Rafael Nadal Parera nació en Manacor (Mallorca) el 3 de junio de 1986. Es el mayor de los dos hijos de Sebastián Nadal, empresario dedicado a eventos deportivos, y de su esposa, Ana María Parera. A la familia pertenecen Rafael Nadal Nadal, el abuelo, gran músico ya fallecido, y dos tíos deportistas: Miguel Ángel Nadal, futbolista, y Toni, tenista. Toni ha sido siempre, desde la infancia de Rafa, una de las personas fundamentales para la formación de su carácter, de su personalidad y de la construcción de sus valores morales. Rafa Nadal no sería quien ha sido, ni quien es, sin el tío Toni, el que le enseñó que no se es una persona especial por saber pasar una pelotita por encima de una red.
Rafa salió un niño listo, guapo e inquieto, como tantos. Enormemente tímido, eso sí, y de pocas palabras. Pero desde que echó a andar dejó ver una rara predisposición natural, genética, para el deporte. Al principio no estaba claro para cuál: podía ser el fútbol, como su tío Miguel Ángel, o podía ser el tenis, como su tío Toni. Con este practicaba, a los cuatro años, varias horas al día. El pequeño Rafa era zurdo. Fue su tío Toni quien le habituó a usar las dos manos (sobre todo en los golpes de revés) y el pequeño Rafa acabó convirtiéndose prácticamente en ambidiestro, condición que tiene menos del 1% de los seres humanos.
Desde que tenía cinco años llamó la atención. Aquel crío cabezota le pegaba a la bola con tal rabia que parecía que tenía algo personal contra ella, pero lo que hacía que la gente se le quedase mirando era su increíble capacidad de aprendizaje. No olvidaba nada. Lo interiorizaba todo. Se quedaba con todo lo que le decían y lo aplicaba de inmediato. Gestos, ejercicios y golpes que a cualquier crío le llevaba meses aprender, aquel gurrumino que apenas llegaba con la nariz a la cinta de la red los hacía suyos en dos tardes.
Tenía 12 años cuando salió a la pista a pelotear un rato con uno amigo de su tío, Albert Costa. Este hombre, uno de los mejores tenistas españoles que ha habido, estaba entonces en los primeros puestos del ranking de la ATP y había ganado ocho títulos oficiales. Algo pasó, quizá un error de comunicación; Costa había salido a pelotear con un niño, una pachanguita de nada para ver cómo le pegaba el chaval, pero este no tenía la menor intención de pelotear: lo que quería era ganarle, así de claro. Y el gran Albert Costa tuvo que emplearse a fondo para doblegar a aquel enano con voz de pito que le puso en verdaderas dificultades. Nunca lo ha olvidado. Con el tiempo les pasó lo mismo a otros grandes del tenis: Carlos Moyá (que llegaría a ser su entrenador) y Alex Corretja, que hoy recuerda el día en que sacó para que el pequeño Rafa devolviese la pelota: “Le metió una ostia que casi la revienta. Yo le pregunté: Pero ¿qué haces? Y él, tan tranquilo: ‘Nada, jugar’”.
Aquella era la época en que el pequeño Rafa estaba convencido de que su tío Toni, al que adoraba, era capaz de hacer llover. Así se lo había asegurado el supuesto hechicero. Qué pasa. Otros creíamos en los Reyes Magos y algunos, incluso adultos, creen en el reiki. No hay tantas diferencias. Pero la broma de que el tío Toni podía provocar la lluvia duró décadas, como luego veremos.
Cuando el niño estudiaba 4º curso de ESO el tío Toni planteó crudamente la realidad a la familia: Rafa, como le llamaban todos, podía seguir estudiando o podía dedicar su vida a aquello para lo que la naturaleza le había dotado extraordinariamente: el tenis. Ganó el tenis y el chico abandonó los libros a los 14 años. Su madre se llevó un disgusto muy gordo pero acabó por admitir que “era imposible compaginar los estudios con su carrera deportiva. Aunque se hizo profesional demasiado pronto”. Otro drama familiar: Rafa salió madridista convicto y confeso a pesar de que su tío Miguel Ángel había jugado en el Barcelona. No se pudo hacer nada. La familia tuvo que superarlo. Costó.
