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Un relator interruptus para hablar con “la puta España”

Andreu Buenafuente es especialista en monólogos y en requiebros lingüísticos, aunque esto último sólo cuando le viene en gana. El humorista dedicó una parte de su programa del pasado jueves

  • Pedro Sánchez

Andreu Buenafuente es especialista en monólogos y en requiebros lingüísticos, aunque esto último sólo cuando le viene en gana. El humorista dedicó una parte de su programa del pasado jueves -en Movistar- a analizar la última ocurrencia de Pedro Sánchez, que es la de nombrar a un notario -un “relator”- para dar fe de la negociación entre los “gobiernos de Cataluña y de España”. Esta última distinción era importante, no vaya a ser que alguien fuera a pensar que una cosa está integrada en la otra.

Como es habitual, el dueño de El Terrat concedió más atención a ridiculizar las críticas que ha recibido la iniciativa que a la propia añagaza de Moncloa y los secesionistas, que, como es sabido, ha caído por su propio peso. Buenafuente remató su discurso con la típica frase lapidaria de cómico que tira de sensacionalismo para demostrar que está ofendido: “En un país donde hay paro, pensiones bajas... ¿de verdad vamos a manifestarnos porque alguien quiera dialogar?”.

Buenafuente es uno de esos humoristas que emplea la burla forma selectiva y sólo la aplica en los espacios que el activismo deja libres. Lo mismo que Dani Mateo, el cómico que tuvo la genial idea el pasado noviembre de sonarse los mocos con una bandera de España en un plató de La Sexta. “España se rompe y vosotros preocupados por llegar a fin de mes... Asco dais”, escribía hace unas horas. Sobra decir que es otro de los comediantes a los que que no les hace gracia que cuestionen lo suyo, pero es especialmente susceptible ante quienes se ofenden por sus chanzas.

Cada uno puede reírse de lo que quiera y rendir culto -o no- a lo que su conciencia le dicte. El problema se produce cuando, día tras día, se transmite la imagen de que España es ese lugar, apartado de Cataluña, donde suceden cosas graciosas y rocambolescas.

Sobra decir que cada uno puede reírse de lo que quiera y rendir culto -o no- a lo que su conciencia le dicte. El problema se produce cuando, día tras día, se transmite la imagen de que España es ese lugar, apartado de Cataluña, donde suceden cosas graciosas y rocambolescas. Al este se encuentra la seriedad. En el resto del país, las castañuelas. El acento andaluz y la siesta. El país de La que se avecina.

Hace unos días, un compañero de equipo del Xavi Hernández -acostumbrado a dar lecciones de dignidad mientras cobra su sueldo de la teocracia catarí- reveló que el futbolista español le había dicho que “en Cataluña enseñan a odiar al Real Madrid, y se crece con ese sentimiento”. Mientras tanto, en TV3 se pueden observar programas como Preguntes freqüents (de El Terrat), donde se habla en catalán de los “presos políticos”, de su situación en la cárcel y de las reivindicaciones de los independentistas, pero en el que se reserva el uso del castellano para conversar con frikis como 'el pequeño Nicolás', para Joaquín José Martínez -preso español que se libró de la pena de muerte en Estados Unidos- o para el político abertzale Pernando Barrena. La imagen es que 'lo español' es lo excéntrico y lo catalán, lo justo, elevado y, a la vez, subyugado.

En ese canal de televisión, el fallecido Pepe Rubianes exteriorizó ese ‘sentimiento’ con palabras gruesas: “A mí, la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás, que se metan a España en el puto culo, a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando del campanario; que vayan a cagar a la puta playa con la puta España”.

La rectificación del Gobierno

Decían de un conocido directivo de banca que mientras sacaba su abono de la Feria de San Isidro y hacía ver, en esas tardes primaverales, su devoción por la fiesta nacional; en Barcelona, ante la Generalitat, criticaba los toros, la copla y todo lo que oliera a español. Esta hipocresía no sólo se registra entre los jefes de determinadas cajas o entre esos empresarios que hacen negocios y humor en Madrid, pero guardan solemne respeto por la superchería independentista. También en todos aquellos que, pese a advertir de la necesidad de libertad de prensa en sus principios fundacionales, vendieron su alma al diablo y renunciaron a la crítica a cambio de subvenciones, ayudas públicas y demás limosnas, que tanta hambre han saciado entre quienes mendigan atención de los partidos e invitaciones a fiestas institucionales.

Como cualquier movimiento subversivo, el independentismo no tiene mayor enemigo que el paso del tiempo y la estulticia de sus líderes. Ahora bien, a tenor de la potencia de su aparato propagandístico (ambas partes lo tienen), la situación no invita especialmente al optimismo. Por eso, suponer que un diálogo entre el Gobierno y la Generalitat va a dar sus frutos es poco menos que una demostración de ceguera. O una broma pesada. Por un lado, porque una de las partes sólo busca transmitir una posición de fuerza a quienes desean la independencia de Cataluña, pero comprueban que la cosa no avanza. Por otro, porque es fácil desconfiar de un Ejecutivo que ha prometido a Cataluña lo realizable y lo irrealizable para tratar de sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado.

Este viernes, Carmen Calvo aseguraba que el Gobierno había renunciado a negociar con los independentistas por su intransigencia. Lo ha hecho a menos de dos días de la manifestación de la oposición en Madrid y tras haber ocasionado varios incendios tanto dentro como fuera de Ferraz. Ahora bien, con la votación de los presupuestos pendientes, las palabras suenan a chufla. De nuevo.

Cualquier propuesta del Gobierno que obligara a la Generalitat a renunciar a una de sus demandas sería elevada a la categoría de afrenta, tanto por sus líderes, como por su prensa, bien comida y bien servida a costa del erario público.

Sería chocante, cuanto menos, que ambas partes se sentaran a negociar después de que una de ellas haya recibido un documento, con 21 puntos, en el que se deja claro que los independentistas sólo aspiran a romper con España. En estas condiciones, cualquier propuesta del Gobierno que obligara a la Generalitat a renunciar a una de sus demandas sería elevada a la categoría de afrenta, tanto por sus líderes, como por su prensa, bien comida y bien servida a costa del erario público. Una prensa, por cierto, que pronto podría comenzar a ver como un amigo a El Periódico de Catalunya, ante lo que el Ejecutivo no ha demostrado estar especialmente preocupado. Pero, ya se sabe, los presupuestos son la prioridad. Traducido: mi reino por seguir en el Gobierno.

El relator no es el problema

Cuando una de las partes ha llegado al nivel de infamia del PDeCAT –contra las cuerdas-, hasta el punto de considerar como “ultraderecha” a los mecanismos del Estado de derecho que tratan (y deben) de poner coto a sus desmanes (propuesta 12), es obvio que se requiere algo más que diálogo. Hace falta que la justicia actúe. Pese a esta evidencia, la prensa que recibe diligentemente las ayudas por publicar en catalán no retrata a sus líderes, pues ha optado por sumarse a esta cruzada ideológica para seguir pagando las nóminas al final de mes. Más mal que bien, por cierto. 

Mientras tanto, en TV3 y demás plataformas en las que se desempeñan los falsos equidistantes y expertos en burla selectiva, disparan constantemente hacia una de las partes y quitan hierro a los pecados de la otra. La imagen que se ofrece es que la España de La que se avecina (también habitual broma de Buenafuente), el Real Madrid y Franco -no hay otra- ni es seria ni justa con Cataluña. ¿Diálogo, así?

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