La intervención de Bankia fue “una decisión absolutamente política”, denunció con renovado ímpetu Rodrigo Rato durante la segunda jornada del juicio sobre la salida a Bolsa de la entidad. Tan política, sin duda, como lo fue la de su nombramiento, impuesto por el mismo gobierno que después lo dejaría caer para, entre otras buenas razones, evitar que Esperanza Aguirre colocara en el banco a su candidato, Ignacio González. Fue política su elección y política fue su forzada y obligada dimisión ante los indicios de irregularidades y escándalos que obraban en poder de Mariano Rajoy y que le acabarían explotando en la cara al Gobierno y al PP.
“A mí me echó el presidente del Gobierno”, dijo Rato mirando fijamente a la fiscal Carmen Luna y evidenciando así, con injustificado retraso, lo que ya entonces era mucho más que un secreto a voces: la descarada politización del sistema financiero público, en su mayoría en manos de partidos, sindicatos y patronales que desplazaron de los puestos directivos a profesionales competentes para convertir las cajas y bancos que tomaron al asalto en focos de nepotismo y, en no pocos casos, de enriquecimiento de dudosa licitud.
Pero lo más relevante de las pedagógicas intervenciones que nos está regalando estos días el exvicepresidente del Gobierno en sede judicial no es el reconocimiento implícito que encierra su confesión, sino la confirmación por parte de quien fue destacadísimo representante del sistema de la negligente abdicación de funciones perpetrada por aquellos que tenían la competencia y la obligación de mostrar a Rato, y a otros como él, la puerta se salida.
Un estudio revela que el 50 por ciento de los nombramientos en los organismos reguladores entre 1979 y 2010 tenía ‘vínculos políticos explícitos’
De especial gravedad, por inacción deliberada u omisión negligente, fue el papel del Banco de España (BE) en aquellos críticos momentos en los que el edificio financiero parecía venirse abajo. El hecho de que ahora, cuando mejor conviene a su estrategia de defensa, sea Rato el que haya insistido en que la fusión de las siete cajas que dieron vida a Bankia y su posterior salida a Bolsa fueron acciones que se realizaron siguiendo las “instrucciones del Banco de España”, no quita valor -cuando menos político- a una evidencia que ya antes otros, con conocimiento de causa, habían revelado en los tribunales o los medios de comunicación.
Algunos de los gobernadores del Banco de España que precedieron al actual no se distinguieron precisamente por defender la independencia de la institución. Los mandatos de Jaime Caruana (2000-2006), nombrado por el PP, y Miguel Ángel Fernández Ordóñez (2006-2012), por el PSOE, vieron cómo el prestigio y la influencia internacional de la institución, que habían alcanzado niveles elevadísimos durante el período en el que fue gobernada por Luis Ángel Rojo, caían en picado.
Alejados de las pautas europeas
El Banco de España es la clave de bóveda de un modelo de contrapesos fundamental para la seguridad jurídica, el progreso económico y, en definitiva, para la salud democrática del Estado. En estos últimos años, y en la misma medida en que BE miraba para otro lado, los partidos seguían extendiendo sus terminales en instituciones, empresas públicas y, con carácter preferente, en los organismos reguladores.
Un estudio de los profesores Jordana, Bianculli y Fernández-i-Marín, publicado en 2015, revelaba que entre 1979 y 2010 cerca de un 50 por ciento de los nombramientos en las instituciones supuestamente independientes encargadas de regular la competencia, controlar las cuentas públicas o garantizar la transparencia, tenía “vínculos políticos explícitos”. Entre 2011 y 2013, según los citados expertos, los reajustes ensayados para dotar de mayor autonomía a estos organismos “en ningún caso aumentaron la credibilidad del sistema regulador en España”.
La conclusión a la que llegan los investigadores es trágica: “La intervención política sobre las agencias reguladoras no se derivó de un comportamiento defectuoso de éstas, sino de las apetencias de los partidos por expandir su capacidad de influencia en el ámbito regulador”. En las últimas décadas, remachan, España continúa en este terreno “distanciándose de las pautas seguidas por otros países europeos durante el mismo periodo”. Ya no es que se constate una preocupante falta de interés en corregir esta grave anomalía, sino que lo que se evidencia es un alarmante retroceso en la que sin duda es una de las grandes asignaturas pendientes de nuestra democracia –junto con la de la independencia de la Justicia.
No es aceptable que partidos que se dicen regeneradores abdiquen de la responsabilidad asumida ante sus electores y entren en el juego de un nuevo reparto
En febrero de 2017 el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad la creación de una subcomisión para analizar la imparcialidad de los reguladores, dentro de la Comisión de Calidad Democrática que preside Ciudadanos y en la que dos años después se sigue discutiendo acerca del formato. Ya habíamos entendido que para los viejos partidos este no era un asunto prioritario. Lo que no sabíamos es que la nueva política se iba a rendir tan pronto.
El que formaciones políticas que se dicen regeneradoras abdiquen de la responsabilidad asumida ante sus electores y entren en el juego de un nuevo reparto, no es que sea motivo de alarma, es que puede provocar un grado de desafección en la ciudadanía aún mayor del que padecemos. Los partidos políticos, todos, en lugar de perder tiempo y energías en cuestiones cosméticas, debieran asumir el compromiso de dotar a nuestra democracia de las herramientas necesarias para fortalecer el crédito institucional y no hacer, como en este caso, justo lo contrario, alentando las opciones más extremas y populistas.