Los rasgos de su carácter aparecieron desde la adolescencia. Rafa era un chaval serio, disciplinado, nada presuntuoso ni arrogante; alegre pero no fiestero, emotivo pero sin caer en los marjales del romanticismo. Es, desde crío, profundamente respetuoso, paciente y constante. Un chico mucho más maduro y responsable de lo que parecía corresponder a su edad, que forjó su personalidad y su educación a base de lecturas (y de videojuegos, que le encantan), con un acusado sentido de la lealtad, profundamente humilde y empático, y que se las ingenió para hablar perfectamente, además del español, inglés, italiano, catalán y un poco de francés.
El tenis es, seguramente, el deporte donde con más fuerza reinan las estadísticas. Se hacen rankings de absolutamente todo. Desde quién es el jugador que más torneos de Grand Slam ha ganado hasta quién ha restado más primeros servicios ganadores llevando una camiseta verde y guiñando un ojo en los juegos impares. Rafa Nadal empezó a romper récords desde niño. Ganó su primer torneo a los ocho años. Su primera victoria en un torneo de la ATP llegó a los quince. Su entrada en el tenis profesional llegó en 2002. Tan solo la enumeración de qué partidos o torneos ha ganado, y cuándo, daría para un libro.
Pero es curioso que a un genio como él le sucediese algo que estamos habituados a ver en los divos y divas de la ópera. Nadal comparte con Montserrat Caballé el hecho de haber logrado su primer triunfo resonante gracias a una sustitución, porque la persona prevista se puso enferma. Caballé sustituyó a Marilyn Horne para cantar Lucrezia Borgia en Nueva York y aquella noche entró en la gloria. Nadal, que tenía quince años, reemplazó al lesionado Boris Becker en un partido de exhibición contra Pat Cash, campeón de Wimbledon. Fue en Mallorca y ganó Nadal. Sucedió lo mismo.
A día de hoy, Rafa Nadal es el segundo jugador que ha ganado más torneos de Grand Slam en todos los tiempos: 22, solo superado por el serbio Novak Dojokovic (24). Es probable que el ser humano llegue a colonizar otras galaxias antes de que alguien llegue a vencer catorce veces, ¡catorce veces! en Roland Garros, como ha hecho él. El rey por derecho propio de la tierra tierra batida ganó también cuatro veces el Open de Estados Unidos, otras dos el Open de Australia y dos más el torneo de Wimbledon. Ha pulverizado prácticamente todas las estadísticas históricas. Ha sido número uno del mundo 209 semanas y en tres décadas distintas. Ha ganado, a día de hoy, alrededor de 1.080 partidos (es el cuarto jugador con más victorias de la historia) y tiene un porcentaje de escalofrío: 83,3% de triunfos. Estaba allí en cinco de las seis ocasiones en que España ganó la Copa Davis. Ha participado en tres Juegos Olímpicos y se llevó el oro en Pekín, en 2008. Volvió a hacerlo, en dobles, en los Juegos de Rio de Janeiro, ocho años después; en esos Juegos Nadal fue el abanderado del equipo español. Le dieron el premio Príncipe de Asturias de los Deportes en 2008. Y renunció al doctorado honoris causa que le concedía la Universidad de Baleares porque a los catorce años había dejado de estudiar y aquello le parecía más presunción que otra cosa.
Como dijo una vez Manuel Santana, “es de otro planeta”. Y alguien murmuró: “Sí. De Krypton”.
