Entre las heridas abiertas en canal que tienen a España postrada en la UVI hay una, larvada aunque subliminalmente presente en todas las crisis que ahora mismo son, que podría resultar determinante para el futuro colectivo: me refiero al riesgo de descomposición interna que hoy amenaza al Partido Popular (PP), zarandeado por la corrupción galopante y la desafección de gran parte de sus votantes, frustrados todos, confundidos y/o humillados por la falta de respuesta, la ausencia de liderazgo de un presidente al que hace tres años otorgaron la mayoría para que rescatara España de su triple crisis económica, institucional y moral. El discurso de Mariano Rajoy del miércoles en las Cortes marcó seguramente el punto más bajo de su Gobierno y de él mismo como jefe del Ejecutivo. Entre gente notable del centroderecha, incluso entre ex altos cargos del partido, comienza a abrirse paso la idea de que el PP camina aceleradamente hacia un proceso de ucedización, o la repetición del drama que llevó a la UCD de Adolfo Suárez a desaparecer como partido tras haber gozado de dos amplias mayorías y haber pilotado con solvencia la redacción de la Constitución de 1978.
Rajoy, acorralado por la corrupción, solo puede ofrecer small politics, iniciativas para distraer al personal y parches
El panorama es ciertamente sombrío. Con el cadáver político de la ministra Mato aún caliente, el debate sobre la corrupción se presentaba para Rajoy en el peor momento posible, 24 horas después de que el juez Ruz hubiera apuntado al propio PP como beneficiario directo de las actividades delictivas de la trama Gürtel. De modo que don Mariano iba deseoso de dar una larga cambiada a tan agobiante asunto, para centrarse en la venta de la medicina milagrosa capaz de sanar al enfermo del virus que corrompe las conciencias más aseadas: don dinero. Pero como hace tiempo que el político gallego renegó del gran proyecto nacional que hubiera dado sentido a su presidencia y asegurado el futuro de España, consistente en enarbolar la bandera de la regeneración democrática abordando con su mayoría absoluta la reforma de la Constitución para restaurar la separación de poderes, democratizar las instituciones y embridar el caballo desbocado de la organización territorial del Estado, como eso nunca figuró en sus alforjas intelectuales e ideológicas, don Mariano, acorralado ahora por la corrupción que su laissez faire ha consolidado, solo puede ofrecer small politics, iniciativas para distraer al personal, leyes parche a mogollón, aseadas proclamas de buena voluntad cuyo destino, en el mejor de los casos, apunta a reducir el tamaño del incendio sin pretender apagar el fuego.
La dimensión del personaje quedó retratada en la tarde del martes cuando, chamuscada por el auto del juez Ruz, la ministra de Sanidad no tuvo más remedio que dimitir, aunque para hacerlo tuviera que vencer las reticencias de este personaje incapaz de hacer frente a ese punto de dramatismo que cualquier gestor tiene que soportar para poner en la calle a un empleado desleal o golfo. “Ana tiene que irse, pero ¿quién se lo dice?”. Gente enterada hay en el partido que sostiene que Mato ha dimitido porque ha querido, no porque se lo haya exigido Mariano, “porque Rajoy no tiene autoridad para echar a una mujer que ha sido testigo de casi todo, que lo sabe todo del funcionamiento de las sentinas de Génova desde los años noventa, que ha visto cómo Paco Correa entraba en su despacho [el de Rajoy] como Pedro por su casa”. Ana tiene que irse, pero ¿quién se lo dice?
La corrupción de las elites organizadas
La del miércoles era una oportunidad de oro para que este hombre cuestionado, cuando no vituperado, por casi todos hubiera sorprendido al personal con alguna iniciativa capaz de insuflar algo de confianza en su propia grey, proponiendo, por ejemplo, la celebración de primarias en el PP como primer paso en la democratización de un partido esclerotizado, asfixiado por falta de debate interno. Se lo dijo Martínez Gorriarán, de UPyD. “Le pedimos un plan anticorrupción serio. ¿Más leyes parche? No, por favor. Se trata de profundizar en la reforma de la Constitución en dos puntos clave tras los que se parapeta la corrupción: la falta de separación de poderes, es decir, la necesidad de un poder judicial independiente, y la ausencia de supervisores igualmente independientes, de organismos de control no colonizados por los partidos. La corrupción en España no es un problema de malas prácticas personales: es una corrupción institucional, es la corrupción de unas elites organizadas para el saqueo sistemático de las instituciones, a las que en algún caso se puede calificar de verdaderas tramas de crimen organizado. Son elites políticas y económico-financieras que se han puesto de acuerdo para repartirse el control de la economía y del poder político, de las instituciones”. Se puede decir más alto, pero no más claro.
