Susana Díaz lo nombró y Susana Díaz lo fumigó. Pedro Sánchez apenas ha sobrevivido un par de años al frente de la secretaría general del PSOE. Heredó un partido declinante y en crisis, tras ocho años de zapaterismo tóxico y corrosivo, y no fue capaz de impulsar el proceso de remodelación, reforma y recuperación. Durante su bienio al frente de la familia socialista, el partido perdió seis elecciones y cosechó un par de derrotas históricas en las elecciones generales celebradas los últimos nueve meses. Un desastre sin paliativos, un disparate sin excusas, un amateur de la política con ínfulas de Napoléon.
Sánchez, 44 años, nacido en el madrileño barrio de Tetuán, economista, casado y con dos hijas, era un hombre tocado por la fortuna. Por dos veces se sentó de rebote en un escaño del Congreso de los Diputados. Corrieron las listas, primero tras la marcha de Solbes y luego tras la salida de Cristina Narbona. Hace dos años, también de rebote, Susana Díaz se fijó en él para que le hiciera frente a Eduardo Marina, el candidato impulsado por Alfredo Pérez Rubalcaba. Ese pulso entre el aparato de Ferraz y la lideresa andaluza lo ganó, como siempre, el sur, con su enorme infantería volcada en las primarias a favor de este muchacho alto y de buena planta, simpático, paseante en Bruselas gracias al amparo de Trinidad Jiménez, conocido en las agrupaciones gracias a su antiguo mentor, Pepiño Blanco, y paseado por platós televisivos en tertulias muy frecuentadas por los representantes de la ‘nueva política’. Pablo Iglesias y Albert Rivera también fueron alumnos de esa escuela mediática, de esa plataforma de los platós, el vehículo imprescindible para alcanzar prestigio y relevancia en muy corto tiempo.
Sánchez salió respondón. Susana Díaz había apostado por él en la creencia de que se comportaría como el cancerbero de la silla que tarde o temprano debería ella ocupar en Madrid. No fue así. Esa fue su perdición. Impulsado, dicen algunos, por su esposa Begoña Gómez, de quien cuentan que ya se veía estas Navidades recibiendo en Moncloa, y por un circulo muy cerrado de asesores sin perspectiva, formación ni criterio, Sánchez se creyó llamado por el destino para ocupar la presidencia de la Nación. Un hombre con suerte, de buena presencia, con la edad adecuada y liderando al frente del principal partido de la oposición, defenestraría sin problemas al dirigente del partido ‘de los recortes y la corrupción’. Con ese eslogan simplote pero eficaz, y sin mayores estrategias de largo alcance, Sánchez se lanzó a la conquista de la presidencia, convencido de su victoria.
El fenómeno Podemos se cruzó en su camino, le hizo trastabillar, le obsesionó, le obcecó y, finalmente, le hizo perder el norte. Y el oremus. En las elecciones generales del 20-D, su formación cayó hasta los 90 diputados, un suelo sin precedentes, un batacazo monumental. “Hemos conseguido un resultado histórico”, proclamó al comparecer ante los medios. La inquietud empezó a asomar entre los suyos, en especial, entre aquellos que le habían llevado en volandas a la cúspide del aparato socialista.
Sus flirteos con el partido de Pablo Iglesias, quien le engañó, grosera y reiteradamente a lo largo de las negociaciones para ensayar su investidura, y su extraña actitud de complacencia para con los partidos independentistas, hicieron salar todas las alarmas entre la vieja guardia del partido, los barones, los dirigentes provinciales y buena parte de su militancia. “Nos lleva a la ruina y se carga el PSOE”, fue la frase más mentada que empezó a circular por las terminales del PSOE. Podemos se hacía grande, merced al amparo mediático y a la habilidad de su caudillo, en tanto que el PSOE, menguaba.
No toda la culpa fue suya. Su Comité Federal le había prohibido, en diciembre, todo pacto con Rajoy o con el PP. Tampoco él lo deseaba, empecinado en un acuerdo a tres bandas con Ciudadanos y los morados, absolutamente imposible.
Ya no hablaba con nadie, tan sólo escuchaba a su petit comité, ramplón y estrafalario, o a dirigentes peculiares como Miquel Iceta, el líder del PSC, experto en disco y en derrotas. La cita electoral del 26J, en la que el PSOE se precipitó hacia los 85 diputados, le sentenciaron a muerte. “Tan sólo es ya cuestión de tiempo”, se pensaba en los altos círculos del viejo socialismo y la baronía andaluza. Tras un verano oculto por playas y saraos festivos, Sánchez daba por hecho que la militancia le salvaría de las arremetidas de la aristocracia del aparato del PSOE. En Galicia y País Vasco perdió cualquier tipo de oportunidad para sobrevivir. No le salvó ni siquiera Rajoy, pese a que el PP vivía tiempos de zozobra, abrumado por la corrupción, los jueces y los tribunales. Intentó una maniobra audaz y disparatada, al convocar un congreso y unas primarias para renovar su mandato merced al respaldo de la militancia, supuesta garantía de su continuidad. La suerte ya estaba echada.
La vieja guardia había preparado, a lo largo del verano, una operación para dinamitarlo. Tras convocar el Congreso imposible, se dio la orden de moverle el suelo y arrojarle del sillón. Felipe González, “me engañó”, apretó el botón de la ojiva nuclear. Un sábado eterno y angustioso, en un Comité Federal interminable, tenso, infausto y sin precedentes, Sánchez vio evaporarse su sueño de gloria. “Pedro el guapo” se convirtió en “Pedro el breve”. El sonriente jugador de baloncesto del Estudiantes, el amable diputado a quien apenas nadie conocía, el monigote que había plantado la faraona andaluza en Ferraz para que fuera cumpliendo con los dictados que llegaban del sur, se ha convertido en ‘Pedro el breve’. Resistió unas semanas las mayores presiones políticas, sociales, empresariales y, especialmente, mediáticas, que se recuerdan en años. Puro braceo de náufrago. Se ahogó finalmente, en una calurosa tarde de sábado, en la que el PSOE ha dado un paso más hacia un horizonte de incertidumbre. Podemos, tampoco en su mejor momento, acecha para borrarlo del mapa. La operación ha funcionado. El PP respira más tranquilo. Las terceras elecciones, quizás, se alejan.