Hay que recordar que sobre la historia del tenis se abatió un huracán a los pocos años de comenzar el nuevo siglo. El fenómeno estuvo conformado por el suizo Roger Federer, el serbio Djokjovic y Rafa Nadal. Tres superdotados. Se les ha conocido siempre como el “Big Three”, los tres grandes. Pero hubo quien les llamó “el bueno, el feo y el malo”, como en la película de Sergio Leone, aunque haciendo siempre la salvedad de que Federer no es feo en absoluto. Entre los tres dejaron el tenis mundial como un solar. Lo ganaban todo. Hasta casi ahora mismo, parecía que todos los demás jugadores participaban en los torneos en calidad de comparsas o de extras: a la hora de la verdad, siempre triunfaba uno de aquellos tres genios. Solo la edad sacó a Federer de aquella santísima trinidad (aunque sigue en activo como organizador). A Nadal lo acosaban cada vez más las lesiones y “el malo” sigue ahí todavía. Federer y Nadal son grandes y viejos amigos. A Djokovic eso se le da peor.
Nadal y Federer protagonizaron el que mucha gente considera el mejor partido de tenis de todos los tiempos: la histórica final de Wimbledon del 6 de julio de 2008, en la que venció agónicamente el español después de cinco sets. Se han hecho documentales sobre aquella gesta, la primera victoria de Nadal en el ilustre campeonato británico. El partido, que acabó prácticamente a oscuras porque se hacía de noche (pero no había forma de sacar a los dos rivales de la pista), fue interrumpido dos veces por la lluvia. Fue cuando Rafa le dijo a su tío Toni: “Hoy no era necesario que hicieses llover…”.
Nadal, que alienta fundaciones humanitarias e iniciativas solidarias de todo género desde hace muchos años, tiene también sus errores y sus pecados. En 2009 se atrevió a participar como “modelo” en el vídeo musical Gypsy, de la cantante Shakira. Rafa aparece sin camiseta, luciendo cuerpazo y haciendo eróticas carantoñas a la artista colombiana, aunque en su defensa hay que decir que acaba muerto de la risa por aquella pantomima; en 2019 se casó con su novia de toda la vida, María Francisca Mery Perelló, y aquellos sobeos con Shakira no parecieron traer demasiadas consecuencias.
En 2003, cuando aún no tenía 18 años, empezó a molestarle el codo. Fue su primera lesión. Y al año siguiente se presentó su más viejo y tenaz enemigo: el dolor en el pie izquierdo. Nunca le ha abandonado. Se recurrió, como quien dice, a todos los podólogos de esta parte del sistema solar, pero nunca se halló una solución definitiva. Nadal ha obtenido victorias épicas, dignas de pasar a los libros de historia (su último triunfo en el Abierto de Australia, por ejemplo), jugando con el pie izquierdo prácticamente dormido. Con un pundonor asombroso, ha aprendido a soportar el dolor, a competir contra el rival y al mismo tiempo contra el martirio del pie.
Ha tenido más lesiones, algo nada extraño en un deportista de su nivel y de su enorme actividad. Nadal, el hombre sensato, humilde y realista que puso en su sitio a Djokovic cuando el serbio, arrogante y sarcástico, se negó a vacunarse contra la covid-19 y alentó la demencia de los antivacunas en todo el mundo, llenó de lágrimas los ojos de millones de personas cuando renunció a participar en las semifinales de Wimbledon de 2022. No podía. Tenía que jugar contra otro tipo pendenciero y bravucón, el australiano Nick Kyrgios. Es muy probable que le hubiese vencido. Pero a quien no pudo vencer fue al dolor que le producía su lesión en el abdomen. Con la tripa vendada logró derrotar, dos días antes, al estadounidense Taylor Fritz, mientras su equipo le pedía, casi le suplicaba que se retirase. No lo hizo. Pero el esfuerzo fue tremendo y renunció a jugar ante el marrullero Kyrgios. Se fue de Wimbledon invicto: lo tumbaron las lesiones, no los rivales. Ahora sabemos que aquella fue su última vez sobre aquella hierba sagrada.
Las lesiones no solo no le abandonaron sino que se convirtieron en su más negra y tenaz compañía, pero se negaba a colgar la raqueta. Empezó a espaciar los torneos en que participaba; decía –seguramente se decía a sí mismo– que se reservaba para el siguiente. Y para el siguiente. Y para otro posterior. No podía jugar y a duras penas entrenar, pero no se retiraba. Le pasaba una cosa más común de lo que pudiera parecer: él seguía teniendo unas ganas locas de saltar a la pista a competir, pero el cuerpo le decía que no. Y él no lo entendía. Seguramente por primera vez en su vida, su cuerpo se negaba a obedecer las órdenes de su mente.
