Nuestro conocimiento científico de la realidad es y será siempre limitado. Aunque hemos sido capaces de determinar lo que sucede dentro de un átomo a través de megaexperimentos como los del CERN, algunos de los fenómenos que tienen lugar a nuestro alrededor de manera cotidiana se producen a una escala que aún es demasiado escurridiza para nuestro nivel de conocimiento. Así, por ejemplo, no sabemos exactamente cómo se propaga y se contagia un virus, ni terminamos de saber al cien por cien cómo se forman las nubes, aunque conozcamos bien algunos de los mecanismos íntimos de estos procesos. Y en los dos casos por el mismo motivo: suceden en unas dimensiones espaciales y temporales demasiado estrechas como para que los sorprendamos in fraganti.
La historia de la investigación sobre las nubes se solapa accidentalmente con la de la propagación de los patógenos y se remonta a hace más de dos siglos. Uno de sus momentos más importantes se produjo en 1880, cuando un meteorólogo escocés de 40 años llamado John Aitken se presentó en la Royal Society de Londres con un dispositivo para fabricar nubes artificiales mediante cambios de presión. Ante la sorpresa de sus colegas, Aitken les mostró que las nubes solo aparecían dentro del recipiente si el aire contenía algunas impurezas, mientras que si lo hacía con aire completamente filtrado, las nubes no se formaban.
Aquellas partículas, y otras sustancias que circulan y se forman en el aire y a las que llamamos genéricamente aerosoles, han sido objeto de una investigación incesante que sigue en marcha hoy en día y que tiene implicaciones en aspectos tan importantes de nuestras vidas como el clima, la contaminación o la salud. Estos agentes de diferentes tamaños - desde moléculas a virus y bacterias o granos de polvo sahariano- actúan como núcleos de condensación y pueden viajar cientos de kilómetros o formarse en la propia atmósfera a partir de otros agentes químicos o de la acción del sol. Para hacerse una idea de lo complejo que es su estudio, solo recientemente, mediante complejos experimentos como CLOUD, también en el CERN, se ha podido determinar qué papel juegan los diferentes aerosoles orgánicos a nivel molecular en la producción de nubes a escala global, un asunto que tienen el máximo interés en los modelos sobre calentamiento y el futuro del planeta.
Científicos “intrusos”
Allá por principios de marzo de 2020, cuando estalló la pandemia, una parte de los científicos atmosféricos fijó su atención en los cielos súbitamente limpios de las ciudades ante la ausencia de actividad humana. Me contaron entonces que se les presentaba una oportunidad sin precedentes de poner a prueba sus conocimientos sobre lo que sucede en los cielos con nuestras emisiones. Paralelamente, algunos de aquellos científicos que ya investigaban en la propagación de patógenos por aerosoles, sospechaban que podían hacer una aportación valiosa respecto al coronavirus. Después de los primeros experimentos y algunas evidencias indirectas como los eventos de supercontagio en espacios cerrados, estos especialistas empezaron a hablar entre ellos y contactaron con la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que tuviera en cuenta las nuevas pruebas de que el virus se contagiaba por el aire y no solo la emisión de gotículas de corto alcance.
Desde la OMS la posición siempre ha sido de gran escepticismo y se mantienen en que el contagio de este tipo de virus se produce mayoritariamente a través del contacto por superficies (fómites) y las famosas gotículas. Pero las pruebas en sentido contrario se han ido acumulando y el debate fue ganando notoriedad en los medios de comunicación. A principios de julio grupo de 239 científicos atmosféricos de primera fila firmaron una carta dirigida a la OMS para que escuchara sus argumentos y en la que aseguraban que "más allá de toda duda razonable" los virus se liberan durante la exhalación, el habla y la tos en microgotas lo “suficientemente pequeñas como para permanecer en el aire y plantear un riesgo de exposición a distancias superiores a uno o dos metros de un individuo infectado”. La OMS admitió parcialmente sus argumentos, pero no cambió su posición oficial, al tiempo que reclamaba la prueba de fuego para admitir que se producen estos contactos por aerosoles: capturar virus en el aire a cierta distancia que permanezca activos y capaces de contagiar una célula.
