Análisis

Investidura, tal vez; gobernar, imposible

   

  • Albert Rivera, líder de Ciudadanos

Este miércoles fue Albert Rivera quien tuvo ocasión de escuchar de voz de Mariano Rajoy la invitación a sacrificarse en el altar del sentido de Estado. Un cáliz que Mariano, después de salvar los muebles el pasado 26 de junio, traslada ahora a sus adversarios. Rajoy necesitaba no ya que Rivera renunciar al veto a su persona, sino que comprometiera de manera permanente sus 32 diputados. Para ello, el PP le ofrecía entrar en el Gobierno, entregando a Ciudadanos algún que otro ministerio, aunque fuera el de Marina. Sin embargo, fue imposible conseguir el necesario compromiso. Eso sí, ya no hay veto a Mariano, por más que Villegas se empeñara pocas horas antes. Un pequeño paso para la España política pero un gran paso para un tablero de juego tan lleno de líneas rojas que no hay quien mueva pieza.

Rivera no tiene salida

Curiosamente, eliminar de la ecuación el veto a Rajoy no ha servido para que PP y Ciudadanos firmen un armisticio. Muy al contrario, la inquina sigue muy viva. "¿Quiénes se han creído que son para perdonarnos la vida?", es el sentimiento enconado de un PP con la piel finísima, incapaz de comprender que, por ahora, hasta ahí podía agacharse Rivera sin que se le vieran las vergüenzas. Y es que una cosa es salvar España y otra muy distinta inmolarse a botepronto.

Rivera no tiene escapatoria. Pudo haberla tenido de haber hecho lo que tocaba cuando debía, en las elecciones del 20-D. Después, por completo desfondado, ha optado por un perfil tan bajo, tan insulso, tan políticamente correcto y anodino, que el mejor servicio que podría prestar a los españoles es dejar de buscar una salida que no existe y entrar de cabeza en un futurible gobierno. Reformar, reformar y reformar o, al menos, intentarlo. En resumen, para Rivera y los suyos, cualquier salvación que no provenga de donde nace el peligro será una desventura.

Investidura y nada más

Después le ha tocado el turno a Pedro Sánchez. Pero no hubo sorpresa, no podía haberla. Fiel al guion, Sánchez se ha mostrado inasequible. Sin embargo, su "no a día de hoy” adelanta cambios futuros. Llegado el momento, seguirá la estela de Ciudadanos; es decir, el PSOE no votará en contra de la investidura de Rajoy sino que se abstendrá… eso o, a un número significativo de sus diputados, la votación les pillará en el excusado. Lo de menos es la fórmula.

Pero hasta ahí van a llegar las alegrías, porque todo indica que las elecciones del 26-J no servirán para que haya un Gobierno, ni estable ni peripatético. Para tal logro serán necesarias la terceras, con suerte allá para noviembre. La progresión es peor que precaria. Así, si las del 20-D no alcanzaron para la investidura, las del 26-J nos darán un Presidente pero jamás un Gobierno; habrá pues que volver a las urnas para tener algo parecido con una mínima esperanza de vida. Y para entonces es posible que la sede de la soberanía nacional no se localice en la Carrera de San Jerónimo sino un poco más lejos, concretamente en Bruselas.

Lamentable

Incapaces de marcar el rumbo, siempre mirando por el retrovisor, siempre a golpe de sondeo, nuestros políticos, tan preocupados por sí mismos, han demostrado una incapacidad insuperable para aventurarse por un terreno que les es completamente desconocido: el de la política con mayúsculas. Pero cuidado, porque quienes le vigilan no son los desdichados españoles, ni siquiera los señores del IBEX, sino los impredecibles mercados y, también, los escaldados burócratas de la Unión Europea. No olviden que España en ningún momento ha dejado de ser una bomba de relojería, con una deuda pública y privada disparatada, que necesita hoy tanto como ayer de hábiles artificieros. Dicho de otra manera, por si aún hay quien no se ha enterado, en el horno hace tiempo que no cabe un bollo, mucho menos el pastelón de otras elecciones. Europa ya no es el cortafuegos de hace cuatro años. De hecho, el desastre del Brexit no está ahí para que, si acaso, Rajoy, Sánchez y Rivera escarmienten en cabeza ajena, sino para que, aprovechando que el Támesis para por Londres, alguien decida hacer un escarmiento con la nuestra.

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