Entre gente ligada a la derecha crece la opinión de que “Mariano terminará llevándose por delante al partido”
¿Nada que hacer? ¿Algo que esperar? La tarea rebasa con mucho la arquitectura intelectual y moral de un personaje que, sin embargo, es pura pulsión de poder. El drama del PP es que el único que podría arreglar la situación, porque dispone de mayoría absoluta y de más poder que ningún otro gobernante en la democracia española, no la quiere arreglar. Entre gente ligada a la derecha crece la opinión de que “Mariano terminará llevándose por delante al partido”. En realidad no hay partido, si como tal se entiende a esa Cospedal que los lunes predica en el desierto de la calle Génova, ignorada por la Moncloa y puenteada desde la propia Génova por el camarada Arenas. Los barones regionales, que sí tienen poder, mucho poder en tanto en cuanto controlan los compromisarios a los Congresos, corren como pollos sin cabeza alarmados por la desafección de la militancia, no digamos ya de los votantes, mirando de soslayo y con auténtico pavor la fecha de las autonómicas y municipales del próximo mayo.
No hará falta, pues, esperar mucho. Si en esa cita electoral el PP recibiera el castigo que las encuestas auguran, es muy probable que la formación se viera sumida en una crisis de proporciones desconocidas, crisis que convertiría en una broma las conspiraciones que, previas al congreso de Valencia, cercaron a Rajoy en 2008. En una estructura tan férreamente jerarquizada como la de los partidos españoles, no hay la menor posibilidad de acabar con Mariano, “y él no se va a ir ni a tiros”. Mariano es una especie de emperador romano, un hombre sin piedad que ha dejado ya muchos cadáveres en la cuneta, y a quien terminará asesinando su propia guardia de corps. ¿Una rebelión de los coroneles? El viejo PP gestado en torno a Aznar, el hombre que sembró la semilla del desastre actual, es una jaula de grillos –el propio Franquito, Gallardón, Aguirre-, todos conspirando, todos jurando en hebreo contra el baluarte del hombre sin rostro, el tipo oscuro y a la par vengativo, el profesional del poder que no perdona. Ni un solo barón con capacidad para la sucesión, con excepción, quizá, del gallego Feijóo. Están sí, los coroneles que le acompañan en Moncloa, la intendencia que blinda a la vicepresidenta Soraya. “Bueno, ahí hay un tío al que tenemos que defender por obligación, pero nuestro futuro está en torno a esta señora, que es la que manda aquí y a la que nos debemos”.
No es solo la suerte del PP lo que está en juego
La señora que soluciona los problemas a Mariano, la abogada del Estado lista, la mujer perspicaz protegida de toda crítica a lo largo de tres años críticos que, sin ensamblaje serio con las bases, encarna una solución técnica que no política para los problemas de España, como si la tecnocracia pudiera sustituir a la política en un momento como este necesitado de grandes liderazgos políticos. La posibilidad de una implosión del PP a corto plazo, dependiendo del castigo electoral que reciba en las próximas grandes citas, no es una quimera. Hay quien apuesta por la aparición de una derecha pura, una derecha conservadora en torno a Vox –atentos a los movimientos de Ruiz-Gallardón-, y por un partido de centro derecha para el que no se adivinan ahora mismo mimbres ni ideológicos ni personales. El horizonte de futuro para esa mitad de españoles que, grosso modo, buscan soluciones moderadas para los problemas de España es muy inquietante. Porque no es la suerte del PP lo que está en juego, sino la capacidad del centro derecha español para dirigir el país hacia posiciones respetuosas con el triple principio liberal de “propiedad, seguridad y libertad”.
La derecha política podría quedar sin representación en las Cortes -o con una presencia testimonial, sin peso decisorio-, ante la eventual apertura de un periodo constituyente tras las generales de 2015. La Constitución de 1931 fracasó precisamente por su incapacidad para cobijar a todos los españoles. “Quiero decir, sin enmascarar nuestro pensamiento, que esta es una Constitución de izquierda, que quiere ser así para no defraudar las ansias del pueblo”, aseguró el socialista Luis Jiménez de Asúa, presidente de la Comisión de Constitución, el jueves 27 de agosto de 1931 en su discurso de presentación del proyecto. “Hacemos una Constitución de izquierdas, que va directa al alma popular. No quiere la Comisión que la compuso que el pueblo español, que salió a la calle a ganar la República, tenga que salir un día a ganar su contenido”. El experimento acabó como todo el mundo sabe. Por el contrario, es opinión unánime que, a pesar de las lagunas que el paso del tiempo ha puesto en evidencia, la mayor virtud de la Constitución del 78 fue quizá su capacidad para integrar en un mismo texto las aspiraciones básicas de todos los españoles. Eso es lo que podría estar en juego en estos días: por supuesto la unidad de España y la solidaridad entre sus territorios, pero también las libertades tanto tiempo perdidas, por no hablar de la paz y la prosperidad de los españoles. Todo podría irse al traste por culpa de lo que hoy está sucediendo tras las bambalinas en la derecha española.