Pruebas del contagio aéreo
No mucho después, a mediados de agosto, una de las primeras pruebas reclamadas por la OMS llegó en forma de un experimento realizado por investigadores de la Universidad de Florida, que fueron capaces de capturar el virus del aire a varios metros de distancia en la habitación de un paciente de hospital y demostrar que conservaba su capacidad infectiva. Aunque falta que se replique el experimento, se trata de un requisito que no se le ha exigido a otras enfermedades para admitir su contagio por aerosoles. “Sabemos que otros virus como el sarampión y la tuberculosis se transmiten por el aire, pero nunca en la historia de la medicina se ha podido coger un virus de sarampión del aire y conseguir que infecte una célula”, subraya el investigador español José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado. “Que se haya conseguido para este virus que es mucho menos infeccioso que el sarampión, es algo espectacular”.
La española Arantza Eiguren es una de las coautoras del trabajo, que se ha basado en la utilización de una máquina que permite salvar la dificultad de conseguir que el virus siga íntegro y activo después de capturarlo, algo que otras técnicas de recogida, por impactación, no conseguían. “Nuestro aparato lo diseñamos un poco para que trabajara como trabajan los pulmones de la gente”, explica Eiguren a Vozpópuli. “Digamos que lo que tú haces es que aspiras el aire que está en la atmósfera, lo metes en un ambiente que está más caliente y con una cierta saturación, donde la humedad relativa es muy alta porque estás en el cuerpo, y lo que pasa es que las partículas crecen; el agua se condensa en al superficie de la partículas y entonces haces que sea más grande”. En otras palabras, para conseguir recuperar una muestra del virus vivo los científicos han reproducido el fenómeno de nucleación que se produce dentro de un pulmón, pero también en la atmósfera. “Es un proceso es condensación de agua en la superficie de las partículas, que es lo que pasa en los pulmones y lo que pasa en las nubes”, reconoce Eiguren.
Un viejo paradigma
Con estos elementos encima de la mesa, la OMS sigue reticente a cambiar de posición y reclama más evidencias. José Luis Jiménez , uno de los científicos firmantes de la carta a la OMS y de los más activos defensores de la teoría de propagación del coronavirus por aerosoles, cree que parte del conservadurismo de las autoridades sanitarias se debe a la sensación de que estos investigadores atmosféricos son “intrusos” en el terreno de la salud. Por otro lado, existe un temor casi irracional a utilizar la palabra “airborne”, el concepto con el que se denomina en inglés a la transmisión aérea, asociado a virus muy contagiosos y a escenarios de pesadilla epidemiológica en las películas. El profesor de la Universidad de Maryland, Donald Milton, cree también que este rechazo al contagio aéreo es un prejuicio histórico que se remonta a 1910, cuando el médico Charles Chapin publicó un manual titulado "The Sources and Modes of Infection", que tendría una influencia enorme en generaciones de facultativos y sanitarios. En aquel momento se trataba de combatir una idea errónea, la de la transmisión de las enfermedades a través de las llamadas “miasmas”, y la transmisión aérea por aerosoles sonaba a la vieja teoría de los vapores pestilentes, de manera que Chapin prefirió ocultarla. Y aunque él mismo admitía que la tuberculosis posiblemente se trasmitía por bacterias aferradas al polvo, prefirió no mencionar los aerosoles, según Milton, porque “aquello podría disuadir a la gente de lavarse las manos y ser higiénicos”.
