La historia del Buçaco puede reducirse a un capricho real. Un día la austeridad de un convento puede ser el mejor lugar para olvidar las crisis políticas o personales; y otro, el mismo convento debe convertirse en el palacio ideal para que la familia real se retire en verano. Para algunos la vida sigue siendo un tranquilo cambio entre el poder y la austeridad. El Palacio actual no tiene nada qué ver con el antiguo convento carmelita que se levantaba aquí hace poco más de ciento cincuenta años.
De aquel sólo quedan la fachada, el vestíbulo y la iglesia, junto a un pequeño claustro que los monjes utilizaban para dirigirse a sus celdas. El resto pasó a la historia cuando a Manuel II se le ocurrió construir un palacio acorde con su condición y el exotismo del parque de Buçaco. A pesar de un cierto aire anacrónico, estamos ante un palacio de verano que además debía cumplir las funciones de pabellón de caza. Dicen las crónicas que corría el año 1888 y en el nuevo palacio real se derrocharía todo el arte y el buen gusto posible. Un objetivo que no deja lugar a dudas sobre si se cumplió o no. Así lo demuestra su elegancia neomanuelina, diseñada por el arquitecto Luigi Manino.
Cada rincón del Buçaco Palace es una pequeña obra de arte ante la que hay que detenerse. Ya desde el parking, sus azulejos no dejan de llamar la atención. Piedra labrada con minuciosidad de filigrana, maderas exóticas, azulejos espectaculares. En ellos están representadas escenas históricas portuguesas, como hazañas navegantes, descubrimientos de tierras lejanas y batallas napoleónicas, como la que se desarrolló en estas tierras. Simbolismo por los cuatro costados, con escenas de la obra cumbre de la literatura portuguesa, Os Lusíadas, de Luís de Camoes, escrita en el siglo XVI.
En el interior el mobiliario también está a la altura. Muebles con exquisitas y delicadas tallas, exóticas maderas traídas de colonias, Brasil y Macao, incluso de la India. Todo aquí es recargado, pero sumamente acogedor. El restaurante es un tesoro de referencias históricas y en los sótanos maduran las cosechas de varios años de los viñedos de los generosos viñedos portugueses.
Para muchos, el bosque rodea el hotel es su principal patrimonio. Puede que no esté tan bien cuidado como antes de la crisis, pero aún continúa siendo uno de los bosques por el que los portugueses sienten auténtica devoción. Sus poco más de cien hectáreas las comparten más de 700 especies de árboles y plantas, la mayoría centenarias, traídas de países exóticos y muy lejanos. Cedros del Himalaya, pinos de México, abetos del Cáucaso, acacias australianas, araucarias de Brasil… No falta algún clavel rojo, pero el lugar es digno de un rey…