El economista Alejandro Hidalgo publicó hace un par de días un artículo en estas páginas donde argumentaba que las administraciones públicas españolas sí habían aplicado profundas políticas de austeridad durante la crisis. En contra de lo que sostienen algunos “negacionistas” —entre los que me incluyo—, los recortes han existido y han sido notables, hasta el punto de equivaler a casi el 18% del gasto total. ¿Cómo es posible, entonces, que esos negacionistas falseen la realidad? Según el profesor Hidalgo, por tres torpes trampas: la primera, ampliar absurdamente el período de comparación; la segunda, incluir dentro del gasto público partidas que no deberían computar como tales; tercero, efectuar las comparaciones de gasto sin descontar la inflación.
Analicemos con más detalle cada una de estas presuntas trampas.
El propio profesor Hidalgo está admitiendo que, en el período que muchos afirmamos que no ha habido austeridad, no la ha habido
1. ¿Qué período deberíamos considerar?
Cuando afirmamos que no ha habido recortes en el gasto público, ¿qué período de tiempo deberíamos tomar en consideración? Según el profesor Hidalgo, “comparar el gasto público de 2015 con el de 2000 no tiene sentido cuando se discute sobre austeridad, ya que en este período a tan largo plazo es evidente, y está fuera de dudas, que nuestras AAPP han estado inmersas, no en un proceso de austeridad, sino de expansión del gasto”. Acaso podríamos añadir a esta frase un “quod erat demostrandum” y concluir este artículo-réplica: al cabo, el propio profesor Hidalgo está admitiendo que, en el período que muchos afirmamos que no ha habido austeridad, no la ha habido. Por tanto, aquí no existen discrepancias entre nosotros.
Sucede, sin embargo, que a su entender ese período no es el correcto: no hay que escoger el período 2000-2015, sino el período 2007-2015 (desde el pico de la burbuja hasta la actualidad) o el período 2010-2015 (desde el pico del gasto a la actualidad). En esta sede, uno podría acusar al profesor Hidalgo de lo mismo que nos acusa a otros: de escoger el período de análisis a conveniencia para demostrar que sí ha habido austeridad. Algo así como lo que hace Montoro con los impuestos: “subo los tributos 100, luego los bajo 10, y así ya puedo afirmar que los he reducido”.
¿Qué podemos hacer para resolver esta discrepancia de fondo? Pues analizar todo el período y tratar de entender lo que ha sucedido durante todo este tiempo. En el siguiente gráfico representamos la evolución del gasto público por habitante desde el año 2000, descontando tanto la inflación como el gasto en intereses de la deuda pública. Atendiendo al gráfico, es fácil comprender por qué centrar la atención únicamente en el período 2007-2015 o 2010-2015 es narrar una historia muy parcial y sesgada de lo acaecido en nuestro país: porque sí, en el período 2007-2015 el gasto real por habitante se reduce un 6% y el período 2009-2015 casi un 16%. Pero es que en el período 2000-2009…. crece más de un 50%.
Fuente: Cálculos propios a partir de Eurostat
Es cierto que el profesor Hidalgo reconoce que “entre 2000 y 2007 el gasto público creciera a ritmos importantes no lo puede negar nadie. Como tampoco que lo hizo en 2015. Quien les escribe explica en clase que uno de los grandes cambios estructurales de la economía española desde los años 80 es el importante incremento del gasto público, aunque éste esté aún en niveles inferiores a los estándares europeos”. Pero lo llamativo no es tanto que el gasto público haya crecido desde el año 2000, sino que se haya incrementado a tasas mucho mayores que las del resto de Europa.
En parte, uno podría tratar de explicar este fenómeno como un proceso de catch-up del gasto público de España frente a Europa, pero es un catch-up que casualmente tiene lugar en medio de la mayor burbuja de endeudamiento privado de nuestra historia que, a su vez, contribuyó a disparar artificialmente los ingresos públicos. O dicho de otra manera: se trata de un aumento del gasto público que no fue acompañado de un cambio estructural en la fiscalidad de las familias españolas que permitiera financiarlo sosteniblemente, sino que se optó por sufragarlo merced al burbujón transitorio de la recaudación (si uno hubiese querido convergir con Europa, debería haberse hecho en ingresos y en gastos, no sólo en gastos gracias a la cresta coyuntural de ingresos). Tan es así que la fiscalidad ha tenido que incrementarse estructuralmente a posteriori y que, incluso después de los presuntamente “gigantescos” recortes aprobados durante la fase recesiva, el gasto público se incrementa en España a lo largo del ciclo económico a la misma tasa… ¡que en Finlandia! ¿Somos austeros por acrecentar los desembolsos estatales al mismo ritmo que uno de los países más socialdemócratas de Europa?
