Tras la enésima masacre en una escuela en Estados Unidos, el debate sobre la segunda enmienda ha vuelto a las primeras páginas. No es que estuviera realmente ausente; con una matanza atroz cada semana, simplemente es algo de lo que se habla, sin cesar, aunque las discusiones nunca lleguen a ninguna parte.
Ya lo adelanto, porque no habrá sorpresas: no habrá más regulación sobre armas de fuego en Estados Unidos, porque los demócratas, primero, no tienen votos suficientes en el Senado, y segundo, porque muchos americanos no quieren cambiar casi nada relevante de esa legislación y tienen una minoría de bloqueo para impedirlo. Es así de triste y así de trágico.
El debate sobre la posesión de armas en Estados Unidos, sin embargo, es interesante porque tiene una serie de paralelismos fascinantes con otros temas de los que se está hablando en España, y que siguen una lógica parecida. Los rifles, revólveres y pistolas forman parte de una serie de bienes y servicios que si bien no son peligrosos ni generan efectos nocivos en la inmensa mayoría de los casos, son absolutamente atroces para un porcentaje pequeño de sus usuarios y aquellos que les rodean.
Hablemos, por ejemplo, del consumo de alcohol. Sabemos desde hace tiempo que el alcohol es esencialmente un veneno. También sabemos que, consumido de forma responsable, es uno de esos grandes, maravillosos placeres de la experiencia humana. Durante milenios, nuestra civilización ha creado cientos de formas distintas de consumirlo y toda una cultura para disfrutar de cada uno de ellos.
Esta minoría de bebedores compulsivos cometen una proporción altísima de delitos en nuestra sociedad, provocan un número colosal de accidentes de tráfico y son mucho más propensos a la violencia doméstica
Las bebidas alcohólicas, aunque tóxicas, son casi inofensivas para la inmensa mayoría de la población, especialmente en sitios como España, donde hay una tradición arraigada de “beber bien”. También sabemos que, por desgracia, para un porcentaje pequeño pero no insignificante de consumidores el alcohol se convierte en una adicción destructiva, peligrosa, e incapacitante. Esta minoría de bebedores compulsivos cometen una proporción altísima de delitos en nuestra sociedad, provocan un número colosal de accidentes de tráfico y son mucho más propensos a la violencia doméstica.
España (y todo occidente), es perfectamente consciente de la existencia de este problema. Nuestra respuesta es regular el consumo de alcohol, sea legalmente (impuestos, requisitos de edad, restricciones sobre venta y consumo), sea socialmente (la infinidad de rituales y costumbres sociales que moderan su consumo) para minimizar estos impactos negativos, pero sin prohibir las bebidas alcohólicas directamente.
En nuestro caso, este pacto social funciona sorprendentemente bien. España es un país donde se bebe mucho, pero donde las tasas de alcoholismo están entre las más bajas de Europa. En Estados Unidos, donde vivo, el consumo de alcohol per cápita es bastante más bajo pero la tasa de alcoholismo es casi seis veces más alta, así que algo estaremos haciendo bien.
Tenemos una sólida desconfianza ante todo lo que sea intervenciones del estado, pero también conservamos un grado de solidaridad colectiva considerable
Esta decisión entre libertad y control se extiende a muchos otros sectores. El consumo de tabaco es un ejemplo claro, igual que la marihuana, cocaína y otras drogas. También lo vemos en cosas que no son productos físicos, como prostitución, loterías, apuestas, y juegos de azar. Cada uno de estos sectores es evaluado en base a una mezcla de tradiciones cultures, efectos sobre la salud, prejuicios y decisiones políticas, y cada país llega a un marco institucional más o menos efectivo y vive con las consecuencias.
Curiosamente, España suele ser bastante hábil decidiendo sobre estos temas, aunque sea de forma accidental. Tenemos una sólida desconfianza ante todo lo que sea intervenciones del estado, pero también conservamos un grado de solidaridad colectiva considerable. No acertamos en todo, pero no hacemos nada excesivamente mal.
Las armas de fuego en Estados Unidos, por el contrario, es un ejemplo donde este proceso de toma de decisiones ha llegado a una conclusión espantosamente disfuncional. Esta decisión es reciente; la regulación sobre armas de fuego es mucho menor hoy que hace veinte o treinta años. El derecho individual a tener armas sólo fue reconocido judicialmente el 2008; hasta entonces, la constitución no había sido interpretada de este modo.
Delitos de sangre
Las armas tienen beneficios para sus usuarios que son entre escasos y nulos en casi todos los casos. Son muy divertidas de usar (si no habéis disparado una pistola o un rifle alguna vez, deberíais), puedes ir a cazar con ellas, y en situaciones muy, muy, muy excepcionales pueden servir para autodefensa. Por desgracia, hacen también que cometer delitos de sangre sea muchísimo más fácil, tienen un impacto dramático en la tasa de suicidios, y son utilizadas con frecuencia por tarados y enfermos mentales para cometer matanzas.
En el resto del mundo civilizado, la conclusión ha sido unánime que los beneficios sociales de armar a la población son muchísimo menores que los de regular la posesión de rifles, pistolas y escopetas de forma estricta. En Estados Unidos, el sistema político y judicial ha acabado por crear un sistema demente donde comprar una ametralladora es más sencillo, en muchos estados, que comprar una cerveza.
Las consecuencias de este cambio, por desgracia, son conocidas.
S.Johnson
Crecimos viendo películas del oeste donde todo se resolvía a tiros. El Colt 45 no era un arma, era un icono. Y el cine negro, y el de gánsteres... incluso en algunas comedias había algún tiro que otro... Una cultura.