El primer gran desastre fue la “retribución en diferido”. Pocas carreras políticas habrían logado reponerse de un trance tan perverso. Dolores Cospedal, ejerciendo de guardaespaldas de Mariano Rajoy en el pestilente ‘caso Bárcenas’, se jugó su carrera en una rueda de prensa imposible. “Ella no se arrepiente. A quien parece que se le ha olvidado es a Mariano”, comenta un muy estrecho colaborador de la dirigente popular. Vino luego el ‘fuego amigo’, con Arenas disparando desde el partido y Soraya desde la Moncloa. El nombramiento de Moreno Bonilla al frente del PP andaluz puso en evidencia que Cospedal empezaba a perder pie. Hace un año, finalmente, sobrevino el batacazo supremo, una victoria insuficiente en las elecciones autonómicas y su salida de la presidencia manchega. Desde entonces, las cosas han cambiado en Génova.
Nadie como Cospedal, (madrileña, 50 años, abogada del Estado) ha tenido tanto poder en el PP salvo Álvarez Cascos, aquel ‘general secretario’ que gobernó a la formación conservadora con ‘puño de hierro en guante de acero’ en los tiempos de José María Aznar. Cospedal es formalmente la número dos de la formación. Conserva el cargo, el despacho y los galones. Pero su carrera política atraviesa por una etapa crepuscular. Su figura ha encogido, su autoridad ha mermado. Comparece con menor frecuencia ante los medios, salvo en actos nimios por sus tierras castellanas. Algunos barones regionales la ignoran, otros la censuran y los más consideran que su actual ostracismo es injusto pero razonable.
Nadie como Cospedal, ha tenido tanto poder en el PP salvo Álvarez Cascos, aquel ‘general secretario’ que gobernó el partido con ‘puño de hierro en guante de acero’ en los tiempos de Aznar
Jorge Moragas entró en tromba en Génova tras el desastre de las elecciones autonómicas de mayo del pasado año, en las que Cospedal perdió el mando en su región y se abrazó al escaño que ahora ocupa en el Congreso. El jefe de Gabinete de Rajoy, ‘superfontanero’ en Moncloa pero sin cargos orgánicos en el partido, reclutó a cuatro figuras jóvenes salvar al PP de la hecatombe. Todo era abatimiento y desolación en el primer partido de España. Y había que hacer frente al reto mastodóntico de unas elecciones generales. Fernando Maíllo, Andrea Levy, Pablo Casado y Javier Maroto, de entre 30 y 45 años, se instalaron, a la carrera, en la sala de mandos de la dirección popular.
Entre las dudas y los recelos
Fueron meses muy duros, con importantes líderes regionales en fuga, la militancia sumida en la desolación y la ‘nueva política’ arrasando en la opinión pública. España cambiaba y el PP seguía varado y cataléptico sin saber cómo reaccionar. La aparición de las cuatro incorporaciones se recibió en la cúpula de Génova con dudas y recelos. Algunos eran unos perfectos desconocidos. Se sabía de Maroto por su firmeza en el Ayuntamiento de Vitoria, y poco más. De Levy se ignoraba casi todo. Ni siquiera era diputada en Cataluña. Maíllo, pese a su cargo de vicepresidente en la Federación Española de municipios, apenas era conocido más allá de Zamora. Sólo Casado escapaba del anonimato, merced a su habilidad mediática, a su relación con los informadores, a su insistente presencia en los platós televisivos. Era el único de ellos que se movía por Madrid y uno de los nombres que aparece en las quinielas entre los posibles sucesores de Rajoy. Pasaron a ser denominados ‘los cuatro magníficos’ o ‘la banda de los cuatro’, según procediera el comentario de amigos o enemigos.
Hacerse con el control de una nave a la deriva no fue tarea fácil. Javier Arenas, también nombrado vicesecretario general en esa misma tacada, colaboró en la operación. El veterano andaluz, superviviente a todas las glaciaciones por las que ha atravesado su formación, haría cualquier cosa con tal de arrinconar a Cospedal, de quien fue padrino en sus primeros balbuceos en la política para derivar en uno de sus más incómodos rivales.
