Una nunca sabe cómo va a reaccionar al dolor. A un episodio trágico. A una muerte cercana. Esperada o inesperada. Anunciada o silenciosa. Pienso esto camino a casa después del trabajo, mientras agarro el volante y una brisa fresca se cuela por la ventanilla del coche. Sabe a otoño, a comienzos de septiembre. Pienso esto mientras escucho en la radio a un padre roto luchando con un arma que no es de acero, su voz: “Cuando se te muere un hijo, lo normal es que te vayas a tu casa a llorar. Nosotros -mi mujer y yo- hemos gritado, queremos luchar, cada uno es como es”. Porque, insisto, uno nunca sabe cómo va a afrontar el instante más complicado de su existencia.
El de José Manuel López tuvo lugar el 19 de mayo de 2021 cuando su única hija, Kira, de apenas 15 años, se suicidó. Sui-ci-dó. Con todas las letras. “La noche anterior me abrazó y me dijo que me quería mucho y que era el mejor papi del mundo. Esa fue su forma de despedirse. Ahora lo sé”. Un mazazo para toda la familia del que este hombre habla con entereza para ayudar a otros que, como él, están sufriendo lo mismo por culpa del acoso escolar. “El acoso es muchas veces -dice- sutil y silencioso, y muchos chicos se acaban matando (…) sólo un padre que lo ha vivido con su hijo entiende el problema”.
“La tristeza, la depresión, el horror de perder a tu hija se transforma en rabia”. Una rabia que le ha llevado a pelear duro
En cuanto llego a casa busco información sobre José Manuel y rápidamente tropiezo con su cuenta de Twitter en la que sólo hay una causa: defender el honor de Kira aun sin tenerla. Encuentro, también, fotografías de ella y algún que otro video de cuando su vida transcurría juntos. Me detengo en una de esas grabaciones. La joven luce leggins, ropa cómoda de andar por casa, y pega unos saltos en el salón al ritmo de la música que terminan en los brazos de su padre. Él, sonriente, se aferra a ella cual imán y le dedica un “te quiero” y un beso de esos que suenan como una radio cuando hay interferencias. Después, la chica, teléfono en mano, se da media vuelta y le pide a su madre que deje de grabar. Es ahí cuando José Manuel pronuncia una frase que parece adivinar lo que vendría después: “No, estos videos son buenos, que luego los tenemos”. Cuántas veces -pienso- habrá vuelto a la galería de su teléfono en busca de secuencias como ésta.
“La tristeza, la depresión, el horror de perder a tu hija se transforma en rabia”. Una rabia que le ha llevado a pelear duro. Él mismo se define en sus redes como “activista a la fuerza contra el bullying, el maltrato infantil y el suicidio”. Lleva meses recogiendo firmas para que exista una ley que “tipifique todos los tipos de acoso posibles, todas las cosas que pueden hacer que un niño se sienta mal y le lleven a lo que le pasó a mi hija”. Ha recogido ya más de 150.000 y su intención es presentárselas a la ministra de Educación. “No pararé -asegura- hasta conseguir que cambiar a la víctima de centro no sea la única solución”.
Más de 11.000 casos
Más de 15 años han pasado desde que se publicó, en nuestro país, un informe de referencia sobre este asunto: el informe Cisneros X. Ya entonces, la exposición a conductas de acoso de un modo frecuente afectaba al 23,4% de la población escolarizada. Era 2006. Un porcentaje que no ha hecho más que aumentar. Según la ONG Bullying Sin Fronteras, en 2021, se denunciaron en España 11.229 casos.
Mientras escribo esto, echo el tiempo atrás y recuerdo a una chica de mi clase en primero de bachillerato. La estoy viendo ahora con aquellas paletas que sobresalían de sus labios, las gafas atadas a una cuerda que colgaba de su pecho, su tez morena y su melena lisa. Estaba siempre sola en una época en la que todos debemos sentirnos acompañados. Le golpeaban la silla. Le lanzaban encima su propio estuche lleno de bolígrafos. Había unos cuantos gallitos que se metían con ella día sí y día también. Nunca nadie hizo, hicimos nada. Y siento pena y arrepentimiento por no haber sabido actuar.
Estos días, hay un texto dirigido a los padres que se ha hecho viral. Aprovechando que empieza el curso escolar, recomienda cinco minutos de conversación con los hijos para hacerles comprender que “ser muy alto, bajito, gordito, flaquito, negrito o blanquito, no es motivo de burla (…) que una mochila usada o rota, carga los mismos sueños que una de carrito o de algún personaje (…) que a la escuela se va a aprender. No a competir. No a criticar. No a humillar”.
Puede parecer obvio, pero estas líneas han sacudido corazones tanto en redes como en grupos de WhatsApp. Por algo será. Porque quizá, aún hoy, recordar esto, es más necesario que nunca.