Lo que ha sucedido en el ciclo económico 2000-2015 es que el sector público creció sobremanera en la fase expansiva y se redujo en mucha menor medida durante la fase contractiva
En suma, lo que ha sucedido en el ciclo económico 2000-2015 es que el sector público creció sobremanera en la fase expansiva (2000-2007) y se redujo en mucha menor medida durante la fase contractiva (2007-2015): no en vano, en 2015 el gasto real por habitante se hallaba en el mismo nivel que en 2006 (un año antes de que pinchara la burbuja de crecimiento y de ingresos públicos). A lo largo del ciclo (2000-2015) no ha habido austeridad en absoluto, sino una muy notable expansión del Estado; desde 2007, la austeridad ha sido muy moderada (un 6%); y con respecto a nuestro máximo histórico de gasto, algo mayor (16%).
2. ¿Qué gastos deberíamos incluir?
El siguiente argumento del profesor Hidalgo es que “no todo lo que se incluye en el presupuesto público es gasto público (…) Por ejemplo, las pensiones incluidas en el presupuesto no es gasto público, pues estas corresponden a redistribución secundaria de renta”. No conozco ninguna clasificación del gasto público que no incluya las pensiones públicas (u otras distribuciones secundarias de renta, como la prestación de desempleo o las becas) dentro del gasto público. Por ejemplo, en su clasificación funcional del gasto público, Eurostat incluye buena parte de esas distribuciones secundarias de renta en su apartado décimo (protección social).
Entiendo, en línea con lo que comenta más adelante, que el profesor Hidalgo quiere centrarse en analizar la categoría de “consumo público + inversión pública”, que para mayor claridad bien podríamos denominar “producción pública” y “producción privada sufragada y distribuida por el Estado”. Y, desde luego, puede ser pertinente analizar de manera separada cómo se ha comportado el consumo y la inversión pública durante la crisis, pero no le veo ningún sentido a hacerlo de manera exclusiva y excluyente. Si se han defendido las políticas de austeridad durante la crisis ha sido para sanear la situación presupuestaria de las Administraciones Públicas, esto es, para reducir el déficit: y el déficit es la diferencia entre ingresos públicos y gastos públicos (no sólo consumo e inversión pública). De ahí que sea del todo pertinente, y necesario, analizar la evolución de la totalidad de los desembolsos estatales (por mucho que también podamos estudiar por separado el comportamiento del consumo y la inversión pública).
Nótese que contabilizar únicamente como gasto público el consumo y la inversión pública supone una omisión importantísima: el propio profesor Hidalgo constata que el consumo+inversión pública en 2015 fue de 249.000 millones de euros, mientras que la totalidad del gasto público ascendió a 468.000 millones: es decir, ¡nos estaríamos dejando fuera casi la mitad de todo el presupuesto estatal! Ahí es nada (sobre todo si, como ahora veremos, esa segunda mitad omitida es la que casualmente se incrementa durante los años de crisis).
Uno podría entender que se abogara por medir únicamente los gastos de carácter más estructural, para así no contabilizar como déficit estructural lo que es sólo déficit cíclico (por eso, por ejemplo, sí puede tener sentido excluir el gasto en prestaciones de desempleo). Pero sucede que no toda transferencia de renta es gasto cíclico: las pensiones —la principal partida de distribución secundaria de renta— son un gasto estructural y no cabe excluirlas de un análisis sobre la sostenibilidad del gasto público. Entonces, ¿cuál puede ser el motivo de incluir únicamente el consumo+inversión pública dentro de la categoría de gasto público? Dado que el propósito deliberado del artículo del profesor Hidalgo es el de demostrar que sí ha producido una intensa austeridad estatal, uno tiende ha sospechar que ha sido víctima del sesgo de confirmación: a saber, seleccionar los datos de tal manera que encajen con mis convicciones preestablecidas.
No en vano, el recorte del gasto público total (en términos reales y excluyendo los intereses de la deuda) entre 2007 y 2015 apenas alcanza el 4,3%: una absoluta insignificancia (el propio profesor Hidalgo califica un recorte de, 5,7% durante cuatro años de “nada excepcional”… ¡pues imaginemos un recorte del 4,3% en ocho años!). Entre el máximo de 2009 y 2015, el ajuste en términos reales es algo mayor —del 15,7%— pero aun así no parece justificar la afirmación de que se ha producido una gigantesca e insoportable austeridad (el gasto cae desde el pico máximo, como es lógico incluso en términos contracíclicos). En cambio, si en lugar de medir los recortes en términos de gasto público, lo hacemos en términos de consumo+inversión pública (tomamos como proxy de consumo+inversión pública a: la remuneración de los asalariados, los consumos intermedios, la inversión pública y las transferencias sociales en especie), la contracción es mucho mayor: un 16,5% entre 2007-2015 y un 24,3% entre 2009-2015. ¿Qué datos son más interesantes para quien quiere probar la austeridad? ¿La totalidad del gasto o únicamente el consumo+inversión pública?
