En la célebre película Sopa de Ganso, Rufus Firefly (Groucho Marx) es nombrado presidente de la república de Libertonia. En su toma de posesión declara solemnemente: "No permitiré de ningún modo la corrupción... sin que yo reciba mi parte". Acto seguido nombra como ministro de la Guerra a un vendedor callejero de cacahuetes, que casualmente trabaja como espía para una potencia enemiga, Sylvania. Al estallar la guerra, y ante la falta de tiempo para cavar, pide que le sirvan trincheras prefabricadas. Y al general que informa de un ataque de gases en su sector... recomiendan una cucharada de bicarbonato.
Si por algo se distingue la etapa actual es por tener el régimen más estúpido de nuestra historia
España ha vivido etapas convulsas, guerras civiles sangrientas, gobiernos corruptos, autoritarios. Pero si por algo se distingue la etapa actual es por tener el régimen más estúpido de nuestra historia. Visto con perspectiva, no puede decirse que el Régimen del 78 sea menos absurdo que el gobierno de Libertonia. La declaración solemne de Firefly bien podía haber sido pronunciada por Juan Carlos en su proclamación como Rey; las ridículas decisiones de las trincheras y el bicarbonato no desentonan con ese principio, grabado en piedra, que ha presidido nuestra política: crear un problema para justificar un incremento de la administración y del presupuesto con el que... aplicar la solución equivocada. Y vuelta al principio.
Un mal principio
Todo comenzó mal. Aunque la propaganda oficial difundiese un relato idealizado de la Transición, el jactancioso consenso constitucional fue más bien un cambalache, el reparto de la tarta entre los que ya estaban y los que llegaban. Oligarcas, caciques locales, burócratas de partido... todos tendrían un trozo, aunque ello conllevara multiplicar las estructuras administrativas hasta lo insoportable. Se cedió a los nacionalistas la capacidad de actuar a discreción en su área de influencia sin intromisión del gobierno central ni cortapisa alguna. Una descentralización de competencias, descontrolada y sin límite que dio alas al secesionismo, estimulando a las oligarquías locales que vieron la oportunidad de incrementar su poder, sus ingresos ilegales y, por supuesto, de alcanzar la impunidad definitiva. Hasta el concepto de España se convirtió en tabú, algo inédito en la historia de cualquier país mínimamente solvente. Un disparate de tal calibre que ni a Groucho Marx se le ocurrió incorporarlo en su parodia de Libertonia. Tras años negando el problema, ahora, fieles al esperpento, se intenta combatir el proceso secesionista con una cucharada de bicarbonato.
La Transición tuvo poco de heroico y demasiado de apaño y pasteleo. Alumbró una Constitución que era incoherente, ambigua, indefinida, en la medida en que cada cual presionó para introducir reivindicaciones en los artículos que le interesaban. Lo que preocupaba a los padres de la patria no eran las consecuencias a largo plazo sino la foto, con sonrisa de dentífrico, de todos los representantes de los partidos “escribiendo la Historia”. Se daba así el pistoletazo de salida a una política que primaba el corto plazo sobre la visión de futuro, la imagen sobre la sustancia y la verborrea sobre los fundamentos. Un país donde importaba muy poco el fondo de lo que se decía... y mucho quien lo decía. Donde la superficie, la apariencia, la palabrería aniquiló el razonamiento y envió la inteligencia y el instinto de supervivencia a las catacumbas.
El desmoronamiento
A partir de ahí, todo fue susceptible de empeorar. Los partidos se financiaron ilegalmente, vendiendo favores a cambio de comisiones. El parlamento se convirtió en una cuadrilla de aprieta-botones; el Tribunal Constitucional en una corrala, la Justicia en un ente incapaz de aplicar la ley a los poderosos. Incluso el monarca se permitió poner a su amante, no ya un pisito, sino un palacio que lindaba con el suyo… a cargo del contribuyente.
