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FLORA Y FAUNA

Nicolás Maduro y la inmovilidad de la morsa

Nicolás Maduro Moros nació en Caracas, Venezuela, el 23 de noviembre de 1962. Es el pequeño de los cuatro hijos que tuvieron Nicolás Maduro García, “economista de izquierdas” y dirigente sindical, y su esposa Teresa de Jesús Moros, nacida en Colombia: un ama de casa muy beata y rezadora, según se dice. Era una familia de clase media que en aquellos tiempos de la democracia recién recuperada, con las presidencias de Betancourt, Leoni y Caldera, vivía en un edificio de apartamentos de la parroquia de San Pedro, una vistosa zona del este de la ciudad en la que se encuentran el valiosísimo Jardín Botánico y la Universidad Central de Venezuela.
El pequeño Nicolás empezó a estudiar en el LUA, Liceo Urbaneja Achelpohl, un exclusivo y exigente centro privado que había cerca de su casa, en el que los niños van uniformados y se imparte una rigurosa formación moral y hasta premilitar. Maduro salió alto, guapo, inquieto y –a ver cómo decimos esto– no destacaba precisamente por su inteligencia. Como estudiante era de la zona media, tirando a baja, del montón. Eso sí, creía tener madera de líder y, sin duda por influencia paterna (Nicolás padre había fundado o participado en varias organizaciones políticas o sindicales), Nicolás hijo, a quien empezaron a llamar “el Puma” por aquellos años, se puso a fundar organizaciones y asociaciones estudiantiles y movimientos de protesta entre los niños. Le echaron del colegio.
No llevaba bigote aún, pero sí melenita por encima de las orejas. Terminó sus estudios en otro centro, este público, el José Ávalos. Ahí concluyó su educación secundaria… y su currículum académico, que no dio un paso más. Al hoy doctor honoris causa por la universidad argentina de Lanús no le gustaba estudiar. Mejor fuera decir que le costaba. Prefería el béisbol, las series que ponían en la tele (‘Spiderman’, ‘Colombo’, ‘Starsky y Hutch’), la banda de rock que había formado con unos colegas (se llamaba Enigma; él tocaba el bajo) y también la política, en la que había comenzado a los doce años; había ingresado ya en grupos “revolucionarios” como Ruptura y la Liga Socialista. Y así, entre el béisbol, la política, el rock, el Ford de papá y las chicas, que se le daban muy bien, iba pasando la vida.
Todo esto, naturalmente, hay que espigarlo de las distintas biografías que se han publicado sobre Maduro, unas hechas por sus detractores y otras por sus partidarios. En las primeras aparece como un genio del mal, una bestia sin entrañas (un genio, la verdad sea dicha, no lo fue nunca; ni siquiera del mal), y en las otras aparece pintado como el animoso piloto que lleva el timón de la nave de Venezuela; tras él, poniéndole una mano en el hombro y la otra también en la rueda del timón, está Jesucristo. Hay por ahí incluso una película hagiográfica sobre él que perfectamente podrían haber firmado Leni Riefenstahl (“El triunfo de la voluntad”) o José Luis Sáenz de Heredia (“Franco, ese hombre”). Da un poco de rubor ver todas esas cosas, tanto las favorables como las adversas.
Pasados los veinte, Nicolás, que pasaba del 1,90, hizo de guardaespaldas de un candidato apellidado Rangel, que perdió en las elecciones de 1983… aunque años después sería premiado por Hugo Chávez. En su pequeño partido, la Liga Socialista (que se definía como marxista-leninista-maoísta y que se dedicaba a secuestrar a “enemigos del pueblo”), llegó a ser un dirigente de segunda. Luego se fue a Cuba, a formarse como dirigente “de izquierdas” gracias a una beca de su partido. Al volver trabajó como conductor de Metrobús en el Metro de Caracas; este parece haber sido el primer trabajo auténtico de su vida, aunque no tardó en fundar el sindicato de conductores de autobuses de la empresa, luego otro grupo parecido que pretendía incluir a todos los trabajadores del Metro y después, en 1995, la llamada “Fuerza Bolivariana de Trabajadores”, de la que fue hecho coordinador nacional. Con tanta lucha por los oprimidos, ¿quién habría tenido tiempo de conducir? La vida seguía pasando, un día después de otro.
Maduro tenía ya 30 años cuando supo de la existencia de un militar visionario que se decía de izquierdas, revolucionario y bolivariano, y que se llamaba Hugo Chávez. Este hombre intentó dar un golpe de Estado en febrero de 1992. Le salió mal y lo metieron en la cárcel de Yare. Hasta allí fue a visitarlo, meses después, un conductor de autobús que sentía por él auténtica veneración y que se había vinculado al Movimiento Bolivariano Revolucionario del teniente coronel Chávez, el MBR-200. El encuentro entre Maduro y Chávez, un hombre mucho más inteligente y preparado que el deslumbrado chófer, debió de recordar a la aparición de Cristo a los apóstoles después de resucitar.
El problema era que Chávez aún no había resucitado, pero inmediatamente se fijó en aquel hombretón que le miraba como si fuese un dios (Chávez era notablemente vanidoso), que tenía una predisposición casi religiosa para la obediencia y, sobre todo, que no hacía preguntas difíciles. Se tomaron afecto. Chávez nunca se separaría de Maduro, igual que el brillante, también visionario y también vanidoso general Patton nunca se separó de Willie. Que era su mascota, un pit-bull. Aquel día, Chávez encargó al muchachón algunas tareas presuntamente conspiratorias y le puso el sobrenombre de “Verde”.
Maduro peleó con toda tenacidad para lograr el indulto de Chávez. Este llegó bastante tiempo después, en 1994, gracias a la inexplicable comprensión para con el levantisco militar del presidente constitucional, Rafael Caldera. La vida siguió pasando, Maduro no se separó de Chávez y este, en diciembre de 1998, ganó con toda claridad las elecciones presidenciales de Venezuela: había prometido un proceso constituyente y, al frente de su nuevo partido (el Movimiento V República, MVR), derrotó en toda línea al candidato conservador, Henrique Salas Röhmer. Rafael Caldera favoreció la llegada al poder de Chávez. Seguramente ni se imaginaba que, una vez instalado en el palacio presidencial, ya no habría forma de sacarlo de allí.
Siempre a la sombra de Chávez, y con una lealtad absoluta, Maduro hizo la carrera política más espectacular de toda la larga historia de los conductores de autobús venezolanos. Fue varias veces diputado, miembro de la Asamblea Constituyente, presidente de la Asamblea Nacional, ministro de Exteriores (un hombre que se felicitaba de que Portugal y Venezuela estuviesen en el mismo continente, como dijo) y por fin, en 2012, vicepresidente. Pero para entonces Hugo Chávez estaba ya muy enfermo.
Antes de morir de cáncer, Chávez se dirigió a los venezolanos y les pidió que Nicolás Maduro fuese su sucesor. Que eso incumpliese la constitución “bolivariana” que él mismo había hecho aprobar le importó poco: hacía ya mucho tiempo que, en Venezuela, la ley era él. Así Maduro, entre lágrimas, tomó posesión como “presidente encargado” del país el 5 de marzo de 2013.
Chávez era un hombre carismático, enérgico y resolutivo que convirtió a Venezuela en uno de los primeros países netamente populistas del siglo XXI. Su retórica de izquierdas encandiló a mucha gente en todo el mundo. Su tenaz empeño en echarle al “imperialismo” de EE UU la culpa de todo lo que le salía mal a él (y le salieron mal muchísimas cosas) venía de lejos y creó escuela, o la continuó. Y su política económica dejó a Venezuela, un país con grandes recursos petrolíferos, con las puntas de los zapatos al borde mismo del precipicio. Lo único que hizo Maduro fue ordenar un paso al frente.
Nicolás Maduro había sido un eficaz y fidelísimo escudero de Chávez, pero un escudero necesita un amo que le dé órdenes. Cuando el amo desaparece y el escudero ocupa su lugar, se presenta un problema terrible: nadie le dice lo que tiene que hacer. Y él no sabe hacerlo, con lo cual improvisa. Eso fue lo que sucedió con Maduro.
Como presidente, Maduro tenía clara solamente una cosa: del cargo no lo sacaba nadie ni a tiros. Literalmente: “Ni por las buenas ni por las malas”, como dijo. Su voluntad era perpetuarse en el poder al precio que fuese, aunque ese precio fuese el colapso del país. Ni siquiera Chávez llegó a tanto: ganó varios comicios (no todos) con una aceptable limpieza, según los estándares democráticos y los observadores internacionales, entre ellos el Centro Carter, que avaló los resultados del llamado “referéndum revocatorio” de 2004.
Maduro no. Maduro, que lo que mejor sabía (y sabe) hacer era imitar la voz cómicamente engolada de su predecesor, decidió mantenerse en el poder mediante el utilísimo sistema de comprar la fidelidad de aquellos que podrían desalojarle de él. Así puso de su parte a los militares, que habían estado a punto de derribar a Chávez (uno de los suyos, al fin y al cabo) con el fallido golpe de Estado de 2002. Anuló la independencia del Poder Judicial y del Consejo Nacional Electoral, instituciones que fueron “invadidas” por sus partidarios, como sigue sucediendo hoy. Convirtió la Asamblea Nacional en algo extraordinariamente parecido a las Cortes franquistas, llenas de diputados que iban allí para aplaudirle a él y a decir sí a lo que él dijese. Creó fuerzas policiales y paramilitares a su servicio. Persiguió aún con mayor virulencia que Chávez (que ya es decir) a los partidos de la oposición y a los medios críticos con su gobierno. Creó cosas como el “carnet de la patria”, que se concedía solo a los adictos y sin el cual casi no era posible acceder al funcionariado, a la enseñanza o a un trabajo digno. Es decir, se convirtió en un tirano.
Lo único que los militares no le permitieron hacer fue prescindir de las convocatorias electorales. Las elecciones se podían amañar o manipular de muchas maneras, eso allá el gobierno, pero por lo menos había que votar. ¿Que Maduro perseguía, encarcelaba o inhabilitaba a los candidatos opositores? Pues bueno, pues vale, pero había que votar, había que mantener la apariencia de democracia. ¿Que las cárceles de Venezuela se llenaban de presos políticos? ¿Que los “revolucionarios” que apoyaban al gobierno cometían impunemente innumerables torturas, desapariciones y asesinatos? Pues eso no terminaba de estar bien, caramba, pero al menos se votaba.
Lo peor, sin embargo, fue la inaudita incompetencia de Maduro para gestionar el país. Mientras repartía bolsas de comida a sus seguidores, mientras gastaba fortunas en mantener satisfechos a quienes le sostenían en el poder, mientras la corrupción se extendía por todas partes (incluido el despacho presidencial), la inflación en Venezuela llegaba al 65.000% anual (2018), la sanidad colapsaba por falta de los medicamentos más elementales, se extendía el hambre por todo el país y ocho millones de venezolanos (sobre 28 millones de habitantes; casi la tercera parte de la población) se veían obligados a emigrar… no porque estuviesen en contra de la dictadura, que probablemente era así, sino para poder sobrevivir, para poder comer. ¿De quién era la culpa? Ah, pues del imperialismo de EE UU. De las sanciones internacionales. De Colombia. Del precio del petróleo, que bajaba por la conspiración fascista mundial contra Venezuela. De otro; siempre de otro. De los cientos de personas que, una vez al mes por término medio, intentaban derrocarle o asesinarle: en esa paranoia llegó a incluir a Felipe González. Los tiranos necesitan enemigos; si no basta con los auténticos, se inventan.
El sistema clientelar iniciado por Chávez y consolidado por Maduro, combinado con una represión feroz y con una retórica “de izquierdas” (pero solo la retórica, el tono altisonante de las soflamas presidenciales, de inserción obligatoria en todos los medios), han mantenido a Maduro en el poder durante los últimos once años y medio. Durante ese tiempo se han producido en el país tres elecciones presidenciales.
Las primeras fueron las de 2013. El candidato de la oposición era Henrique Capriles. Maduro puso a su propio servicio todos los recursos económicos y propagandísticos del Estado. Capriles tenía, en las televisiones, derecho a cuatro minutos de publicidad al día. Maduro tenía todo el tiempo que le daba la gana. A pesar de esas y otras condiciones sencillamente inaceptables, el CNE (Consejo Nacional Electoral) reconoció que Maduro había ganado por 7,5 millones de votos frente a 7,3 de Capriles. Una diferencia mínima. Y eso que el CNE estaba controlado y manejado por Maduro.
Las segundas elecciones presidenciales fueron las de mayo de 2018. Curiosas elecciones porque la oposición, harta de atropellos y de fraudes impunes, pidió a los ciudadanos que no fuesen a votar, que no participasen. Ahí depende de a quién se pregunte. La consultora independiente Meganálisis, presente en Venezuela desde 1979, asegura que la participación fue del 17,3%: 3,6 millones de votantes sobre 20,5 millones posibles. Los partidos de oposición que sí se presentaron (divididos y “consentidos” por el régimen) hablan de 5,3 millones. Y el gobierno asegura, por vía de “su” CNE, que votaron casi diez millones de venezolanos, casi la mitad. Maduro fue reelegido “mayoritariamente” en una jornada electoral llena de colegios electorales vacíos. La comunidad internacional, como es lógico, no reconoció los resultados e impuso nuevas sanciones al gobierno; sanciones que, no faltaba más, cayeron como bastonazos sobre las espaldas de los venezolanos.
Estas que se acaban de celebrar, las del pasado 28 de julio, han sido las terceras elecciones presidenciales a las que concurre Maduro. ¿Condiciones? Pues las mismas de siempre o muy parecidas. La líder de la oposición, María Corina Machado, fue “inhabilitada” por la dictadura (porque es una dictadura) y hubo de dejar la cabecera de cartel al anciano Edmundo González. No se permitió votar, con diversos pretextos, más que al 1% de los ocho millones de venezolanos exiliados. La desproporción de medios propagandísticos entre el régimen y la oposición fue tan abrumadora como siempre. Hubo casos muy chuscos, como la aparición de un comic infantil cuyo protagonista era “Superbigote”, un patético superhéroe local inspirado en Maduro. Y este llegó a amenazar con un “baño de sangre” si perdía.
Pero esta vez estaban mirando, y muy de cerca, personas o países que antes no estaban, o no miraban, o miraban hacia otro sitio. El presidente Lula, de Brasil. Gustavo Petro, de Colombia. Gabriel Boric, de Chile. López Obrador, de México. Sánchez, de España. Todos legítimamente elegidos. Todos, en mayor o menor medida, de izquierdas o progresistas, como Maduro sigue diciendo que es. Cuando Lula oyó lo del baño de sangre, se hartó: “Si ganas, te quedas; si pierdes, te vas”, dijo. Incluso el propio hijo de Maduro, Nicolás Maduro Guerra, dijo lo mismo. Ahora parecían ser muchos de los propios revolucionarios, de los propios chavistas, los que estaban hasta las narices de “Superbigote”.
Cuando se escriben estas líneas, nadie sabe en realidad cuáles han sido los resultados de las elecciones. El Consejo Nacional Electoral, controlado por Maduro, asegura que el actual presidente logró el 51% de los votos y el candidato opositor el 44%. La oposición, que se ocupó de enviar testigos (lo que aquí llamamos “apoderados”) a miles de mesas y hacerse con copia de las actas de cada una de ellas, asegura, con miles de datos en la mano, que Edmundo González ganó con el 67% de los votos y que Maduro no pasó del 30%. Y que los resultados oficiales son un fraude, una mentira, un pucherazo de dimensiones putinescas. El propio Centro Carter, que en otras ocasiones sí ha dado por válidas votaciones organizadas por el chavismo, dijo en esta ocasión que era imposible considerar limpias ni democráticas estas elecciones.
Está claro que el gobierno tiene un medio facilísimo para demostrar que ganó: mostrar públicamente las actas de todas las mesas, con el número de los votos. Pero no lo hace. Se las está pidiendo todo el país. No lo hace. Se las reclaman los presidentes “amigos”. No lo hace. Maduro, fiel a las enseñanzas de Francisco Franco, mantiene que le sacarán del palacio de Miraflores (sede del Gobierno en Caracas) con los pies por delante.
Los únicos que han reconocido su victoria son sus cómplices en la práctica dictatorial: Putin, Irán, China, Turquía, Cuba, Nicaragua y por ahí seguido; países que son todos ellos, no faltaba más, tan “de izquierdas” como el gobierno clientelar venezolano.
Al menos de momento, el antiguo conductor de autobús se aferra al sillón con uñas y dientes. Y con los colmillos. Mientras tanto, ya corre la sangre por las calles del país. No es la primera vez.

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La morsa (Odobenus rosmarus) es un mamífero pinnípedo de la familia de los odobénidos, lo cual lo emparenta con las focas, los elefantes marinos y otros bichos parecidos. Vive en los mares árticos.
Las características esenciales de la morsa son las siguientes. Primera, tiene una piel extraordinariamente gruesa y dura que la protege del frío, de las agresiones de los depredadores (o de otras morsas) y de las despreciables insidias de la democracia. Le importa un rábano todo eso.
Segunda: posee unos característicos colmillos de marfil, que suelen llegar al medio metro de largo y que le resultan utilísimos para agredir a otros animales, sean los que sean (ni los osos polares, por lo general, se atreven con ella), e incluso para agarrarse al hielo o desplazarse. De más está decir que tiene una mala leche espantosa, la morsa.
Tercera: tiene un bigote muy característico, formado por pelos táctiles que le permiten distinguir entre diversas clases de presas o enemigos: otras morsas más pequeñas, focas de la oposición, tiburones imperialistas al servicio de la Internacional Carroñera de EEUU, etc. etc.
Y cuarta: es uno de los animales más territoriales que existen. Cuando un macho de morsa superbigotesca se hace con un pedazo de playa, sea donde sea, no hay forma de sacarle de allí más que matándolo (lo que hicieron, tristemente, los cazadores a principios del siglo pasado). Inmóvil sobre su panza, aferrada al suelo, defenderá su trozo de pedregal con una violencia inaudita, dentellada va y dentellada viene, ante sus enemigos… o ante quienes la morsa cree que lo son, o que podrían serlo.
Eso sí: baila fatal, ¿eh? Fatal. No hay más que verla en los vídeos de campaña electoral. Incluso en los documentales de National Geographic.

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