Medios

El Gobierno y las penas de cárcel para periodistas

Cuando Iglesias se refiere a las maniobras oscuras de la prensa, nunca cita a su factótum mediático, es decir, a Roures, al que tantas sombras persiguen por su posición política y determinadas maniobras empresariales

  • El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias

Sucedió un sábado en un restaurante Rodilla del Paseo de la Castellana madrileño. Allí citó Miguel Ángel Oliver a Fernando Garea para comunicarle la decisión de destituirle como presidente de la Agencia EFE. Apenas llevaba un año y medio en el puesto, al que accedió tras un infrecuente consenso parlamentario, pero Moncloa decidió relevarle porque no había sido lo suficientemente sensible con las preocupaciones del Gobierno. Todo ello, pese a que EFE no se caracteriza, precisamente, por su fiereza editorial.

Pablo Iglesias manifestó hace unos días, en un acto de partido, que los periodistas que hayan estado compinchados con ‘la cloaca’ policial del Ministerio del Interior -que Grande Marlaska ha negado- deberían dar con sus huesos en la cárcel, pues este país merece unos medios limpios y libres.

Sucede que el principal apoyo mediático de la formación morada ha sido Jaume Roures, amigo personal de Iglesias y quien es el perejil de todas las salsas. Recientemente, ha tomado una decisión tan ética como la de contratar a Joaquim Forn. Es decir, el responsable de los Mossos d’Esquadra durante el referéndum del 1-O, condenado, precisamente, por su participación en la organización de esa consulta ilegal. Durante su mandato, la Generalitat ejerció fuertes presiones ante los responsables del Grupo Zeta para que se cargara al director de El Periódico de Catalunya por publicar el documento que probaba que la Generalitat estaba al mando de las amenazas yihadistas sobre Barcelona, pero no tomó especiales medidas de protección de Las Ramblas.

Cuando Iglesias se refiere a las maniobras oscuras de la prensa, nunca cita a su factótum mediático, es decir, a Roures, al que tantas sombras persiguen por su posición política y determinadas maniobras empresariales. Que no son ilegales, pero que le retratan, como la que supuso la contratación de Miguel Cardenal –expresidente del Consejo Superior de Deportes- tres años después de que aprobara el Real Decreto para la venta centralizada de los derechos televisivos del fútbol. Un negocio en el que Mediapro estaba involucrada.

Un panorama desolador

Ciertamente, resulta difícil quitar la razón al líder de Podemos cuando afirma que el panorama mediático de este país está cubierto de una enorme capa de ponzoña, pues es así. No sobran en el oficio forajidos que venden su alma por un sobresueldo o por cariño; y mienten a sabiendas de que eso les reportará beneficios a futuro. Tampoco faltan editores de los que acuden con la pistola en la mano a los despachos de las grandes empresas para reclamar ‘lo suyo’ con la más conocida amenaza en la boca: o plata o plomo.

Por supuesto, el gran poder económico también participa de este juego, como demostró cuando, a principios de la anterior década, rescató al zombie del Grupo Prisa con la esperanza de que se convirtiera en su mejor inversión mediática. La compañía está presidida hoy por Javier Monzón por mor de Ana Botín, la que, por cierto, recibió un infame masaje hace unas semanas en el canal de televisión Cuatro –Planeta Calleja- como pocos se recuerdan, pues la banquera parece obsesionada con que hablen bien de ella. Si se hila fino, se podría exponer decenas de acontecimientos de esta índole, todos igual de penosos.

Los popes que dirigen las tertulias mediáticas de referencia suelen ser miopes para con los exabruptos de la izquierda e hipersensibles para con el resto.

Por eso, obviar todo esto implicaría faltar a la verdad. El problema es que el líder de Podemos es la persona menos indicada como para medir la salud del sector. No sólo porque apela a la libertad de prensa mientras obvia que colaboró durante años para un medio de comunicación que pertenece a una ‘democracia plena’ como la iraní; la de las grúas en plaza pública. También porque el propio Iglesias ha participado en maniobras mediáticas que resultan repugnantes, como la que se cocinó en Moncloa en verano de 2018, cuando Pedro Sánchez se propuso tomar el mando de Radiotelevisión Española y Pablo Iglesias –sin esperar a que concluyera el concurso público que se había convocado para designar al nuevo presidente- y peleó por situar al frente de la corporación a consejeros de su cuerda, con un escandaloso sesgo pro Podemos.

Sus palabras sobre la posibilidad de encarcelar a los periodistas de ‘la cloaca’ no merecieron la misma reprobación que las de Cayetana Álvarez de Toledo –desafortunadas, a mi modo de ver- sobre la línea editorial de La Sexta, cuando, en realidad, revisten una mayor gravedad, dado que Iglesias ya no es un político raso, sino vicepresidente del Gobierno. Ahora bien, ya se sabe que los popes que dirigen las tertulias mediáticas de referencia suelen ser miopes para con los exabruptos de la izquierda e hipersensibles para con el resto. Y viceversa.

Desde luego, siempre hay que sospechar cuando un Gobierno o una gran empresa habla de la necesidad de regular o ‘garantizar’ la libertad de expresión, pues miente. Ya se sabe que nunca es grato leer los periódicos de la mañana cuando se guardan muertos en el armario o se oculta dinero sucio bajo una baldosa. Los crímenes y las corruptelas pueden ser enterrados o emparedados para mantenerlos en secreto, pero generalmente dejan rastro; y eso siempre implica un riesgo: que alguien se entere y los ponga negro sobre blanco. Si con dinero o con leyes existe la posibilidad de evitarlo, mejor que mejor.

Los derechos universales suelen ser más difíciles de defender cuando se desciende al terreno de lo concreto. Entre ellos, está la libertad de expresión.

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