Como digo, reducir la austeridad a la evolución del consumo+inversión pública no es correcto: como mucho, podrá afirmarse que se ha contraído notablemente el consumo+inversión pública para evitar recortar otras partidas del gasto público (las transferencias de rentas). Pero ahí solo asistimos a una redistribución interna del gasto público, no a un recorte significativo en su importe global. Nuevamente, este análisis podrá ser interesante para entender determinadas dinámicas sociales (que unos grupos sociales protesten por los recortes y otros, como los pensionistas, apenas se hayan sublevado e incluso hayan apoyado mayoritariamente al PP), pero no para analizar el devenir de la situación presupuestaria del Estado.
Sin embargo, dado que ya entramos en el análisis de los recortes en el consumo y en la inversión pública, quizá sea interesante desarrollarlo un poco más. Sobre todo para no trasladar la idea de que esos recortes se han concentrado sobremanera en el consumo público: esto es, en la provisión de servicios públicos por parte del Estado. Así, a euros constantes de 2015, los recortes 2007-2015 en el consumo+inversión pública ascendieron a 46.800 millones de euros (en paralelo, el resto de gastos que no son consumo+inversión pública crecieron en 41.000 millones), de los cuales el 83% afectaron a la inversión pública; por su parte, los recortes 2009-2015 ascendieron a 75.700 millones de euros, de los cuales más del 56% correspondieron a inversión pública. O dicho de otro modo, el recorte del gasto en personal 2007-2015 apenas alcanzó el 1,8% (y el de prestaciones en especie, el 2,7%), mientras que la inversión pública se desplomó un 54,8%. Dado que uno se centra en extractar la evolución del consumo+inversión pública, no habría estado de más desgranar qué componentes de ese agregado son los que verdaderamente se reducen y cuáles apenas lo hacen.
En definitiva, el gasto en producción de servicios públicos (personal, consumos intermedios y prestaciones en especie) apenas se ha reducido con respecto a 2007; sí lo ha hecho en mayor medida con respecto a 2009, año de mayor desparrame presupuestario de nuestra historia. Pero, en todo caso, la partida que verdaderamente se ha hundido desde 2007 (tanto en términos relativos, como en relación al recorte total) ha sido la inversión pública. Nada extraño, por otro lado, teniendo en cuenta el masivo despilfarro en obra pública al que asistimos durante los años de la burbuja. Por ello, cuando el profesor Hidalgo afirma que “la especial sensibilidad de estas partidas, así como en otras, es lo que explica la reacción de muchos colectivos de la población en contra de los mismos. Es evidente que estos datos demuestran que dicha reacción no responden a imaginaciones colectivas sino a hechos reales sufridos muy de cerca”, sólo está relatando una parte de la realidad: quienes de verdad deberían estar indignados en las calles deberían ser los grandes constructores que se han quedado sin acceso a la obra pública (y en gran parte lo están, aunque cabildean desde los despachos).
3. ¿Qué gasto real debemos calcular?
Por último, el profesor Hidalgo sostiene que otra trampa empleada por los “negacionistas” de la austeridad es presentar las cifras de gasto en términos nominales y no reales. Ciertamente, se trataría de un fallo importante, acaso sólo disculpable si se recurriera a él para comparar las variaciones del gasto público durante la legislatura de Rajoy (la inflación acumulada 2011-2015 ha sido de apenas el 3,3%). Sin embargo, tal como ya hemos expuesto, aun ajustando por inflación, el recorte del gasto público en el periodo 2007-2015 es muy modesto: de apenas el 4,3%.
Ahora bien, si de verdad nos lanzamos a analizar el volumen de gasto público real dirigido a prestar servicios sociales a los ciudadanos, no deberíamos limitarnos a estudiar cuántos euros con poder adquisitivo constante se destinan a cada uno de esos servicios sociales, sino cuántos recursos reales se concentran en ellos. A la postre, si el gobierno recorta los salario de los empleados públicos (o presiona a sus proveedores para que le bajen el precio de los bienes intermedios que adquiere), el gasto puede bajar sin que la cantidad de servicios públicos ofrecidos a la población se reduzca significativamente (uno incluso podría llegar a analizar la eficiencia de los servicios públicos: misma cantidad con menor cantidad de factores). En estos casos, podrá comprenderse el descontento de los funcionarios o de los proveedores, pero no el de los usuarios no afectados.
