Tengo dicho y repetido que esto es un diario sobre las nuevas costumbres. Pero el espectáculo es tan esperpéntico que lo anega todo. Y no queda otro remedio que abordarlo. Me refiero, claro está, a la política española, que va a terminar definiéndose como ese juego donde se enfrentan la derecha y la izquierda pero donde siempre gana el estratega Iván Redondo. Porque él, asesor plenipotenciario de Pedro Sánchez y antes asesor de José Antonio Monago y Xavier García Albiol, sale ganando con esta España polarizada de las cacerolas en los balcones y las banderas en las calles. Azuzar el miedo a Vox le funcionó a las mil maravillas en las últimas elecciones generales tras la famosa foto de la manifestación de Colón. Ahora, se trata de avivar el fantasma de una revolución partiendo de la imagen de unos cuantos manifestantes en la madrileña calle Núñez de Balboa.
En Núñez de Balboa había cuatro gatos. O cuatrocientos, tanto da. Pero el simbolismo de gente adinerada protestando en el adinerado barrio de Salamanca era un caramelo demasiado jugoso para los medios de comunicación, que, unos por serviles y otros por torpes, han dedicado al particular bastante más tiempo del que la cosa merecía. Era justo lo que necesitaba el Gobierno informativamente hablando. Horas y horas de televisión dedicadas a esa tibia, minúscula, insignificante protesta. Más reporteros que manifestantes. Juntos, no serían ni quinientas personas.
Además, a los manifestantes se les etiqueta y ridiculiza llamándolos cayetanos o borjamaris. ¿No les recuerda a cuando se llamaba perroflautas a todos los que se manifestaban el 15-M? Uno de ellos golpea una señal con un palo de golf. Y así, con esa foto icónica, se agiganta la caricatura. Crece la ficción de que se libra una lucha de clases en las calles. No hay revolución de los chalecos ni nada que se le parezca. Pero los medios no hablan de otra cosa. Arden los grupos de WhatsApp y las tendencias de Twitter en medio de un festival de agravios. El resultado es que cada día saldrá más gente a protestar tanto en ese lugar como en otros barrios de Madrid y en otras ciudades del país. Muchos portan la enseña nacional. Lo que tendría que unir se usa para separar.
Ya está aquí la tensión. El inveterado cainismo. Los viejos odios resucitados. La España de los rojos y los azules de nuevo enfrentada. Banderas. Cacerolas. Escrache en la casa de Galapagar de dos ministros del Gobierno. ¿Qué será lo próximo?
Un menú perfecto para los estrategas. Ya está aquí la tensión. El inveterado cainismo. Los viejos odios resucitados. La España de los rojos y los azules de nuevo enfrentada. Banderas. Cacerolas. Escrache en la casa de Galapagar de dos ministros del Gobierno. ¿Qué será lo próximo? Tal vez cualquier día empiecen las manifestaciones a favor del Ejecutivo como respuesta desde la izquierda. A ritmo de bella ciao o de la Internacional. Y con banderas republicanas, claro. Para que el guiso coja más gusto le añadimos un sofrito de discursos y tuits incendiarios. No acabaremos a sangre y fuego, por supuesto, pero tiene que parecerlo.
Es todo tan ridículo y tan burdo que produce arcadas. ¿Pero alguien se cree de verdad que estamos en una especie de régimen totalitario como el Reino Unido de la película V de Vendetta? ¿En serio esas protestas anecdóticas pueden elevarse a la categoría de rebelión ciudadana en ciernes? ¿No eran bastante más significativas, sin ir más lejos, las caceroladas contra el Ejecutivo que se venían repitiendo en Madrid y otras ciudades desde hace semanas? ¿Han ocupado proporcionalmente el mismo espacio que lo de Núñez de Balboa?
Esa España que consumimos en la tele es, en el fondo, una ficción. Existe, por supuesto, porque esos manifestantes son de carne y hueso, pero no representa ni abarca ni comprende el sentir mayoritario de un país. Lo que está pasando es tan viejo como el mundo. Una estrategia tan simple como obscena. Ahora los politólogos lo llaman "polarizar" pero antes de ellos los periódicos hablaban de "tensionar" y el común de los mortales hablábamos simplemente de "enfrentar". El conflicto siempre vende más y mejor que el consenso.
Existe otra España llena de personas moderadas, tranquilas, más o menos ideologizadas, más o menos afines a un partido u otro, pero incapaces de coger una bandera o una cacerola
Esta España ficticia se alimenta con virulencia desde los medios. Pero existe otra España, por supuesto que existe, llena de personas moderadas, tranquilas, más o menos ideologizadas, más o menos afines a un partido u otro, con múltiples identidades y sentimientos, pero incapaces de coger una bandera o una cacerola en estos días pandémicos. Incapaces. De hecho, sigo pensando que esa es la mayoría de los ciudadanos de este país donde nos ha tocado vivir. Somos, no lo olviden, 47 millones de personas.
A esa España, a la tranquila, esa que aplaudía de forma transversal y que respeta el confinamiento, le preocupa que se amplíe el plazo para pasar la ITV al coche, que no suba el paro, que vuelva la lotería, que haya mascarillas de calidad o que en Netflix se estrene una serie. Pero sobre todo, lógicamente, le preocupa que se acabe la pandemia y deje de morir gente. Esa mayoría tiene sus opiniones, solo faltaría, pero ahora mismo está a lo que tiene que estar. Esa es la España que no vende en el telediario. Los clicks, la audiencia y los votos son para quienes polarizan, tensionan o enfrentan. Ellos, los Redondos de turno, disfrutan al comprobar que en las redes sociales triunfa ese enfrentamiento que buscan. Prefieren las cacerolas porque no les sirven los aplausos.
Sólo podía pensar en esto durante este sexagésimo cuarto día de reclusión. Hasta que me enteré de que el Gobierno se volvía a rectificar a sí mismo y finalmente, como era de esperar y desear, permitirá las rebajas a partir del lunes incluso en los lugares de fase cero. Eso sí que es importante.