El título de este post lo tomo prestado de uno de mis libros de cabecera favoritos: 'El arte de callar', escrito en París en 1771 por el religioso Joseph Antoine Toussant Dinouart, conocido como ‘El Abate Dinouard’. Este librito (así lo catalogo) es un compendio de sabiduría que sigue plenamente vigente casi 250 años después. Una sabiduría de la que, a mi modo de ver, deberían haber bebido también los responsables de la comunicación oficial.
Cuando llevamos ya dos meses largos de pandemia, nos encontramos en medio de una indiscutible crisis de credibilidad de muchas instituciones, incluido el Gobierno, que se achaca a su comunicación. ¿Por qué está siendo tan polémica, frustrante y nociva la comunicación oficial? Para afrontar este reto, apelo al buen criterio del abate…
Lo primero que Dinouard le diría a los dirigentes políticos es que “El hombre se pierde en la palabra”; y que, en efecto, a muchos de nuestros políticos les está perdiendo su palabra, día tras día, discurso tras discurso, rueda de prensa tras rueda de prensa. También les recordaría que “El primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo es saber hablar poco y moderarse en el discurso; el tercero es saber hablar mucho, sin hablar mal y sin hablar demasiado”. Y en todo esto, igualmente le están haciendo caso omiso.
Cada vez que aparece el presidente en la televisión aburre a las ovejas con discursos interminables y tono paternalista, genera confusión y, lo peor, acaba por no interesar a nadie
El Gobierno y su ‘estratega de Comunicación’ -por ejemplo- incumplen sistemáticamente varios principios de Dinouard en el difícil arte de callar: “Solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio”, dice uno de ellos; pero el Gobierno parece que necesita hablar y hablar, porque debe considerar que eso es mucho más rentable que decir ‘algo’ sólo cuando es necesario, es verdad o se puede explicar y entender fácilmente. Cada vez que aparece el presidente en la televisión aburre a las ovejas con discursos interminables y tono paternalista, genera confusión -que luego hay que ir aclarando y precisando (con una evidente pérdida de eficacia y credibilidad)- y, lo peor, acaba por no interesar (cada discurso cosecha audiencias más bajas y cada medida explicada genera una mayor confusión social).
Si no lo tienen claro, le aconsejo a los políticos que reflexionen sobre otro de los principios de nuestro religioso: “Hay un tiempo para callar, igual que hay un tiempo para hablar”. Pero ese momento no puede ser todos los días, ni en todos los telediarios, ni con tanta profusión de portavoces técnicos y expertos (supuestamente), que difunden con gran profusión mensajes parciales (para soslayar las cifras reales y globales), a menudo no complementarios y contradictorios.
Existe en la Sociedad una sospecha cada día más generalizada de que se nos oculta la verdadera tragedia humana de la pandemia y que lo hacen así para no tener que reconocer y/o asumir públicamente sus responsabilidades; también se impone el ‘mantra’ de que la auténtica cifra de muertos y afectados no se conocerá nunca, condenando a las víctimas a un olvido a todas luces injusto e insoportable. En esto sí parece que el nuestro y otros gobiernos coinciden -aunque sea por razones diferentes- con nuestro opúsculo de cabecera: “Si se trata de guardar un secreto, nunca calla uno bastante. El silencio es entonces una de esas cosas en las que de ordinario no hay exceso que temer”.
Parece que para las víctimas y sus familias -salvo que nuestra sociedad civil lo impida- no habrá derecho a la memoria histórica
Todos debemos ser conscientes de que detrás de cada nombre y apellidos hay una persona, un alma que siente y ama, una historia de expectativas y logros… Parece que para las víctimas y sus familias -salvo que nuestra sociedad civil lo impida- no habrá derecho a la memoria histórica (a esta memoria histórica, al menos). Y me refiero a la sociedad civil porque hay demasiados síntomas de que los partidos están más en sus pulsiones corporativistas y electoralistas que en los principios y los valores.
Muchos políticos de todo el mundo demuestran tener, además, poca valentía… si nos atenemos a lo que nuestro abate reconoce como valor en el ‘mandamiento’ número 12 de su obra: “Es propio de un hombre valiente hablar poco y realizar grandes hechos. Es de un hombre de sentido común hablar poco y decir siempre cosas razonables”.
Lo que Dinouard aconsejaría hoy a los dirigentes es que fueran un poco más humildes, manteniendo en ocasiones lo que define como un silencio prudente’: “Hay un silencio prudente y un silencio artificioso (…) El silencio es prudente cuando se sabe callar oportunamente (…) el silencio es artificioso cuando uno solamente calla para sorprender (…) El silencio prudente conviene a las personas dotadas de buen espíritu; de sentido recto y capaces de distinguir con exactitud las coyunturas que obligan a callar o hablar”.
Mentiras y manipulaciones
La conclusión final de Dinouart sería esta: ¡Hay que aprender a estar calladitos! (hasta que convenga hablar), porque la ocultación, la mentira o la manipulación tienen un recorrido corto y siempre se vuelven -más bien pronto que tarde- contra quienes las propagan. Y se suelen cobrar además -esto ya lo digo yo- altos precios en términos de ‘reputación’, palabra que hasta ahora no he querido mencionar porque sería motivo de otro artículo bien distinto.
Aquí solo cabe otra cita para la reflexión de nuestra clase política: “Cuida tu buen nombre como si fuera el bien más preciado que posiblemente vayas a tener jamás, porque la reputación es como el fuego: una vez que lo has encendido se puede mantener fácilmente pero, si se apaga, volver a encenderlo resulta sumamente difícil”. Esta reflexión es del filósofo griego Sócrates, que vivió unos dos mil años antes que nuestro abate. Son enseñanzas que vienen de lejos -como se ve- y que las técnicas de agitprop ‘inventadas’ por ciertos regímenes autoritarios del siglo pasado decidieron ignorar. Y tal vez ese fue su gran pecado…