La montaña nevada es el paisaje romántico por excelencia, aunque ha formado parte de la tradición artística occidental desde mucho antes. El lento paso del óleo para convertir el blanco roto en los muchos matices del hielo. Si hay un artista que dedicó buena parte de su obra a este tipo de pintura, ese fue Caspar David Friedrich. Exponente más emblemático del romanticismo alemán, su pintura tiene precedentes en una larga tradición de artistas como Durero o Adam Elsheimer. En su obra predominan paisajes con montañas altas, pendientes escarpadas, enormes cielos ante los que el espectador está en primer plano. Uno de sus cuadros emblemáticos, Nieves tempranas, que pertenece al Kunsthalle de Hamburgo, tiene su pareja en Mañana de Pascua, exhibido en el Museo Thyssen.
Brueghel encontró en la naturaleza su mayor inspiración y pintó uno de los primeros paisajes invernales de la historia de la pintura occidental.
Las vistas de canales helados con gentes ocupadas en sus tareas o disfrutando de su tiempo libre son, sin duda, los paisajes más específicamente nórdicos. Su origen se remonta a la miniatura que ilustra el mes febrero en el libro Las muy ricas horas del Duque de Berry (1411-16). Sin embargo, fue el holandés Pieter Brueghel el primero en explorar el paisaje como telón de fondo de alegorías religiosas.
En la naturaleza encontró Brueghel su mayor inspiración. Uno de sus cuadros más representativos es Cazadores en la nieve, (1565), uno de los primeros paisajes invernales de la historia de la pintura occidental. La obra capta el momento en el que tres cazadores, acompañados por sus perros, regresan a su pueblo tras una expedición de caza. En el Museo del Prado en cambio es posible ver, también de Pieter Brueghel, Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros.
Nieve impresionista
Si existe un movimiento que supo sacar partido a la nieve, esos fueron los impresionistas. Gracias a las variaciones de la luz, los pintores elegían especialmente los paisajes invernales para jugar con los matices. Con el deseo de renovar la representación del género, muchos como Monet, solían emplear para este tipo de lienzo un número limitado de colores, en lugar de representarlo en blanco de un modo uniforme.
El campo invernal atrajo particularmente al pintor Alfred Sisley, quien plasmó prodigiosamente la tristeza y el carácter desolado de la naturaleza.
Claude Monet pintó de este modo varios "efectos de nieve" a lo largo de la segunda mitad de la década de 1860. El más destacado de éstos es sin duda la famosa Urraca (Museo de Orsay), que procede del invierno de 1868-1869. Fue además en diciembre de 1868 que confiesa en una carta a su amigo Bazille encontrar la campiña normanda "tal vez más agradable todavía en invierno que en verano...".
El campo invernal atrajo particularmente al pintor Alfred Sisley, quien plasmó prodigiosamente la tristeza y el carácter desolado de la naturaleza. Su temperamento reservado y solitario era más acorde con los misterios y el silencio que con el brillo de los paisajes soleados y mediterráneos que se aprecian por ejemplo Renoir. Como Monet, Sisley sigue el ejemplo de Courbet pintando paisajes bajo la nieve. Además, Sisley tuvo la oportunidad de admirar las obras de Bonington, Constable y Turner –quienes se volcaron también en el paisaje-durante los cuatro años pasados en Inglaterra, de 1857 a 1861. Camille Pisarro también trabajó este tipo de temas, trabajados en lienzos como Camino de Versalles, Louveciennes, sol de invierno y nieve (1870), en el Museo Thyssen.
Atmósfera japonesa
Hiroshige, uno de los principales exponentes del paisajismo japonés del siglo XIX, también exploró la temática nieve en su obra. En sus primeros años se centró en la representación de mujeres bellas (bijin-ga) y actores del teatro popular japonés kabuki (yakusha-e). También ilustró algunos libros, como un ejemplar de poesías cómicas (kyōkabon). Sin embargo, desde 1832, fecha en que comenzó su serie Cincuenta y tres etapas de la ruta de Tōkaidō, se dedicó especialmente al paisajismo, terreno en el que fue un gran maestro y por el que es principalmente recordado. Sus paisajes denotan un profundo estudio del natural, que le permitía recrear cualquier paisaje aunque no lo conociese de primera mano, pues muchas de sus obras están inspiradas en ilustraciones de las guías de viajes. Destacan especialmente por su tratamiento atmosférico, especialmente en escenas nocturnas o con lluvia, niebla o nieve, así como por su intenso cromatismo, reflejando con maestría la luz de diferentes horas del día, desde el alba hasta el ocaso.
Otro de los artistas que hizo de la nieve parte de su discurso fue Cuno Amiet, miembro de la Escuela de Pont-Aven, alumno de Hodler, amigo de Giovanni Giacometti y de Giovanni Segantini. Uno de sus cuadros más sobrecogedores sobre este tema es Paisaje de nieve (1904), también llamado Gran invierno, un lienzo cuya superficie está completamente dedicada a los blancos, matizados y delicados, que ponen en valor la mancha oscura de un esquiador, cuyo tamaño se percibe como músculo, apenas mínimo detalle en el vasto óleo. Interpretado por muchos como una representación pictórica de la moral humana y la perspectiva del hombre ante su propia soledad, es sin duda uno de los cuadros más conocidos del suizo.