El recorte resulta mucho menos dramático para el usuario de lo que en un principio podría aparentar
En este sentido, el profesor Hidalgo recoge unos chocantes datos de contracción del gasto educativo y sanitario per cápita (de hasta el 25% desde 2007 en algunos casos). Dejando de lado que se trata de unos datos excesivamente alarmistas (si acotamos mejor el concepto de usuario, la caída es mucho menor: “El gasto corriente real dividido por el número de usuarios, medido este último por el número de habitantes en el caso de la sanidad y por la población en edad escolar en sentido amplio (de 6 a 24 años de edad) en el de la educación, muestra un patrón que ya resulta familiar: fuertes ganancias hasta 2009 seguidas de un recorte en los últimos años de la muestra que nos deja en niveles similares a los existentes al comienzo de la crisis, con ganancias aún muy respetables durante el conjunto del período analizado”), lo relevante en este epígrafe es que una caída del gasto no tiene por qué coincidir con un deterioro en la calidad de estos servicios. Cuando uno analiza con mayor detalle los recursos reales disponibles, el recorte resulta mucho menos dramático para el usuario de lo que en un principio podría aparentar. Por ejemplo, la dotación de recursos en la educación pre-universitaria se ha incrementado en la mayoría de los casos con respecto al año 2007, pese a que el gasto real por alumno ha caído sustancialmente. Los únicos que salen de verdad perjudicados en ese reparto han sido los profesores: acaso por tal motivo sean especialmente proclives a apreciar subjetivamente un exceso de austeridad.
Conclusión
En definitiva, ¿ha habido recortes del gasto público? Sí, pero bastante escasos: lo único que se ha logrado con ellos ha sido estabilizar el gasto real por habitante al nivel de 2007 (y eso que no incluimos en el cómputo el gasto en intereses), esto es, al nivel alcanzado en el pico de la burbuja. Por supuesto, esos recortes han sido más apreciables si los medimos con respecto al pico de gasto de 2009, pero en todo caso han sido muy insuficientes para solventar el desequilibrio presupuestario por el lado del gasto (y lo han sido porque previamente el gasto aumentó burbujísticaente muchísimo más que en el resto de Europa sin una dotación tributaria suficiente para financiarlo). Si en lugar de computar la variación del gasto público total nos fijamos en la evolución de determinadas partidas presupuestarias, ciertamente encontraremos algunas que han experimentado una caída muy importante —de manera destacada, la inversión pública—, pero esos ajustes se han contrarrestado por aumentos muy considerables del gasto en otras partidas —en especial, las pensiones—.
Así pues, ¿tiene sentido calificar de “negacionistas” a quienes rechazamos la existencia de austeridad durante la crisis? No, porque es evidente que existen interpretaciones razonables de nuestras afirmaciones que sí encajan perfectamente con la realidad de lo acontecido durante los últimos años en la economía española. Sin ir más lejos, los profesores Javier Andrés, Ángel de la Fuente y Rafael Domenech —a los que no sé si el profesor Hidalgo calificaría de “negacionistas” y manipuladores— alcanzan en un reciente documento de trabajo para BBVA Research conclusiones y cálculos muy parecidos a los expuestos en las líneas anteriores:
La historia reciente de las cuentas públicas españolas se parece muy poco a la que se suele contar. Si se abre el foco del análisis y se analiza la evolución del gasto público desde los primeros años del euro (desde 2003 en nuestro caso), en vez de tremendos recortes que llegan ya al hueso del estado del bienestar, lo que vemos es más bien un extraordinario aumento de gasto hasta 2009 que sólo se ha revertido en parte desde entonces. Que tras estos años difíciles, en los que la renta per cápita ha caído un 8,8%, el gasto público per cápita sea similar en términos reales al que teníamos en 2007 significa que nuestros servicios públicos han contado con los medios para resistir la crisis mejor de lo que habitualmente se dice.
Puede que sea pertinente matizar o aclarar algunas de las afirmaciones que efectuamos quienes negamos la austeridad (por ejemplo, es razonable afirmar lo siguiente: “es verdad que el gasto público total apenas cae durante la crisis, pero ciertas partidas del presupuesto sí lo han hecho y ello explica el malestar de ciertos colectivos sociales”), pero de ahí a transmitir el mensaje de que los “negacionistas” están usando la propaganda y la manipulación de los datos para engañar a los lectores sí constituye un ejercicio poco generoso de manipulación. El error, intencionado o no, es evidente. Bueno sería que se reconociera y que, además, se recapacitara sobre ello.