Santiago Abascal apenas aparece en los medios. De cuando en cuando desborda un teatro, atesta un salón de actos o inunda un palacio de Congresos. Sin aspavientos ni apenas trompetería. Raramente concede entrevistas, ni incurre en canutazos, ni comparece en los platós. Va a su bola, por libre. No rebusca publicidad ni se afana en la propaganda. Todo se lo dan hecho. Gratis total. La marca Vox se crea sola.
Ahora cuando los Goya, Abascal estaba con su gente en Toledo. Naturalmente, no le habían invitado a la gala, pese a ser en la capital andaluza, donde su partido cuenta con una docena de escaños. Nunca pensó en acudir. No termina de entenderse con lo que él llama, sutilmente, ‘la mafia del cine español’. Como diría Macedonio, en ciertos ambientes, “su ausencia es muy solicitada”.
Sugirió, eso sí, lo de hacer una película sobre Blas de Lezo. Una reflexión sensata que algunos tomaron por aviesa provocación. Y saltaron. “Oh, no me da la puta gana de hacer una película sobre un conquistador demediado”, apuntó un Cobeaga, ignoto guionista que se dio enfáticamente por aludido. Quizás Abascal ni siquiera tenía constancia de la existencia de este aspirante a Dalton Trumbo con alopecia.
Como Pedro Sánchez cuando le declaró la guerra al aparato, Abascal no concede entrevistas, no hace declaraciones, tan sólo comparece ante los suyos
Entonces empezó todo. Abducidos por un enigmático hechizo, los allí presentes dieron unánimemente en hablar de Vox, en arremeter contra Vox, en ciscarse en Vox. Pedro Almódovar, por ejemplo, desde su humildad manchega, su honestidad socialista con sociedad en Panamá, le negó ampulosamente la existencia a ese partido ‘de tres letras’ al que no osó mencionar. Quizás un homenaje a Rajoy y su famoso latiguillo de “esa persona de la que me habla”. Así discurrió la noche. De Vox en Vox. Partido "machista", “alimentado de odio", "homófobos repugnantes"… Menos coprófagos, les llamaron de todo. Isabel Coixet: "¿Pero esos querían venir?". Ernesto Sevilla: "Yo los echo de menos". Sorogoyen: "Hay que invitar a todo el mundo". Hasta acudieron Casado, Teo y Bonilla, con sus relucientes esposas.
Ante tanto lío, Abascal emitió un prudente comentario: “No vamos a ir a los Goya. Seguiremos viendo las películas de Clint Eastwood”. Y no dijo más. Ni movió una ceja. O sea, al estilo de la casa: “Venga, va, alégrame el día”. Y se lo alegraron. Vox fue la estrella ausente de un provinciano ceremonial.
Sánchez, cuando le declaró la guerra al aparato y se dedicó a recorrer España a bordo de un utilitario para recuperar Ferraz, apostó a similar estrategia
Pedro Sánchez, en su día, cuando le declaró la guerra al aparato y se dedicó a recorrer España a bordo de un utilitario para recuperar Ferraz, apostó a similar estrategia. Durante semanas, ni entrevistas ni declaraciones. Tan sólo comparecencias ante los suyos. Alimentaba el astutamente el silencio. Lo consiguió. Pablo Iglesias también ha jugado al escondite mediático , aunque por otras causas. El líder de Podemos atraviesa meses de bajón anímico y de declinar político.
A Vox le funciona de perlas. No tiene líderes conocidos, ni dirigentes de renombre, ni siquiera ha desginado aún a sus candidatos. Nadie sabe cómo se llama su hombre en Andalucía, el de los doce escaños. Ni quién será su cabeza de cartel en Madrid. Quizás Monasterio. Lanza un tuit cada noche para comentar los episodios de la jornada. A Rivera: “Ya aburres, petit Macron”. A Feijóo: “Es un nacionalista gallego y progre”. Y así va soltando pildoritas, en pausadas entregas, con la acidez suficiente para escocer lo justo y tocar donde duele.
Y no hace más. Una estrategia minimalista que, a tenor de la demoscopia, funciona como un tiro. Siempre hay alguien dispuesto a alegrarle el día.