Y la leyenda invencible empezó a perder. Le costaba correr, a él, que volaba como una gacela desde que tenía doce años y que había llegado a desarrollar la facultad divina de la ubicuidad: era capaz de estar en todos los rincones de la pista a la vez. O eso parecía, por la inaudita rapidez con que se movía.
Llegó un momento (2022, 2023) en que Nadal ya no competía solamente contra los demás; un purasangre, una leyenda como él llevaba mucho tiempo compitiendo contra sí mismo y contra la fatalidad. Cuando el 6 de mayo de 2022 cayó derrotado en Madrid (¡y en tierra batida!) por un jovencísimo Carlos Alcaraz, que el día anterior había cumplido 19 años y que se preguntaba qué había pasado, porque no terminaba de entender que él hubiese vencido a su ídolo, Nadal, el gran campeón abrazó al bravo potrillo, le sonrió con orgullo y hubo quien oyó, desde lo alto, una voz que decía: “Este es mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias” (Mateo, 3:17). La sucesión estaba asegurada. Ha tardado más de dos años, pero así lo profetizó el propio Nadal. Y así ha sido.
En enero de 2022 ganó, increíblemente, en Australia. Luego perdió en Roma frente al canadiense Shapovalov, pero Nadal tiró de raza, sacó fuerzas de donde ya no las había y unos días después, contra toda esperanza y toda lógica, ganó su último torneo de Roland Garros, el decimocuarto, que hacía el Grand Slam número 22. Pero en 2023 apenas pudo jugar: cayó muy pronto en el único torneo en el que participó ese año, el Abierto de Australia. Y cayó de nuevo en las garras de las lesiones. En un arrebato de realismo, se plantó ante los periodistas y anunció que el siguiente año, 2024, sería el último. Un héroe como él, ganador de 92 torneos, no podía permitirse andar renqueando por la pista… y, encima, perder.
Pero lo intentó. El año 2024 fue un viacrucis. Aún se recuerda la cara de “Rafa, prefiero que ganes tú” que puso el australiano-español Álex de Miñaur cuando le venció en el torneo conde de Godó, que el mallorquín se había llevado nada menos que en doce ocasiones. Y la cara de pena del checo Jiří Lehečka cuando le eliminó del Masters de Madrid. Y la de noble “Hubi” Hurkacz cuando le derrotó en Roma. Y la del gran Sasha Zverev cuando le tumbó en “su” Roland Garros. A las primeras de cambio. A él. Dolía mucho ver aquello.
Pero el destino, o por mejor decir la gratitud de muchos millones de personas, le tenían reservado un honor que han alcanzado muy pocos. El 26 de julio de 2024, en la ceremonia inaugura de los Juegos Olímpicos de París, sin que casi nadie lo supiese ni lo esperase, Rafa Nadal apareció en el largo pasillo dispuesto en los jardines del Trocadero, casi al pie de la torre Eiffel, delante de reyes y presidentes y miles de personas. Iba vestido de blanco con una chaqueta roja, y llevaba en la mano la antorcha olímpica encendida. Era el momento clave de la hermosa ceremonia. Era la insuperable prueba de amor que los franceses dieron a “su” Rafa, el rey de Roland Garros, al que veneran desde hace veinte años y a quien han dedicado una estatua cerca de la legendaria pista Philippe Chatrier. Días después perdió contra Djokovic y perdió también el partido de dobles (su compañero era el “príncipe heredero”, Alcaraz), pero aquella carrerita en Trocadero, aquella sonrisa resplandeciente y aquel viaje en lanchón por el Sena, para entregar la llama olímpica, permanecerán en la memoria de varias generaciones. Fue, sin duda, uno de los momentos más altos de toda su vida. Solo molestó la lluvia. Seguro que Rafa se acordó de su tío Toni…
Rafa Nadal decidió que su último torneo como tenista profesional sería en la Copa Davis de Málaga, en 2024. Había esperanzas de ganar. Pero perdió el único partido que jugó, el último de su vida, contra el güeldrés (de Países Bajos) Botic van de Zandschulp, un hombre gris que no tiene ni la vigésima parte de los recursos físicos, técnicos y artísticos que Rafa Nadal ha tenido durante dos décadas. Lo que sí tiene es salud. Y casi diez años menos que Nadal, que ya ha cumplido los 38. Por eso ganó. Rafa apenas podía correr ya.
