"¿Qué tenéis contra la nostalgia, eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro". Estas palabras, duras, pero certeras como la vida misma, las pronunciaba el actor Carlo Verdone en un maravilloso monólogo de su personaje, Romano, en 'La Gran Belleza' de Paolo Sorrentino.
Sin pretenderlo, todas las generaciones que coexistimos actualmente en el mundo hemos llegado a la misma pero terrible conclusión, y es que vivimos sobre las cenizas de una civilización gloriosa. Este pensamiento no es nuevo, pues lo mismo creerían los amantes del Renacimiento hasta que emergió el Barroco.
O los que no abrazaban el pesimismo existencial de la Generación del 98 en contraposición con el soplo de aire fresco que supuso la del 27, con su sobresaliente equilibrio entre la tradición y el vanguardismo.
La añoranza es el sentimiento que ha hecho sobrevivir al ser humano en épocas de recesión económica, moral y artística. Una que sobrevive hasta nuestros días, y que ha tenido al cine como elemento catalizador de toda la nostalgia. El séptimo arte nos ha acompañado a todos, en mayor o menor medida, desde que nacimos.
Bien mediante las películas de animación que hicieron de nuestra infancia un rincón sagrado, por la conexión de ir a una sala con nuestros padres o abuelos, o a través del ya extinto placer de acudir a un videoclub a alquilar una cinta o DVD para pasar un fin de semana en la mejor compañía posible.
El rol de los videoclubes en nuestro país ha ido de más a menos hasta la nada más absoluta que representan en 2024. La paulatina implantación de la piratería en nuestras vidas, junto a las plataformas de streaming y el agotamiento evidente de muchas fórmulas cinematográficas, han obligado a los videoclubs a ir cerrando sus puertas de forma irremediable.
En la ciudad de Madrid, sede de decenas de salas de cine donde poder ver cualquier tipo de film, sea de la lengua que sea, sobrevivía un último videoclub en la calle de Juanelo, cerca de la plaza de Tirso de Molina. El videoclub Ficciones.
Abierto en 2003 por Andrés Santana, la idea para distinguirse de la entonces enorme oferta de videoclubs en la capital era traer cine de autor, algo muy demandado pero poco trabajado por la mayoría de locales. Actualmente, y hasta el 31 de julio, fecha en la que echó el cierre por última vez, el negocio lo regentaba Marcia Seburo, una cinéfila de 64 años de origen boliviano que hizo de este videoclub un templo del cine en peligro de extinción.
Con motivo de su último día, Vozpópuli ha recorrido sus estanterías y pasillos para rememorar la historia de Ficciones y la importancia que un día tuvieron los videoclubs en este país.
Ficciones, el último videoclub de Madrid
El calor del verano madrileño azota a Ficciones en su última tarde de vida útil en la ciudad. Desde que Marcia anunció, hace ya unos meses, que el videoclub encaraba sus últimas semanas de existencia, cientos de personas se han dejado caer, día sí y día también, por su local.
Lo primero que llama la atención al entrar a Ficciones es el aparente orden que reina a pesar de encontrarse cerca del derribo. Sus estanterías, que aglutinan el cine de todos los estilos, directores y países, anhelan una mano amiga que las descargue del peso que llevan arrastrando tantos años.
Pese a ser una liquidación, no todo se encuentra de oferta. Las colecciones y títulos más buscados o antiguos siguen teniendo un precio algo elevado pese a ser ya un producto de segunda mano. Marcia afirma que todo lo que no logre vender al echar el cierre, seguirá haciéndolo por Amazon o vía telefónica, apartando las películas que sus clientes deseen, pero todo esto a puerta cerrada.
Como la vida está como está, ella espera poder trabajar un tiempo más, el justo para garantizarse una jubilación sin penas, como merece cualquier persona que roza la senectud. Antes de colocarle el micro para que responda a nuestras preguntas, atiende a la larga fila de pretendientes que se plantan ante ella.
Algunos con las ideas claras y una buena pila de películas bajo el brazo; otros, más despistados, solo aspiran a marearla preguntando por productos que no van a comprar. Muchos de los que se han acercado al funeral en diferido son vecinos del barrio, gente que la conoce desde hace años y que le ruega por seguir manteniendo la relación aunque Ficciones muera al anochecer.
También hay nuevos clientes, personas que han leído en la prensa la noticia y se han decidido acercar a dar un garbeo. Laura, una muchacha de melena color caoba y gafas de lectora ávida, nos cuenta que un buen amigo le comentó la situación de Ficciones, y que decidió pasarse a ver qué encontraba. Tras un tiempo de búsqueda, se lleva un lote de Jean-Luc Godard e Ingmar Bergman. Cine de valientes en los tiempos que corren.
El trajín de buscar los CD para rellenar las cajas vacías ralentiza las compras, obligando a Marcia a multiplicarse. "Casi prefería los días que no venía nadie y podía salir a fumar", comenta entre risas. Al final, el problema de Ficciones no ha sido el desinterés por el formato físico, tan en auge entre coleccionistas y frikis, sino la vagancia crónica del humano por alquilar una película y cumplir los plazos de devolución.
Por supuesto, el innegable peso de las plataformas, lo digital y la desafección en términos generales por el cine terminó de cavar la tumba de los videoclubs. Tras veinte años de servicio al cine y a sus vecinos, Ficciones echa el cierre con resignación pero orgullo de haber sido el último templo en ser profanado por esta época. Pese al gentío, Marcia se despide de nosotros con cariño, mientras me despacha dos títulos de Paolo Sorrentino que, irresistiblemente, he cogido de sus estanterías.
Hoy nos despedimos con pena de Ficciones, pero también inunda la alegría de pensar a la ingente cantidad de cinéfilos a los que alegró sus noches durante más de veinte años. Siempre se termina así, con la muerte, pero primero estuvo la vida. La tristeza crepuscular que implica aceptar lo inevitable. Gracias.