Las declaraciones de David Marjaliza en sede judicial ponen de manifiesto la existencia de una red corrupta que afectaría a decenas de alcaldes y concejales de localidades como Parla, Pinto, Moraleja de Enmedio, Serranillos del Valle, Torrejón de Velasco, Aranjuez, Alcalá de Henares, Valdemoro, Móstoles, Getafe, Moralzarzal y Collado Villalba. Una revelación que, de ser cierta, convertiría el “caso Púnica” en algo más que un caso de corrupción perfectamente acotado y circunscrito al Partido Popular; dibujaría un escenario donde la corrupción no sería la excepción sino la norma. Algo que se ha venido negando desde las más altas instancias de forma vehemente, quizá porque el sistema se vería deslegitimado y, por lo tanto, el statu quo también. Y la verdad, en el horno español hace tiempo que no caben más bollos. Desgraciadamente, los casos de corrupción son demasiados como para seguir sosteniendo contra viento y marea que se trata de casos aislados. La corrupción es una enfermedad muy extendida que va más allá de unas siglas. Sin embargo, tiene cura… si hay voluntad política.
La forma de actuar de los altos cargos y, en general, de los poderosos, constituye la información fundamental con la que los demás diseñarán sus estrategias
Un problema que se propaga de arriba abajo
Se ha instalado en el pensamiento común que la corrupción no es más que el reflejo de una sociedad sin solución, con un gen, el de la picaresca, que la aboca a ser tramposa. Sin embargo, la relación entre causa y efecto es la contraria: el modelo político acaba determinando la conducta de lo que hemos dado en llamar sociedad civil. La forma de actuar de los altos cargos y, en general, de los poderosos, su ejemplaridad o ausencia de la misma, constituye la información fundamental con la que los demás diseñarán sus estrategias. Si un empresario sabe que las probabilidades de obtener un sustancioso contrato se incrementan de forma exponencial sobornando al alto cargo de turno, y que así sus más directos competidores obtienen los suyos y no les pasa nada, se encontrará en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre obrar en consecuencia o renunciar a hacer negocio. Es fácil aventurar que opción de las dos tiene más probabilidades de ser la elegida.
Ser oportunistas y tramposos no es una característica intrínseca a la naturaleza de las personas, de los pueblos o de las sociedades, ni tiene origen en la genética o la cultura: está en buena medida determinada por la organización institucional y, sobre todo, por esas reglas no escritas que Douglass North denominó instituciones informales. En los países más virtuosos, con un sistema institucional bien diseñado y asentado, estas normas no escritas ayudan a fortalecer el sistema legal, promoviendo el cumplimiento de las leyes y el “fair play”. Pero en otros se superponen a las leyes, las desvirtúan y, finalmente, las suplantan.
Hay quienes creen que es suficiente con promulgar una ley para que se cumpla. Pero no es tan sencillo. Cuando la legislación se ha convertido en un inescrutable entramado repleto de contradicciones y excepciones, resulta prácticamente imposible establecer mecanismos eficaces para asegurar que las leyes se apliquen cabalmente. Los altos cargos, los partidos y los empresarios corruptos podrán aprovecharse de esta complejidad y de los numerosos resquicios para obtener ventajas particulares, bien sea en metálico o en especie, de forma directa o en diferido. La sospecha de que el sistema institucional no es neutral, que no es justo e imparcial, supone un poderoso incentivo para los oportunistas: un verdadero imán para los más faltos de escrúpulos. El ejemplo se propagará de arriba abajo.
La corrupción no desaparecerá con nuevos actores
El capitalismo de amiguetes, el clientelismo y la corrupción son modos de actuación informales que obedecen a sus propias reglas
La diferencia entre los modelos políticos eficientes y los ineficientes no se encuentra tanto en las leyes, que pueden ser parecidas, como en las normas no escritas. El capitalismo de amiguetes, el clientelismo y la corrupción son modos de actuación informales que obedecen a sus propias reglas. Constituyen un regreso a los sistemas de relaciones personalistas, de mafias, donde mandan los capos y los caciques locales. Un grave problema que no se soluciona cambiando de actores a mitad de la película, porque si el guion es el mismo, es decir, si las reglas no escritas permanecen inalteradas, todo aquel que sea susceptible de corromperse tenderá a corromperse.
La solución pasa por romper este equilibrio perverso mediante un conjunto de reformas bien diseñadas, un plan de choque lo suficientemente contundente como para que resulte creíble y traslade a la sociedad el mensaje inequívoco de que las reglas del juego han cambiado. A partir de ahí, sólo será cuestión de tiempo que la sociedad perciba que la corrupción, la trampa, ya no es rentable sino todo lo contrario. La cultura se adaptará de forma gradual. Y en lugar de ver al ventajista como un tipo listo, al que muchos gustaría parecerse, será señalado como lo que es: un delincuente. Pero, como ya decimos, para eso hace falta voluntad política... y gente con principios que, a ser posible, esté libre de sospecha. Ahí es nada.
OPINIÓN | ¡Oh, sorpresa!, la corrupción no tiene siglas, es el nuevo análisis de @BenegasJ https://t.co/uRguqYg5KE pic.twitter.com/FE5xW01k4D
— Vozpópuli (@voz_populi) May 18, 2016