España cayó eliminada de la Copa Davis y al término del último partido, casi a la una de la madrugada, se celebró el acto de despedida del más grande tenista español de todos los tiempos y de uno de los más ejemplares deportistas de la historia. El estadio estaba lleno y los vítores no cesaban, pero parecía como si el frío del invierno hubiese caído de pronto sobre aquellas 13.000 personas. Había amargura, más que tristeza o nostalgia. La derrota de Rafa, y también la de España, habían dejado a todo el mundo cariacontecido. No salió bien. Fue un final demasiado apesadumbrado para una carrera deportiva única, que nadie podrá igualar durante generaciones. Rafa se retiró cabizbajo y con esa sonrisa forzada que tantas veces le hemos visto colgarse de la cara cuando perdía.
Pero Rafa ha llegado al final de su carrera con un triunfo inaudito: le quiere todo el mundo. Jugase donde jugase y contra quien jugase, el público se ponía invariablemente de su parte, ¡incluso los franceses! Eso, que suele sacar de quicio a las malas personas, se logra no a raquetazos, sino con el corazón; siendo un tipo honrado, cabal y esforzado durante toda la vida. No es tan fácil eso. Y el amor del público es el mayor de los triunfos. No hay Grand Slam que se le pueda comparar. Él lo tiene y lo conservará siempre.
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El caballo (Equus ferus caballus) es un mamífero perisodáctilo herbívoro de la familia de los équidos, pero en realidad eso da lo mismo porque lo que cuenta es que estamos ante uno de los animales más importantes para la humanidad. Desciende del eohippus, que vivió durante el periodo Eoceno (hace unos 55 millones de años; después de los dinosaurios), y su domesticación fue esencial para la evolución del hombre. Es imposible adivinar qué habría sido del homo sapiens sin la existencia y la compañía del caballo, sin su nobleza, su capacidad de sacrificio, su tesón y su inmenso trabajo. Todo eso desde el Neolítico para acá. La humanidad habría sido otra cosa.
El presidente estadounidense Lyndon B. Johnson decía que hay dos tipos de caballos: los de concurso y los de trabajo. Puede ser. Lo decía para meterse con el senador J. F. Kennedy, a quien consideraba muy pinturero pero poco trabajador, como los caballos de concurso. Pero quien conozca y ame a los caballos sabe que su pundonor, su fidelidad y su abnegación son las mismas en ambos tipos.
Una de las razas de caballos más conocidas (y prestigiosas) del mundo es el purasangre español, también conocido como “pura raza española” o “caballo andaluz”. Está documentado ya en tiempos del Imperio romano. Destaca, en primer lugar, por su fineza, su insuperable elegancia y su hermosura. Es un animal verdaderamente bello. Pero a la vez es, como dicen los expertos, un animal “equilibrado y resistente, enérgico, noble y dócil, con facilidad para adaptarse a diversos servicios y situaciones”. Resiste al dolor hasta que no puede más y, esto sobre todo, tiene una extraordinaria capacidad de aprendizaje. Nunca se cansa. Nunca se da por vencido.
El noble y generoso caballo español de pura raza no es solamente una garantía de éxito en las competiciones ecuestres, porque genéticamente es perfecto; es que, además, se hace querer. Se vuelve inolvidable para quienes lo tratan, lo cuidan o, sencillamente, lo tienen cerca. Ese es el mejor de sus éxitos.