La clase política anda a la gresca para decidir en unas horas si se acaba el estado de alarma. El debate está ajetreado y diríase incluso que alcanza el grado de esperpéntico ya que sabemos, por ejemplo, que Vox, ERC, la CUP y los de Puigdemont -¿qué fue de ese hombre?- van a votar lo mismo este miércoles. Pero en puridad creo más relevante socialmente hablando testar si se están acabando los aplausos. O, mejor dicho, exponer cómo el tributo a los médicos está siendo sustituido paulatinamente por el paseo masivo. A las 20.00 horas cada vez aplaude menos gente y, en cambio, hay más personas paseando.
No es que el personal se haya cansado del ritual colectivo de aplaudir. Solo es que prefiere salir de casa antes de cenar. Ambas cosas son compatibles, porque se puede aplaudir a las ocho y salir a la calle a las ocho y cinco o incluso se puede pasear y aplaudir al mismo tiempo, pero la realidad, nos guste o no, es que existe una obvia pugna entre ambas actividades. Los defensores del aplauso estamos perdiendo la batalla. Hasta nuestro pequeño, fiel y entusiasta aplaudidor, da síntomas de cansancio. Hay que saber perder, pero esta derrota sabe mejor porque hemos ganado por goleada durante 50 días.
Quizás el progresivo pero imparable final del aplauso sea una señal lógica y positiva. Quienes trabajan en hospitales van respirando más tranquilos, dentro de lo que cabe, porque tienen menos pacientes y, con ello, menos peligro. Se acerca la hora de que esos que se han jugado el pellejo frente al virus nos cuenten la realidad que han vivido, la de verdad y no esa edulcorada que aparecía en los telediarios de Televisión Española. Podrán narrarlo, eso sí, cuando superen los problemas psicológicos que muchos están teniendo derivados de la angustia, el miedo y el dolor sentidos. Pero de eso hablaremos otro día.
Estamos pasando de un rito a otro, si bien el primero era solidario y el nuevo es más bien egoísta. El espectáculo se inicia a las 20.00 horas con extraordinaria puntualidad. Miles de personas salen en tromba a la calle
La otra cara de la moneda del final del aplauso es el advenimiento de la moda del paseo. De un rito a otro, si bien el primero era solidario y el nuevo es más bien egoísta. Desde las ventanas y balcones puede verse que el espectáculo se inicia a las 20.00 horas con extraordinaria puntualidad. Miles de personas salen en tromba a la calle. Un desfile masivo. Sin duda, los paseantes están preparados desde diez minutos antes y esperan al inicio del aplauso como pistoletazo de salida. Qué paradojas, los que aún aplaudimos ayudando a los que van a acabar con nuestra costumbre.
La imagen se asemeja a lo que pasaría si levantases de repente el dedo con el que estuvieras taponando un hormiguero. En cuestión de pocos minutos la calle está repleta. Son personas ansiosas de ejercitar la semilibertad recobrada, aunque desde nuestro undécimo piso parecen precisamente hormigas que en pocos segundos forman una de esas filas interminables. Hay deportistas, sí, pero sobre todo hay paseadores que, no se olvide, deben desplazarse como mucho a un kilómetro de sus domicilios.
¿Alguien ha visto a algún policía comprobando si quienes pasean están cumpliendo con esas distancias? Legislar la vida hasta ese punto es posible, pero es imposible vigilar que semejante legislación se cumpla
El coronavirus y el consiguiente confinamiento han cambiado hasta el sistema métrico decimal. Porque un kilómetro nunca tuvo tantos metros. Ni los dos metros de distancia social fueron tan escasos. ¿Alguien ha visto a algún policía comprobando si quienes pasean están cumpliendo con esas distancias? Ni lo hemos visto ni lo veremos. Porque si bien legislar la vida hasta ese punto es posible -al cabo, sólo consiste en ponerlo en un papel que se publica en el BOE-, lo imposible es vigilar que semejante legislación se cumpla.
Cuando contemplas esa imagen de las hormigas apretujadas, o sea de nosotros mismos, irremediablemente piensas que en pocos días habrá un rebrote salvaje de la enfermedad. Es un pensamiento casi automático que hace unas semanas no podíamos ni imaginar pero que ahora no podemos desterrar de la cabeza. Puede, y digo solo puede, que ese pensamiento también sea fruto de que hemos interiorizado unos miedos que no se correspondan con la realidad del coronavirus. Quizás sólo seamos hormigas disciplinadas. Mejor será no pensarlo mucho.
Volvamos al principio. Los aplausos colectivos languidecen y los paseos masivos se intensifican. Unos vienen y otros se van. En el fondo, son cambios lógicos de la "desescalada". Lo que no cambia, entretanto, es el panorama circense del Congreso de los Diputados. En realidad eso no acabará nunca, con o sin estado de alarma.