesto en la Junta de Andalucía y por fin, en 2015, el PSOE lo presentó a diputado por su provincia, Cádiz. Salió elegido.
“Tuvo que aprender, al principio parecía un fantasma; todo era nuevo para él”, se ríe algún compañero del PSOE gaditano. Pero aquel juez calvito, de ojos pequeños, sonriente y que parecía llevarse bien con todo el mundo desarrolló una capacidad de trabajo asombrosa. Es imposible enumerar aquí las comisiones en las que participó, que algunas veces tenían que ver con la Justicia pero otras no. Campo parecía dotado del don de estar en varios sitios a la vez, como san Martín de Porres. Hasta que Pedro Sánchez le hizo ministro de Justicia en enero de 2020. Reemplazó a Dolores Delgado. Un mes antes, el CGPJ le había asignado una plaza en la Sala de Lo Penal de la Audiencia Nacional, puesto que, como es lógico, no ocupó en aquel momento.
Al ministro Campo le cayeron dos desgracias tremendas. Una fue la pandemia. Otra fue la voluntad del gobierno de indultar a los presos del intento de secesión de Cataluña en 2017. Y, entre una cosa y otra, él se propuso acometer una reforma en profundidad del Ministerio. Muy pocos parecieron darse cuenta de esto, porque la oposición conservadora (singularmente la extrema derecha), enormemente crispada como se veía cada día en el Congreso, la emprendió con él a cuenta de los indultos, cuya argumentación jurídica elaboró él mismo.
Cuando dijo (esa manía de decir lo que piensa) que, en su opinión, España estaba “dentro de otro tiempo”, y que necesitaba una gran reforma legislativa y un nuevo proceso constituyente, la cellisca se convirtió en galerna y Sánchez decidió destituir a Campo y sustituirlo por Pilar Llop. Campo se lo dijo entonces al presidente: “Espera. La política es tiempo”. Fue en julio de 2021.
Campo cambiaba, mudaba, se metamorfoseaba de manera más o menos perceptible. A veces estaba más gordito (él, un deportista convicto y confeso) y a veces se ponía en una envidiable forma. Un día aparecía con barba, otro sin ella. Estuvo casado mucho tiempo con otra prestigiosa letrada, Susana Jiménez, pero de pronto empezaban a publicarse fotos en las que se le veía con Meritxell Batet, hoy presidenta del Congreso. A la pareja, que hoy sigue unida, le traía bastante al fresco todo aquello. Campo, después de que dejaran de caer sobre su cráneo las iracundias de las diversas derechas, se refugió en su nueva plaza de la Audiencia Nacional y en sus veraneos en Zahara de los Atunes. Y en sus libros, los que leía (Chomsky, Harari, Zweig) o los que iba escribiendo, que ya son unos cuantos. Casi todos sobre Derecho Penal y/o terrorismo. Ninguno ha alcanzado las cifras de ventas de las “memorias” de Belén Esteban. Lo cual no está necesariamente mal ni mucho menos.
Pero a este hombre que ya pasa de los 60 y que parecía encarar el resto de su vida de una forma tranquila, sosegada, laboriosa y casi anónima, lo han vuelto a sacar de casa. El gobierno le acaba de nombrar candidato a magistrado del Tribunal Constitucional, en los dos puestos que le corresponde nombrar. Es el mismo puesto para el que fue rechazado hace más de diez años. El TC tiene que proceder a su examen, que ya veremos cuándo llega, pero el solo anuncio de su candidatura ha hecho aullar de ira a la oposición. Le están indemnizando por su cese como ministro, dicen. Le están pagando sus silencios, porque el día en que este hombre hable tiembla la tierra, dicen. Le están recompensando por los indultos, siguen diciendo.
Y yo que pensé que ya había dejado de saltar, se dirá ahora mismo el ilustre jurista.
* * *
La rana común (Pelophylax perezi), es decir, la rana que conocemos todos, la de toda la vida, es un anfibio anuro de la familia de los ránidos, cosa que se adivina nada más verla: es una rana, está clarísimo que es una rana, salta a la vista, así que de qué otra familia iba a ser. Lo curioso es que es una especie endémica de la península ibérica (también hay algunas en el sur de Francia) que no aparece en ninguna otra parte, ni siquiera en el norte de Marruecos. Se la ha introducido en Baleares y en algunas de las islas canarias. No es muy grande; con suerte, llega a los diez centímetros.
La vocación de la rana común es ser rana común, y esto desde su más tierna infancia. No le gusta hacer ninguna otra cosa. Tampoco es amiga de llamar la atención: su color es irregular, verde y marrón con pintas negras aquí y allá. Su croar es meramente utilitario, pragmático y ajustado a Derecho: croa para aparearse y poco más, no suele hacer declaraciones.
Sin embargo, la rana común salta. Tampoco mucha distancia (hay otras ranas más pequeñas que saltan una barbaridad) pero lo suficiente como para escapar al agua cuando hay depredadores cerca. Los depredadores de la rana son abundantes y muy numerosos: cigüeñas, garzas, rapaces, nutrias, jabalís, lucios, reptiles diversos de color verde y nostalgias franquistas, sapos, serpientes, cangrejos de río. Así que la rana se pasa la vida saltando de un sitio a otro. Qué más puede hacer.
Ahora bien, lo que singulariza a la rana común es su prodigiosa transformación vital. No es fácil ser rana, esto se sabe. Empieza como un simple huevo que forma parte de una enorme masa de huevos gelatinosos. Luego el huevo eclosiona, se individualiza y se transforma en renacuajo, que vive en el agua nada más. Más tarde, al renacuajo le nace un espiráculo para respirar aire y unas patas muy útiles que le convierten por fin en un anfibio del Poder Judicial, ya puede andar por la tierra. Después le salen unos dientecillos parlamentarios y una cola ministerial que no le sirve de gran cosa porque la acabará perdiendo. Y por último se convierte en la rana que todos conocemos, quizá porque la hayamos visto en algún libro, en el bosque o en la Audiencia Nacional.
Una vida apasionante la de la rana, la verdad sea dicha: se pasa la vida de salto en salto y en constante transformación. Y eso que su carácter es flemático, cordial, pausado y hasta impasible. Quién lo diría.