Una fría mañana de niebla en Berlín, 20 de febrero de 1933. Mientras la gente del común se afana silenciosa en coger el autobús o el tranvía para acudir a sus trabajos, 24 señores se arrellanan en el asiento trasero de sus profundas berlinas negras dispuestos a atender una reunión muy especial a la que han sido convocados. Albert Vögler, Gustav Krupp, Karl von Siemens, Whilhelm von Opel… van apareciendo en el gran vestíbulo del palacio del presidente del Reichstag. Reunidos en un pequeño salón del edificio, los magnates se desprenden de sus gruesos gabanes y sus sombreros de copa, cruzan discretos saludos y se entretienen haciendo antesala mientras encienden gruesos habanos de doradas vitolas. “Nos hallamos en el nirvana de la industria y las finanzas. Ahora se les ve muy silenciosos, muy tranquilos, un tanto ofuscados tras esos casi veinte minutos de espera. El humo de los grandes cigarros les escuece en los ojos” (“El Orden del día”, Éric Vuillard, premio Goncourt 2017, Tusquets Editores).
De súbito las puertas rechinan, el parqué cruje. Alguien conversa en la antesala. Tras los batientes de las puertas se oyen voces ahogadas. Por fin el presidente del Parlamento entra sonriendo en la estancia: es Hermann Göring. Tras pronunciar unas palabras de bienvenida, aborda de inmediato las cercanas elecciones del 5 de marzo. Urge acabar con la inestabilidad y las huelgas. La actividad económica requiere mano dura, aduce. Los veinticuatro caballeros asienten religiosamente. “Y si el partido nazi alcanza la mayoría, estas elecciones serán las últimas durante los próximos diez años, e incluso durante los próximos cien años”, añade con una sonrisa. Un nuevo rumor de puertas y el nuevo Canciller hace por fin su entrada. “Hitler estaba sonriente, relajado, en absoluto como lo imaginaban, afable, sí, incluso amable, mucho más de lo que auguraban”. Hechas las presentaciones, todos volvieron a ocupar sus confortables butacas. El meollo del asunto: había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un fürher en su empresa. El discurso duró media hora. Los viejos industriales, aliviados, lo felicitaron efusivos. Göring tomó de nuevo la palabra en cuanto Hitler hubo abandonado la sala. Para financiar las elecciones se necesitaba dinero, porque resulta el partido nazi no tenía un duro. Krupp, en primera fila, se levantó resuelto de su asiento: “¡Ahora, caballeros, toca pasar por caja!”. Él donó un millón de marcos.
El lunes pasado, calurosa mañana de finales de verano en Madrid, 87 años después de aquella reunión en el Reichstag, los grandes capos de la empresa y la banca española han sido convocados a una reunión en el salón de actos de la Casa de América, pleno Cibeles. Han sido contactados a última hora del viernes, sin tiempo material para decir que no y con un fin de semana de por medio. Van a escuchar a un charlatán que circunstancialmente ocupa la presidencia del Gobierno. Están sentados en una semipenumbra, con una butaca vacía de por medio, envueltos en una música que ejerce un efecto adormidera. Como dice Miguel Ángel Aguilar, “un calculado espectáculo de luces y sombras”. Casi 20 minutos de espera. Ana Botín vuelve a ojear su móvil sin ocultar cierto hastío. Por fin aparecen Pablo Iglesias y Carmen Calvo, que no son Göring ni lo parecen, y directamente se dirigen a ocupar sus asientos en primera fila. Momentos después, una potente voz en off inunda la sala: "¡Con ustedes, el presidente del Gobierno!".