La retórica antifranquista no era más que una cortina de humo para ocultar las relaciones pasadas con la dictadura
Fue también absurda la obsesión antifranquista de los “nuevos progresistas”, su pretensión extemporánea de combatir una dictadura ya finiquitada. ¿Qué sentido tenía alardear de un antifranquismo retrospectivo? Muy sencillo, se trataba de ocultar la evidencia de que el nuevo régimen hundía sus raíces en franquismo y proclamar a los cuatro vientos la mentira de que su origen era otro muy distinto. En realidad, sólo el Partido Comunista había combatido al régimen surgido en 1939, aunque al final también se sumó al cambalache. El nuevo PSOE de Felipe González no sólo había sido una creación de la Alemania de Willy Brandt y Helmut Schmidt o de los EEUU de Henry Kissinger, sino que contó con el apoyo y protección de los servicios secretos franquistas, interesados en una nueva formación de izquierda que restara influencia al Partido Comunista. La retórica antifranquista no era más que una cortina de humo para ocultar las relaciones pasadas con la dictadura. Otro pasaje de nuestra historia, otro tabú que también demanda luz y taquígrafos.
Se ha comparado el regimen juancarlista con el de la restauración canovista del siglo XIX. Y ciertamente hay muchas similitudes: el caciquismo, la corrupción generalizada, el clientelismo, las estrategias para comprar votos, la costumbre de enchufar en la administración a los partidarios, el control de la prensa, el turnismo, etc. Pero existe una discrepancia fundamental. En el régimen actual no han surgido políticos de gran talla sino mediocres sucedáneos sin carisma ni visión de futuro, auténticos zoquetes, vendedores de crecepelo, repetidores de consignas sin una idea propia. El perverso proceso de selección de los partidos ha alumbrado una clase política refractaria al debate de ideas, preocupada sólo por su permanencia en el poder y la consecución de estrechísimos intereses particulares. Unos personajes de una estulticia muy superior a la de los dirigentes de Libertonia.
Y qué decir del papel de una prensa que, controlada por el poder, ha rehusado denunciar los desmanes de la España política. Donde algunos periodistas recibían favores y otros cobraban más por callar que por escribir, y muchos pelotas y tiralevitas describían siempre al Rey como quintaesencia de la virtud, asociando la grosería, la ordinariez o la mala educación con la campechanía. Sonrojante ha sido también el papel de los intelectuales y su proverbial autocensura, incapaces de criticar al sistema por miedo a no ser reconocidos y tachados de antidemócratas una vez que la propaganda oficial unió con pegamento el régimen juancarlista y el chiripitifláutico Estado de las Autonomías a la democracia.
No son la “nueva política” sino la exacerbación de la existente, la procrastinación de Rajoy elevada al cubo, la huida hacia delante de Sánchez a la que se le ha añadido un turbo
La apoteosis
A colación del espectáculo visto durante la constitución de las Cortes de la XI legislatura, hay quienes aseguran que, por fin, el Parlamento se parece mucho más al pueblo al que, se supone, representa. Otros, sin embargo, se echan las manos a la cabeza, convencidos de que semejante espectáculo anticipa un cambio desagradable. Ambas partes se equivocan. En realidad el show de Pablo Iglesias, Carolina Bescansa e Íñigo Errejón, con sus lágrimas de cocodrilo, su bebé en ristre y sus petite phrase inescrutables, y demás tropa, con sus juramentos “creativos” de la Constitución, no son otra cosa que la apoteosis del Régimen del 78, la liberación de su esencia más íntima e inconfesable. No son la “nueva política” sino la exacerbación de la existente, la procrastinación de Rajoy elevada al cubo, la huida hacia delante de Sánchez a la que se le ha añadido un turbo. En definitiva, la traca final del viejo ciclo. No el inicio del nuevo. Ese vendrá más adelante, cuando los españoles, después de 40 años de cuentos e irracionalidad supina, nos topemos con la irreductible realidad y decidamos que ya hemos tenido suficiente.
“… La recuperación sólo puede venir a través del trabajo de las personas. No debemos refugiarnos por siempre detrás de las decisiones políticas. Cada uno de nosotros debe asumir sus propias responsabilidades. Lo que obtenemos y lo que llegamos a ser depende esencialmente de nuestros propios esfuerzos. Ellos [los políticos] aplastan y destruyen algo precioso y vital en la nación, en el espíritu individual.”
Moraleja: confiemos mucho más en nosotros mismos... y menos en esos tipos que sólo pretenden figurar o llenarse los bolsillos.