Opinión

Ardora, los ‘fodechinchos’ y el delito de odio

Además de una técnica de pesca que provocó entre 1909 y 1911 la que se conocería como guerra de la sardina, obligando al despliegue de la Armada en la ría de Vigo, Ardora es un oasis en forma de hotel situado en el corazón de las Rias Baixas,

  • Isla de Ons.

Además de una técnica de pesca que provocó entre 1909 y 1911 la que se conocería como guerra de la sardina, obligando al despliegue de la Armada en la ría de Vigo, Ardora es un oasis en forma de hotel situado en el corazón de las Rias Baixas, en el que, cada verano, y hace más de 40 años, devuelvo mi mente a un estado de paz absoluto.

Galicia en general, y Ardora en particular, es excepcionalmente acogedora con los forasteros, quizás porque en el pasado ésta fue tierra de emigrantes que llevaron su tenacidad, esfuerzo y espíritu de sacrificio a todos los rincones del planeta. Sin embargo, este verano saltó la polémica a cuenta de un bar que había resuelto cerrar sus puertas en las semanas de estío debido a la "invasión de fodechinchos". Los fodechinchos (en castellano, jodechinchos) es un término despectivo usado, principalmente, para referirse a los madrileños que, como yo, inundamos cada verano esa tierra en busca de paz, una temperatura amable y una gastronomía excepcional.

Pero ¿Es un delito de odio, en términos del artículo 510 del Código Penal, que un bar fomente esta madrileñofobia? ¿Lo es quejarse o expresar desacuerdo con la inmigración ilegal? ¿O señalar, por ejemplo, en redes sociales que el ministro de transportes es el peor de la historia al haber llevado los estándares de calidad de Renfe -por no hablar de su incontinencia verbal- a los más bajos de su historia?

Evidentemente, la respuesta a cada una de las anteriores preguntas es, hoy en día -y debería seguir siéndolo-, que no, ya que esta figura delictual tiene razón de ser en la protección, entre otras, de minorías o grupos que han requerido históricamente de tal amparo y ninguna de las incluidas en el ejemplo lo es.

El conocido como delito de odio, incrustado en el mencionado artículo del Código Penal, castiga con penas de hasta cuatro años de prisión y multa de hasta doce meses, entre otras, a "quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad".

Según se comprueba, el comportamiento penalmente relevante es indeseadamente abierto, pues, a primera vista, podría pensarse que limitaría, y mucho, el fundamental derecho a la libertad de expresión. Por tal razón, el Tribunal Supremo tuvo que sentenciar a principios de este año que no basta con expresar ideas u opiniones odiosas para cometer este delito, sino que será necesario que se inste, o se anime, a la ulterior comisión de los hechos discriminatorios de forma que exista un riesgo real de que se puedan llevar a cabo. Y además, como basta la incitación indirecta, ésta ha de ser pública y deberá tener la potencialidad suficiente para poner en peligro a los colectivos afectados.

Y el Tribunal Constitucional en 2016, por su parte, se vio obligado a recordar que la libertad de expresión, como elemento esencial de la convivencia democrática, obliga a realizar en cada caso concreto una adecuada ponderación que elimine cualquier riesgo de hacer del Derecho Penal un factor de disuasión del ejercicio de la libertad de expresión, lo que, sin duda, resulta indeseable en un Estado democrático como España.

Sentido y contexto

Por consiguiente, y una vez hechas las anteriores precisiones, el delito del 510 del Código Penal lo que sanciona es el odio que denota la cosificación de otro ser humano; el desprecio hacia su dignidad por el mero hecho de ser diferente. Siendo importante señalar que no sólo hay que ceñirse al tenor literal de las palabras pronunciadas, sino también al sentido o la intención con los que han sido utilizadas, pues es evidente que el lenguaje admite ordinariamente interpretaciones diversas y que el contexto y las circunstancias en las que se pronuncian también son relevantes.

En tal medida, referirse a los madrileños como fodechinchos, expresar en público el desacuerdo con la inmigración descontrolada, o señalar en las redes sociales la incompetencia de tal o cual ministro podrá ser ética, moralmente reprochable, o signo de ser mala persona o de carecer de educación, pero desde luego no un comportamiento que merezca una sanción penal, por muchas querellas o denuncias que se anuncien.

Mi pasatiempo preferido en Galicia es sentarme junto a mi querido amigo Jorge en la idílica terraza del Ardora con vistas directas al océano y contemplar las Islas Ons (situadas a escasos kilómetros de la costa de Sanxenxo). Pero, sobre todo, poder dirigir la vista un poco más a la derecha, hacia el mar abierto y el horizonte eterno, y entonces platicar de lo que amamos, pero también de todo aquello que odiamos.

Reconozco que con la libertad de expresión me ocurre algo semejante. Prefiero echar la mirada al horizonte infinito (en el que caben maravillas y barbaridades e, incluso, que me llamen fodechincho), antes que limitar mi vista con la censura de las bellas Islas Ons.

Víctor Sunkel es socio director de Sunkel & Paz Penalistas

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