Nuestros ricos se ponen aquí en fila para el besamanos de un gañán que se ha instalado en Moncloa por la irresponsabilidad de los Marianos de turno y con la diligente ayuda de los enemigos de la prosperidad
Y él, tan moreno, tan gallito, tan gallardo, con una de sus camisas Kalvin Klein, y una de esas chaquetas cortas de tiro, muy a la moda, que se niegan a ajustarse a la arquivolta de su cuello como si pendieran de una percha mal colgada, aparece sobre la alfombra roja, Pedro superstar Picapiedra, estrella del rock, y se dispone, ufano, a endosar al respetable un discurso que lee con la ayuda de uno de esos modernos teleprónter con tres pantallas ocultas al público cautivo, artilugio que le permite mover la cabeza a derecha e izquierda con la soltura de un Kennedy cual si improvisara. Los Botín, Pallete, Galán, Torres, Fainé et altri salen encantados. “Hoy ha estado muy bien”. Ha contado una visión idílica y tópica de esta España a punto de quiebra, si no quebrada, que nadie con la cabeza bien amueblada puede escuchar sin sonrojarse. Los problemas de España son cambio climático, cohesión territorial, digitalización y feminismo. Tócate las napias. Pero a los señores de la patronal, a nuestros Krupp, Opel y Siemens, les ha gustado. Le felicitan en corrillo, hacen la pelota al Gobierno menos business friendly de la historia de España, mientras la Botín, esa moderna banquera del pueblo dispuesta a mover la sede social del Santander a Vallecas, fantasea junto a Irene Pasionaria Montero, pero todos ponen pies en Polvorosa sin detenerse a valorar la charlotada ante los micrófonos, sabedores como son de haber sido utilizados por un tipo que, con 120 diputados, se adjudica, fanfarrón, una legislatura larga sin consulta previa a quienes le sostienen la peana.
Una economía feminista
La señora Botín se ha reafirmado a lo largo de la semana en su apoyo a Sánchez: “Pocas personas en España pueden estar en desacuerdo con los principios del discurso del presidente: hay muchas cosas que nos unen. Queremos todos una economía más sostenible, inclusiva, mas digital y por supuesto, como no, más feminista”, contaba aquí el jueves David Cabrera. ¿Habrá algo más feminista que conceder hipotecas con la garantía del Estado? Admitamos pulpo como animal de compañía y concedamos que el dinero siempre colabora con el poder político, sea del signo que sea, al punto de que sería una incongruencia, además de un suicidio, suponer al empresariado enfrentado a quién dispone de firma en el Boletín Oficial del Estado, dicho lo cual, llama poderosamente la atención la falta de rigor y/o el bajo nivel de auto exigencia de un empresariado que, a menos que disponga de información confidencial de la que el resto de los mortales carece, no sabe una palabra de los planes de este Gobierno para sacar a España de la crisis abismal que se avecina, no tiene idea de qué tipo de proyectos piensa presentar en Bruselas capaces de merecer el nihil obstat de la Comisión para cobrar los 140.000 millones en los que tiene puestas todas sus esperanzas, y tampoco conoce las líneas maestras –techo de gasto, senda de déficit- de los próximos PGE.
Es un caso extraordinario de apoyo a ciegas del mundo del dinero –en realidad meros gestores en su mayoría, empleados cualificados de los grandes fondos que hoy son los dueños de las empresas, colgados de la brocha, también la Botín, de esos escandalosos sueldos que se adjudican, entre salario y bonus, para seguir manteniendo el carísimo nivel de vida al que están acostumbrados- a un Gobierno situado, por lo demás, en las antípodas ideológicas que se suponen han guiado la actividad empresarial desde que el mundo es mundo. ¿Han perdido la cabeza estos romanos? Macron presentó el jueves el plan “France Relance” que, dotado con 100.000 millones, pretende sacar al país vecino de la crisis en dos años. Bajo la dirección del primer ministro, Jean Castex, la iniciativa ha contado con las aportaciones de una veintena de economistas independientes, así como de empresarios y sindicatos. Se trata de ayudar a los sectores y hogares más afectados por la crisis y preparar a Francia (reduciendo, por ejemplo, la carga fiscal que soportan las empresas en 20.000 millones), mediante inversiones específicas, para abordar los retos de la reindustrialización, proteger su soberanía y mantener su unidad (“La République n'admet aucune aventure séparatiste”, advirtió Macron este viernes en un discurso en el Panteón con motivo del 150 aniversario de la proclamación de la República). Y ello sin aumentar los impuestos.