Un partido desnortado, vencido, acomplejado, precisaba un volantazo radical en la cúpula. Maíllo, 46 años, serio, austero, laborioso, huye de las guerras internas, de los navajeos y las conspiraciones
La actual secretaria general, hija de un renombrado abogado de Albacete militantes del Partido Reformista, aterrizó en política como asesora en el Ministerio de Trabajo de Arenas. Pasó luego un año como agregada laboral en Washington, episodio que ha generado todo tipo de literatura, regresó a la cartera de Trabajo, ejerció luego en Administraciones Públicas y de allí, a la subsecretaría de Interior, con Ángel Acebes, con quien vivió y padeció el 11-M. Ejerció de consejera de Esperanza Aguirre en Madrid y en 2008, se produjo el momento culminante de su designación en la cúpula del PP, luego de que Rajoy resultara ileso en la chusca intentona de los liberales en el Congreso de Valencia. Falló Aguirre y se quedó Cospedal. Cuatro años al frente del PP en la oposición y otros cuatro en el poder. “Seguro que los últimos han sido los peores, llenos de salpicaduras de putrefacción y escándalos”, comenta la mencionada fuente.
La ascensión de un hombre sensato
Arenas y Moragas ejercieron de valedores de Fernando Maíllo ante Rajoy para que el recién nombrado vicesecretario general tomara las riendas del aparato. Un partido desnortado, vencido, acomplejado, precisaba un volantazo radical en la cúpula. Maíllo, 46 años, zamorano, castellano viejo, austero, prudente, serio, laborioso, huye de las guerras intestinas, de los navajeos y las conspiraciones. Habla poco y hace mucho. “Lo suyo es trabajar”, dicen sus compañeros. Y así se convirtió en pieza clave del aparato. Su objetivo primordial consistía en tapar las numerosas grietas que amenazaban con hacer saltar por los aires la estructura de la formación. “Era un edificio que amenazaba ruina y nadie quería dar un paso al frente, sólo se ponían zancadillas”, menciona un estrecho colaborador del vicesecretario.
Apenas se había sentado en su despacho de Génova y se topó Maíllo de bruces con la crisis del PP vasco. Un duelo frontal entre Cospedal y Sáenz de Santamaría, que se cerró abruptamente con la derrota de la primera, la defenestración de la presidenta regional, Arancha Quiroga, y su sustitución por Alfonso Alonso, ministro de Sanidad y orgulloso miembro del ‘sorayismo’, esa rama del poder monclovita con mucho que decir en la futura sucesión de Rajoy
Maíllo esquivó sabiamente esa guerra. Una historia antigua, una pelea larvada desde la salida de Basagoiti. Una disputa entre familias vascas con mandoblazos desde Madrid. Supuso, eso sí, un severo revés para su misión de calmar las aguas populares y recomponer los daños que habían provocado las elecciones autonómicas. Era preciso centrarse en las generales. Para eso se le había reclutado. La prioridad absoluta pasaba por transmitir la sensación de que el partido abordaba un cambio, una renovación, una regeneración. Los chuzos de la corrupción caían de punta sobre Génova. Gürtel, Púnica, Bárcenas, Valencia… un estropicio. Los mensajes del nuevo equipo con promesas de cambio se diluían al instante, como lágrimas en la lluvia. Rajoy no colaboraba, precisamente. “Nunca ha sido capaz de afrontar y combatir en serio la carcoma letal de la corrupción”, subraya esa fuente.
A diferencia de Cospedal, el nuevo vicesecretario de Organización carecía de vínculos con el ejército de aspirantes a candidatos que telefoneaban desesperados a Madrid para recordar ‘lo suyo’
La elaboración de las listas
El nuevo equipo recibió dos importantes encargos de cara a las generales. Maíllo trabajaría junto a la malherida Cospedal en la elaboración de las listas, endiablado cometido ante la anunciada pérdida de escaños, y Levy pergeñaría las líneas maestras del programa. Moragas supervisaba –sin aspavientos, muy en su estilo- y Rajoy otorgaba bendiciones.
Saltaban chispas, volaban los codazos, menudeaban las fricciones… un escenario agónico y enrarecido. Levy concluyó su cometido, pese a algunos percances y no pocas zancadillas. No sólo en su partido, sino también desde Moncloa. Soraya seguía con interés y atención el encaje de las nuevas piezas en la cúpula del PP, donde la vicepresidenta apenas gozaba de simpatías. Nunca tuvo sintonía con Cospedal.
