Opinión

Amnistía: no en nuestro nombre

Se cumplen seis años de la histórica manifestación del 8 de octubre de 2017 convocada por

  • Oriol Junqueras y Carles Puigdemont. -

Se cumplen seis años de la histórica manifestación del 8 de octubre de 2017 convocada por Sociedad Civil Catalana en Barcelona, el día que muchos nacionalistas descubrieron que sus vecinos existían e, incluso, que también tenían opinión y hasta sentimientos. Fue para muchos catalanes su primera manifestación. La primera vez que se echaban a la calle para defender una causa cívica y expresar su preocupación por la situación política y social que se respiraba en Cataluña en otoño de 2017, de infausto recuerdo.

La tensión había alcanzado el paroxismo apenas una semana antes, en uno de los días más convulsos y tristes de la historia reciente de Cataluña, el primero de octubre de 2017. Aquel día mi mujer, consciente de la tensión social del momento, me había pedido que no saliera a la calle, pero yo me empeñé en acercarme a la tienda de Los Italianos de al lado de casa, siempre concurrida. Craso error. Allí, varias personas, visiblemente alteradas, me increparon y me dijeron que por culpa de gente como yo -cuyo único pecado era, hasta entonces, participar como exigua cuota constitucionalista en tertulias de radio y televisión- agentes de policía estaban pegando en ese preciso instante a ciudadanos pacíficos que solo querían votar.

Traté de hablar con ellas y explicarles que no puede ser pacífica la masa que incumple la ley para imponer lo que quiere y que todo aquello era consecuencia de la irresponsabilidad del gobierno de la Generalitat cuyos dirigentes habían llamado -a pesar de las advertencias expresas de los mandos policiales de los Mossos d’Esquadra- a la ciudadanía a participar en un referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. Puigdemont desoyó los avisos de los Mossos, sabedor de que en un Estado democrático de Derecho la policía tiene la obligación de hacer cumplir los mandatos judiciales, y llamó a sus seguidores a ocupar los colegios la noche anterior para impedir por la fuerza, y utilizando deliberadamente a niños y ancianos como auténticos escudos humanos, la actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil como policía judicial. Mis esfuerzos pedagógicos para explicar a mis detractores el funcionamiento de cualquier Estado de Derecho digno de tal nombre fueron en balde y volví a casa cariacontecido. Aquella tarde mi mujer -a punto de salir de cuentas de su tercer embarazo- y yo nos planteamos por primera vez dejar nuestra tierra y trasladarnos a Madrid o incluso a Málaga para criar allí a nuestros tres hijos. Cataluña, nuestra tierra, se había convertido en un lugar ciertamente inhóspito para nosotros y para otros muchos catalanes, hartos de la deriva totalitaria del Gobierno de nuestra Comunidad y del clima de hispanofobia impulsado desde la Generalitat.

Mientras los responsables del desastre seguían hablando de revolución de las sonrisas y otros eslóganes preñados de cinismo, el 2 de octubre de 2017 yo veía desde la ventana de mi casa una auténtica batalla campal

Mientras Puigdemont, Junqueras y compañía negaban la división y la crispación social que ellos mismos habían provocado, grupos de separatistas radicalizados sembraban el caos en las calles de Barcelona quemando contenedores y mobiliario urbano, cortando el tráfico por doquier e intentando paralizar la economía catalana siguiendo la teratológica llamada explícita al autoboicot del entonces vicepresidente económico de la Generalitat, Oriol Junqueras. Mientras los responsables del desastre seguían hablando de revolución de las sonrisas y otros eslóganes preñados de cinismo, el 2 de octubre de 2017 yo veía desde la ventana de mi casa una auténtica batalla campal en la esquina de la calle Amigó con Mariano Cubí entre jóvenes partidarios y contrarios a la secesión de Cataluña. Digan lo que digan los negacionistas y blanqueadores a conveniencia del separatismo, aquellos días de 2017 Cataluña estuvo al borde del conflicto civil.

Todo ello, desde la modesta óptica de un ciudadano comprometido y significado públicamente con el orden constitucional, por no hablar del infierno que sufrieron aquellos días en Cataluña políticos constitucionalistas como Inés Arrimadas o representantes del Estado como Enric Millo, a la sazón delegado del Gobierno en Cataluña. Millo, político juicioso y respetuoso a carta cabal, tuvo que abandonar su tierra acosado por la vesania alimentada por el separatismo.

Ayer precisamente pensaba en el bueno de Enric, escuchando a la vicepresidenta del Gobierno de España, Yolanda Díaz, justificar su viaje a Bruselas para reunirse con Puigdemont y preparar su amnistía en la idea de que “es importante empatizar con las personas que están fuera de nuestro país o han sufrido cárcel”. Dice Díaz que los padres del colegio de su hija le agradecen su viaje a Bruselas, como si la fuga de Puigdemont fuera equiparable, por ejemplo, al exilio de Tarradellas. Vete a saber. Para Puigdemont, toda la empatía y la comprensión del mundo; para Millo y el resto de los catalanes constitucionalistas que sufrimos sus desmanes, por el contrario, ostracismo y desprecio.

La indecencia de dejar en la estacada a jueces, fiscales y policías que defendieron nuestros derechos y libertades frente a unos gobernantes irresponsables y cerriles

La distorsión de la realidad que exige el empeño gubernamental de conceder la amnistía a Puigdemont y compañía convierte en una novela hiperrealista las fantasías escapistas de los multimillonarios tecnológicos (o no) que tanto preocupan a la vicepresidenta.

Es contra esa indecencia de quienes, por pura conveniencia política, reclaman empatía y generosidad para con Puigdemont contra lo que muchos catalanes y otros españoles nos manifestaremos mañana de la mano de Sociedad Civil Catalana en Barcelona. La indecencia de reclamar empatía para con quien nos llama colonos y fascistas y amenaza con volver a intentar liquidar nuestros derechos y libertades. La indecencia de dejar en la estacada a jueces, fiscales y policías que defendieron nuestros derechos y libertades frente a unos gobernantes irresponsables y cerriles. La indecencia de pisotear nuestro Estado de Derecho y la dignidad de nuestra democracia. La indecencia de presentar a las víctimas como verdugos. Y la indecencia, en suma, de desplegar sobre las espaldas de la Cataluña constitucionalista la alfombra roja para que Puigdemont pueda volver a pisotear nuestra libertad y la igualdad de todos los españoles. No en nuestro nombre.

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