Como la única política que concibe este Gobierno es la de tirar del gasto y no hay nada que gastar, toca esperar. Eso sí, con el respaldo entusiasta del Ibex
En Francia hay un plan concreto sobre el que trabajar. En España no hay nada. Hay un presidente que se ha tomado varias semanas de vacaciones. Y el humo de discursos vacuos. La niebla de una ignorancia supina. Silencio. En Moncloa se hacen rogativas para que llegue cuanto antes el maná de Europa, sin saber cómo, cuándo y en qué se va a dilapidar, perdón, gastar. Como la única política que concibe este Gobierno es la de tirar del gasto y no hay nada que gastar, toca esperar. Eso sí, con el respaldo entusiasta del Ibex, mientras la España sedicentemente liberal asiste perpleja al insólito espectáculo. Los patronos de la industria alemana acudieron a la llamada de Göring en el Reichstag dispuestos a poner dinero para ayudar a Hitler a ganar las elecciones de 1933. Los patronos españoles fueron el lunes a la Casa de América dispuestos a pedirlo, a impetrar ayuda. Una diferencia obligada por la situación de unas cotizaciones que ponen a buena parte de las empresas a merced de OPA hostil. Santander cotiza en torno a 1,8 euros acción y capitaliza apenas 30.000 millones. La posición de Botín se antoja delicada. Ella, como Carlos Torres y el resto de bancarios, tienen motivos para estar agradecidos: el Covid les ha permitido sanear cartera renovando créditos viejos como si fueran nuevos con la garantía del ICO. Encajar la morosidad latente en él aval del Estado. Ahora quieren dar hipotecas a los jóvenes también con garantía pública. Este debe ser el capitalismo popular y feminista tan del gusto de Irene y Ana. Pero el negocio bancario no da más de sí. Un grave problema de rentabilidad.
Reducir costes a uña de caballo
Y en esto se anunció boda entre CaixaBank y Bankia o la absorción de la segunda por la primera en una operación que despide un cierto aroma a otra de triste recuerdo: el matrimonio entre Caja Madrid y Bancaja o la historia de dos bancos malos que no hicieron uno bueno. ¿Ganar tiempo con el silencio cómplice del BCE? Tras la fachada del “bancazo” (sic) que se anuncia se esconden las preocupaciones, en apariencia despejadas, de un Fainé que por fin encuentra un sucesor, un heredero, en la persona de Gorigolzarri, un hombre con el que siempre le ha unido una estrecha amistad, y la ambición de Goiri por encontrar un portaviones desde el que navegar abandonando de una vez esa Bankia varada en la playa de la falta de negocio. “Había que hacer algo con urgencia”. Y lo que se va a hacer es una escabechina: poner en la calle a entre 10.000 y 15.000 personas, porque esta es una historia cuya razón de ser es la reducción de costes, ello en el peor momento imaginable, con el paro multiplicándose por las cuatro esquinas de esta España desencajada. Impacto en el empleo e impacto también en términos de competencia. ¿Alguien piensa en el consumidor? ¿Alguien en la dificultad de tantas y tantas pymes para financiarse?
¿Quién piensa en España? Nuestros ricos se ponen aquí en fila para el besamanos de un gañán que se ha instalado en Moncloa para mucho tiempo por la irresponsabilidad criminal de unos, los Marianos de turno, y la diligente ayuda de los enemigos de la prosperidad y la convivencia entre españoles. Los primeros, medios de comunicación aparte, los presidentes y consejeros delegados de nuestras grandes empresas. El mundo del dinero y la dignidad. Es el eterno problema de España con sus elites, hoy responsables en buena medida de la ausencia clara de una alternativa liberal al inane Gobierno social-comunista que soportamos. Para los Krupp, los Opel o los Siemens que aquel 20 de febrero de 1933 tomaron, en nombre de la gran patronal alemana, el compromiso de apoyar con su dinero al partido nazi, aquello no pasaba de ser un capítulo más del business as usual, “una trivial recaudación de fondos”, dispuestos como estaban a viajar con sus calculadoras hasta las puertas del infierno. Ninguno de ellos podía sospechar, sin embargo, que apenas 12 años después, mayo de 1945, de la sala donde se rindieron a Hitler y del propio palacio del presidente del Reichstag no quedaría más que un amasijo humeante de escombros.