Al inicio de la tercera temporada de Brexit, una de las series más vistas de esta década, el personaje de Boris Johnson –que recordarán que traicionó a Cameron en la primera temporada y luego a May en la segunda– llegó finalmente al poder. Recuperó entonces como asesor a un personaje de la primera temporada, el siniestro Dominic Cummings, director de la campaña del “Leave” durante el referéndum y que, con tanta inteligencia como pocos escrúpulos, ha tenido un papel muy relevante en esta temporada que ahora toca a su fin.
Muy pronto Cummings enseñó a Johnson que lo importante era tener unas pocas cosas claras, seguir una especie de decálogo que ha guiado los últimos episodios de esta enrevesada serie: primero, que carecía de una mayoría parlamentaria suficiente para aguantar mucho tiempo o liderar un Brexit con éxito, así que necesitaba presentarse a unas nuevas elecciones con garantías de triunfo. Segundo, que jamás conseguiría esa mayoría sin deshacerse antes del Brexit Party, un partido sin otro programa electoral que el de forzar un no-deal, de modo que en público debía mostrarse dispuesto a un Brexit sin acuerdo y alérgico a cualquier forma de prórroga. Tercero, que un Brexit sin acuerdo era un suicidio no sólo económico, sino también político, así que no le convenía en absoluto.
Cuarto, que la única posibilidad de renegociar el Acuerdo de Salida con la UE era volviendo a la salvaguarda inicialmente propuesta por Barnier, aplicable solo a Irlanda del Norte; quinto, que si el objetivo de la salvaguarda es que no se note que Irlanda del Norte e Irlanda son países distintos, y el del DUP es que se note que Irlanda del Norte es lo mismo que Gran Bretaña, entonces el DUP es incompatible con cualquier acuerdo aceptable para la UE, por lo que habría que traicionarlo. Sexto, que para lograr el acuerdo con la UE tendría que ceder en todo lo importante (regulación europea para Irlanda del Norte en materia sanitaria, técnica, aranceles e IVA, más controles en el mar de Irlanda), así que había que partir de una posición inaceptable para luego rendirse sin que se notase demasiado, y de paso arrancar alguna concesión secundaria.
Nido de neoliberales
Séptimo, que, si no conseguía cerrar un acuerdo, era imprescindible que la oposición se encargase del trabajo sucio de pedir la prórroga, bien forzándole legalmente a hacerlo o –mejor aún– sustituyéndole al frente del gobierno en una aparatosa moción de censura que le permitiese luego regresar como un héroe frente a las élites parlamentarias. Octavo, que, si lo conseguía, la oposición jamás le daría la baza de validarlo, sino que lo rechazarían de plano –como el de May– o lo llenaría de condicionantes inaceptables. Noveno, que, si traicionaba al DUP, sólo podría obtener el apoyo de los radicales de su partido prometiéndoles no ceder ni un ápice en las negociaciones de una relación definitiva con la UE durante el período transitorio, si es preciso saliendo sin acuerdo a finales de 2020 (en un no-deal sólo para Gran Bretaña, algo imposible con el Acuerdo de May, ya que este garantizaba una unión aduanera con todo el Reino Unido). Décimo, que Jeremy Corbyn era el aliado perfecto para sus objetivos, ya que, frente a los conservadores radicales que creen que la UE es un nido de socialistas, nada mejor que un líder laborista que cree que la UE es un nido de neoliberales, y además indeciso y opuesto a un segundo referéndum.
El Manual del Perfecto Populista –disponible en varios idiomas– señala que, cuando no tienes mayoría suficiente en el parlamento para conseguir tus objetivos, lo mejor es desacreditar al parlamento. Y eso requiere un enfrentamiento abierto, descarnado. Así que, para asegurar la regla séptima, Johnson se puso manos a la obra: suspendió la actividad del Parlamento durante cinco semanas, como si fuera un grupo de niños molestos, dejando sólo un par de semanas de debate antes de la fecha del Brexit.
Para mostrarse implacable, expulsó a los parlamentarios conservadores que votaron en contra de la suspensión, incluido al nieto de Churchill, quien –con ironía digna de su abuelo– dijo que, si había sido desleal, era porque había tenido un gran maestro en el propio Johnson. Ese plan, sin embargo, no le salió bien, porque el Supremo británico anuló la suspensión; asimismo, el Parlamento –probablemente anticipándose a la regla séptima– aprobó una inconveniente ley que le obligaba a pedir prórroga, algo menos rentable electoralmente que una salida heroica por la puerta grande de una moción de censura.
Entonces Johnson, en aplicación de la regla sexta, hizo una propuesta inicial de salvaguarda aceptable para el DUP y, por tanto, totalmente inaceptable. Aunque dijo que era innegociable, no tardó ni dos días en renegociarla entera, apoyándose en el primer ministro irlandés, Leo Varadkar, que apareció en escena cual deus ex machina. Johnson cedió en todo lo que tenía que ceder, y a cambio consiguió que la UE admitiese un sucedáneo de régimen europeo en Irlanda del Norte para aranceles e IVA, más una cláusula de salida de la salvaguarda que exige que todas las facciones de los Acuerdos de Viernes Santo se pongan de acuerdo, es decir, algo realmente difícil. La UE mostró también mucha cintura en estas negociaciones (pero siempre amarrando lo esencial). Por supuesto, por el camino el DUP fue traicionado, como recomendaba la regla quinta.
Su épico “antes muerto en una zanja que pedir una prórroga” se tradujo finalmente en el dócil envío de una carta sin firmar (junto a otras dos explicativas, eso sí) que, por supuesto, fue aceptada por la UE
Con el nuevo Acuerdo de Salida en la mano, se presentó en el Parlamento para aprobarlo. Pero el Parlamento, liderado por el astuto Bercow –personaje que lamentablemente desaparecerá al final de esta temporada–, intuyó la regla novena de su decálogo y se negó a validarlo sin antes tramitarlo como ley, para poder añadir las enmiendas oportunas, garantizar una mínima relación futura con la UE y evitar que la amenaza de un no-deal inmediato para el Reino Unido se sustituyese por la de un no-deal diferido para Gran Bretaña a finales de 2020 (es decir, una vez concluido el período transitorio que, en cualquier caso, deberá extenderse, ya que 14 meses no dan para negociar ni un acuerdo comercial básico). Esta artimaña legal (esperable, por la regla octava) obligó legalmente a Johnson a pedir prórroga, lo que hizo a regañadientes; su épico “antes muerto en una zanja que pedir una prórroga” se tradujo finalmente en el dócil envío de una carta sin firmar (junto a otras dos explicativas, eso sí) que, por supuesto, fue aceptada por la UE.
En los próximos episodios veremos cómo Johnson no tiene ningún incentivo para seguir tramitando su Ley de Salida: en el empeño solo podría perder votos y capital político a medida que se introduzcan enmiendas que reduzcan su margen de maniobra, y por tanto inaceptables para su partido. Es el momento de vender al electorado que él consiguió lo que no se podía conseguir: un nuevo acuerdo con la UE que permitiría “llevar a cabo el Brexit de una vez por todas”, pero que las malvadas élites parlamentarias están boicoteando.
El momento, al fin, de cumplir la primera y más importante regla del decálogo de Cummings: ir a elecciones y conseguir una mayoría suficiente. Si lo demora, puede dar alas al Brexit Party, contrariando la regla segunda. La décima regla, la “regla Corbyn”, le ayudará a cerrar su círculo estratégico: si la UE concede la prórroga, el líder laborista no podrá esconderse y rehuir el desafío electoral. