Se había generado tanta expectación en torno a la figura del coronel Pérez de los Cobos como azote del independentismo que al final resultó una decepción no verle enfilar la sala de vistas como un Darth Vader al son de la Marcha Imperial de John Williams. Los testigos suelen acudir al Supremo arropados por un séquito como los boxeadores camino del ring. Solo por la actitud y volumen de los acompañantes se puede jugar a deducir el bando del invitado.
Los más evidentes son los que avisan con un lazo amarillo. No era difícil imaginar en las solapas de los que rodeaban al coronel más de una medalla al mérito disimulada esta vez bajo indumentarias de paisano. Pérez de los Cobos estaba llamado a subir el rebeliómetro del procés y se puede decir que cumplió con la expectativa, si bien Millo le madrugó algunos titulares reivindicándose como el tapado de la semana en la que se abrió paso la violencia.
No le hizo falta siquiera al coordinador único del 1-O jugar el papel de Jack Nicholson en Algunos hombres buenos porque el secretario de Estado ya había asumido el día antes la responsabilidad de activar el código rojo. “Yo lo ordené”. El coronel salió ileso de los envites de las defensas aunque dejó una duda que corresponde quizá a otro tipo de juicio: ¿si tan poco de fiar eran los Mossos de Trapero, por qué se esperó Interior hasta las seis de la mañana del mismo 1-O para confirmarlo? Cuando hubo que reaccionar, ya fue demasiado tarde y la prensa internacional se echó irremediablemente encima.
La respuesta del Estado
Más allá de los tipos penales, el juicio está sirviendo también para calibrar la respuesta de un Gobierno al desafío independentista. Y el balance que ofrece la seguridad del Estado es un ministro ausente y la oferta desesperada de un referéndum simbólico en plazas a tres días de la cita con las urnas sin aparecer. También el convencimiento de que el objetivo que se había marcado Moncloa de evitar la foto de gente votando era aritméticamente imposible.
Desde allí arriba observa todo el magistrado Marchena sin conceder pistas de qué juicio está viendo él que no vemos los demás. Pero ya ha deslizado alguna indicación de que su interés es inversamente proporcional al que marcan los enfoques y titulares periodísticos. Llegó a cortar al fiscal Moreno cuando preguntaba por la violencia a un testigo que argumentaba como prueba unas imágenes de televisión. Ahí tumbó de un plumazo la trampa del Fairy de Millo por no decir medio juicio.
Lo que nadie le podrá discutir al ex delegado del Gobierno en Cataluña es que su hija tuvo que borrar de una pared una pintada en la que deseaba la muerte a su padre. Eso y no las cargas policiales es lo que se debate en el Supremo. O el terror de una secretaria judicial que tuvo que volver a casa por un tejado empujada por la misma turba que esta semana le ha vuelto a poner en la diana por osar a reconocer que tuvo miedo. Como también lo tuvo el dueño del teatro por el que escapó la mujer al imaginarse el siguiente en la lista.
El marcador del procés
Rebelión o sedición ya se verá, pero revolución de las sonrisas seguro que no, y la mejor prueba de ello son las gotas de sudor que le corrían por la frente al comisario de los Mossos Manuel Castellví, consciente de que sus palabras iban a cambiar por completo el marcador de un juicio que todo el mundo se empeña en actualizar en cada receso.
Castellví ha pasado ya a integrar la nómina de malos catalanes a los que Rufíán les negaría el saludo. ¿Pero los Mossos no eran los nuestros?, se habrá preguntado más de uno. Revisar ahora aquellos días de septiembre y octubre de 2017 es como pasar una jugada polémica por el filtro del VAR. En directo se ven las cosas de una manera y a cámara lenta, de otra. En eso consiste un juicio.