Opinión

La anomalía del Cupo: privilegios políticos, decadencia social

Junts ha arrancado al Gobierno de Pedro Sánchez la publicación inmediata de las balanzas fiscales, lo que supone sentar las bases para que Cataluña tenga un Cupo como el vasco. Lo ha contado

  • Carles Puigdemont y Andoni Ortuzar, en Waterloo. -

Junts ha arrancado al Gobierno de Pedro Sánchez la publicación inmediata de las balanzas fiscales, lo que supone sentar las bases para que Cataluña tenga un Cupo como el vasco. Lo ha contado aquí Mercedes Serraller. Nada tiene de sorprendente que Carles Puigdemont quiera explotar al máximo ese estado de levitación política del que disfruta dando un paso transcendental en el acelerado proceso de liquidar en la comunidad autónoma todo rastro del Estado. El Cupo ha sido un gran negocio para el nacionalismo, que es lo que le interesa al de Waterloo, pero combinado con la política desarrollada de consolidación de privilegios, y, por tanto, de insolidaridad y desigualdad, ha resultado una inversión de muy dudosa rentabilidad si la medimos en clave de futuro.

Cuarenta y tres años después de la restauración del Concierto, la vasca es hoy una sociedad de borroso horizonte, instalada en una dinámica de preocupante decadencia. Algunos datos sorprendentes (información oficial del Ministerio de Trabajo): en 2022 el País Vasco registró el 50,36% de las huelgas que se convocaron en España. Más: de todos los trabajadores que participaron aquel año en alguna protesta, el 55% lo hicieron en esa comunidad autónoma, cuya población no llega al 5% de la global del país. Aún no están disponibles las cifras completas de 2023, pero de las 588 huelgas registradas entre enero y septiembre, el País Vasco acumula 232, muy por delante de Cataluña, segunda en el escalafón con 114. Euskadi es la región de Europa de mayor conflictividad laboral. Y lo más llamativo: cuanto mejores son los servicios de los que disfrutan sus ciudadanos, más intensa es la protesta.

Cuarenta y tres años después de la restauración del Concierto, la vasca es hoy una sociedad de borroso horizonte, instalada en una dinámica de preocupante decadencia

Y es que, efectivamente, no se trata únicamente de reivindicar derechos, sino de proteger privilegios. Un buen ejemplo de esta impúdica dinámica es la persistente actitud reivindicativa de los jubilados vascos, que cuentan con unos servicios asistenciales claramente superiores a los de la mayoría de comunidades y además son los mejor pagados de toda España. La pensión media en el País Vasco es de 1.485 euros (1.002 la de los extremeños), mientras la media del conjunto del Estado es de 1.198,65 (datos de enero de 2024). La aportación de los trabajadores del País Vasco a la caja de la Seguridad Social solo da para cubrir el 60% de las pensiones de sus jubilados, así que la diferencia la pagamos solidariamente el resto de españoles. Como debe ser. En buena parte, beneficiarios de la muy onerosa reconversión industrial de los 80 del siglo pasado, diseñada fundamentalmente para evitar el conflicto social, el jubilado vasco es quizá la expresión más elocuente de una afrentosa desigualdad que nadie hasta ahora ha querido corregir.

Una injusticia social blindada durante décadas por la utilización colateral del terrorismo como instrumento de presión. En el acta de la reunión que mantuvieron PNV y Herri Batasuna en abril de 1990, redactada por los miembros de HB que participaron en ella, se recoge una esclarecedora frase pronunciada por el entonces presidente peneuvista, Xabier Arzalluz: “No conozco ningún pueblo que haya alcanzado su liberación sin que unos arreen y otros discutan; unos sacudan el árbol, pero sin romperlo para que caigan las nueces, y otros las recogen para repartirlas” (transcripción literal). Sacudir el árbol sin romperlo. Es lo que el nacionalismo lleva haciendo casi cincuenta años mientras los demás mirábamos para otro lado. El vasco y el catalán. Cada uno a su modo, pero ambos instalados en la deslealtad y el engaño como provechosos atajos para alcanzar sus objetivos.

El show de Truman

Es curioso, el PNV lleva décadas utilizando el fantasma de la independencia sabiendo que un País Vasco fuera de España es económica y socialmente inviable. Por el contrario, el viejo nacionalismo catalán, el pujolismo, mantuvo hasta la crisis del 2017 justo la estrategia antagónica: se declaró reiteradamente opuesto a la independencia mientras iba dando los pasos necesarios para poder estar en disposición de conseguirla. La amenaza de la secesión ha sido, en uno y otro caso, la factura falsa que el Estado ha venido pagando regularmente para no asumir su responsabilidad, y los legítimos derechos históricos han derivado en un insoportable trato discriminatorio abonado por la sobrerrepresentación del nacionalismo en el Parlamento nacional.

Puigdemont reclama mismos privilegios e iguales garantías de opacidad que las concedidas al PNV. Puede hacerlo. Va a hacerlo. Con siete diputados volverá a doblar la mano al Gobierno

Hoy, tras años de gestión nacionalista, el País Vasco es una comunidad en franca decadencia, con una población en acelerado proceso de envejecimiento y cuyo modelo lingüístico dificulta la necesaria contratación de profesionales cualificados que, procedentes de otros territorios, no están dispuestos a añadir dificultades adicionales a la adaptación social y académica de sus hijos. Euskadi es un lugar en el que una nueva burguesía ha perfeccionado viejas costumbres y supervisa con nórdica minuciosidad la consanguinidad de los adjudicatarios de contratos públicos; un paraíso sindical en el que la central mayoritaria, ELA (Eusko Langileen Alkartasuna), un hijo putativo del PNV, actúa como un verdadero contrapoder capaz de doblar el pulso a la Administración y a cualquier empresa. Gracias a su profusa caja de resistencia, ELA se permite la bilbainada de pagar a sus trabajadores en huelga hasta 1.243 euros al mes, lo que explica la duración de conflictos como el protagonizado por las trabajadoras de la limpieza del Guggenheim (285 días de paros) o el de Tubacex (235 días).

Euskadi es la mejor prueba de la falsa superioridad del nacionalismo. Es El Show de Truman de la política española, un castillo de naipes que no resistiría un hilo de viento. Y el Concierto, el Cupo, es el anabolizante que no quiso Pujol y ahora reclama Puigdemont. ¿Por qué ese cambio de criterio? Al viejo patriarca del nacionalismo le preocupaba la mala prensa del recaudador de impuestos, y dejó a otros esa ingrata tarea. Entonces no sabía que los sucesivos gobiernos del Estado le habrían garantizado parecidas regalías e idéntica opacidad que a sus colegas vascos de haber empleado las mismas técnicas de persuasión que el PNV. Pero el prófugo tiene la lección bien aprendida; y reclama mismo trato e iguales garantías. Puigdemont está a un paso de conseguirlo. Con siete diputados volverá a doblar la mano al Gobierno. Pronto habrá que negociar los presupuestos.

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