Finalmente Maíllo fue encargado de hacer frente en solitario al lío de cuadrar las listas. Rajoy puso este asunto en sus manos con muy pocas sugerencias: Cospedal tenía que aparecer como cabeza de cartel por Toledo. Tenía que ser diputada, quería abandonar el territorio hostil de la Mancha y poner un pie en el Congreso. . Aquello era un maldito puzzle repleto de peligros. Cospedal tuvo que hacerse a un lado, pese a que siguió asistiendo a las reuniones de trabajo.
La campaña de Moragas y Arriola
A diferencia de la secretaria general, el nuevo vicesecretario de Organización carecía de vínculos emotivos o afectivos con el ejército de aspirantes a candidatos que telefoneaban desesperados a Madrid para recordar ‘lo suyo’. Fue su primer reto, y lo superó con solvencia. El PP ganó las elecciones aunque sin mayoría de Gobierno. No era asunto suyo. Sus competencias se centraban en la sala de máquinas. La campaña fue cosa de Moragas, Arriola y el propio Rajoy. En esas duras semanas, previas al estropicio del 20-D, se consolidó la figura de Maíllo como el hombre ‘al que hay que preguntar’. Todo el engranaje del partido pasaba por sus manos, todos los líos, las quejas, los problemas y los desplantes. Fue ése el último capítulo en el lento eclipse de Cospedal.
El congreso que nunca existió
La secretaria general, sin embargo, sigue ahí. A la espera de que se celebre el siempre postergado Comité Nacional en el que deberá afrontarse la renovación absoluta de un partido oxidado, anquilosado, sacudido por los escándalo, horadado por corrupción. El episodio valenciano, en el que Cospedal no ha logrado embridar a la furibunda Rita Barberá, ha sido el último jalón del declive. Rajoy se ha quitado de en medio, como es costumbre, e Isabel Bonig, la presidenta regional, impulsada por Cospedal para frenar las intrigas de García Margallo y González Pons, se ha visto arrollada por el tsunami de la ex alcaldesa. El PP valenciano está abierto en canal, y nutre de armamento arrojadizo a la oposición en un trance tan delicado como es el de pactar apoyos de investidura.
El futuro de Cospedal depende del éxito de Rajoy, quien le está sinceramente agradecido por su colosal sacrificio en el episodio de Bárcenas
Cospedal mantiene suavemente su actividad en Castilla la Mancha, donde se recluye los fines de semana y protagoniza amables comparecencias con efectos paliativos entre una militancia que la adora. Su futuro depende del éxito de Rajoy, quien le está sinceramente agradecido por su colosal sacrificio en el episodio de Bárcenas, en el que sólo ella osó plantificarse frente a la dinamita mortal con la que se paseaba por juzgados, comisarías, prisiones, medios, el antiguo tesorero del partido. Otros dirigentes más próximos o implicados en el affaire, como el propio Arenas, lograron escabullirse del colosal fregado.
Gobierne o no Rajoy, resulte o no investido, gane o no unas nuevas elecciones, el PP tiene pendiente efectuar su gran catarsis. Si el presidente en funciones no logra su objetivo, todo saltará por los aires, y se desembocará en un relevo desordenado y, seguramente, con efectos de fragmentación. Si la situación se logra encarrilar, Cospedal confía en tener una responsabilidad relevante en el Congreso Nacional del cambio.
Por eso sigue ahí. Soñando con tiempos menos hostiles. En 2008, cuando Rajoy la designó para el cargo, el PP había sufrido una derrota electoral inesperada frente al presidente del Gobierno más catastrófico de nuestra era. La secretaria general recompuso a la formación, lidió contra el desánimo, enveredó las estructuras, fortaleció los equipos y hasta tuvo tiempo de convertirse en la "líder española de la cruzada de la austeridad", como la definió el Wall Street Journal. Su gestión en Castilla la Mancha resultó providencial. Se encontró más de dos mil millones de euros de facturas ocultas en los cajones. Logró rebajar seis puntos un déficit imposible tras la desastrosa gestión del socialista Barrera. Imprimió a la comunidad un sesgo cultural, abierto y moderno. Tan sólo un año después de haber sido desplazada de la presidencia de la Junta, merced al apoyo prestado por Podemos al gobierno estrambótico del PSOE, las encuestas ya claman su retorno.
Su presente es átono, mustio y gris. Ya no es la reina de Génova. Pero su futuro no está escrito, aunque tantos en sus filas se empeñen en enterrarla.