Uno de las posibles puntos débiles del reciente experimento del contagio con aerosoles es si las cantidades de virus detectadas en el aire a más de dos metros de distancia son suficientes para comenzar una infección, algo que todavía se desconoce. Aún así, parece que la cantidad de exposición al virus - según la abundante casuística de contagios en espacios cerrados - puede ser determinante. “Hemos encontrado un número pequeñito [de virus] por litro, pero ten en cuenta que una persona respira muchos litros”, explica Eiguren. “Si tú estas un minuto sentado a esa distancia igual solo respiras 20 o 30 litros, pero si estás una hora, la carga que acabas respirando es considerablemente más alta. Cuántos litros vas a respirar cuando estás en la oficina con tus compañeros va a depender de cuanto tiempo estés tú trabajando”.
Los defensores de la transmisión por aerosoles defienden que las partículas se comportan como el humo
Por este motivo, los defensores de la transmisión por aerosoles invitan a pensar en las partículas de contagio que emiten las personas como si fuera el humo de un cigarrillo. “Te tienes que imaginar que una persona infectada es como un fumador que ha exhalado ese humo”, explica Jiménez. “Si estás en una habitación cerrada se acumula y si estás fuera y hace viento se va muy deprisa. Para contagiarte hace falta respirar la misma cantidad de humo que si estuvieras hablando cerca de alguien durante 15 minutos. Y si estás en un bar donde todo el mundo está gritando, o estás en un coro, aquello es como si estuvieran fumando 50 cigarrillos a la vez”. Parte de estos investigadores cree que el error de interpretación del contagio va todavía mas lejos y que es el contagio por gotículas el que necesita un mayor nivel de evidencia para ser consistente: incluso los contagios a distancias más cortas estarían mediados por aerosoles, según estos investigadores, puesto que son muchísimo más abundantes también en las proximidades de la persona contagiada.
Humo y ruido mediático
Para los defensores de la teoría tradicional, sobre las gotículas, la argumentación sobre la transmisión aérea no es más que eso, puro “humo”, soportado además por el altavoz que le han prestado a su causa algunos medios como The New York Times. Como respuesta a la carta de los científicos atmosféricos a la OMS, otro grupo de investigadores, más ligados a la clínica, publicaron un duro artículo con contraejemplos y casos en los que el contagio por aerosoles no estaría respaldados por la evidencia. En él acusan a los autores de la primera carta de “sacar conclusiones prematuras” sobre el contagio por aerosoles y de ignorar la evidencia experimental y los aspectos clave de la “vida real”. En su tono un poco más agresivo de la cuenta, a los afrentados clínicos solo les falta acusar a los investigadores atmosféricos de estar un poco “en las nubes”.
Así se construye el conocimiento, saltándose la cuerdecita que delimita la fronteras de lo que sabemos y lo que está aceptado
Lo más interesante es que en los próximos meses, tal vez años, asistiremos a la resolución de este enigma y sabremos quién tenia razón en esta ocasión y hacia dónde nos condujeron los derroteros de la ciencia y su lucha con los fenómenos más resbaladizos. Confieso que me resulta más atractiva la explicación de los “intrusos”, puesto que si se confirmara finalmente que los aerosoles son la vía más frecuente de contagio, estaríamos asistiendo a otra carambola de la historia cargada de ironía, en la que las viejas ideas erróneas tienen un último minuto de gloria. Pasó en cierta manera con los hallazgos en epigenética, que encontraron cierta resistencia inicial por sus connotaciones lamarckianas. De la misma manera, la propagación de la enfermedad a través del aire fue una de las premisas demolidas en los comienzos de la epidemiología, cuando el célebre John Snow demostró que el cólera se propagaba por el agua de las fuentes de Londres y no por las miasmas. Viejos errores que se quedan marcados en el inconsciente científico colectivo con un cartel de “no pasar” y que solo se atreven a revisitar los más osados. Después de todo, así se construye el conocimiento, saltándose de vez en cuando la cuerdecita que delimita la fronteras de lo que sabemos y lo que está aceptado, y siempre a la caza de presas tan escurridizas como las nubes o el coronavirus.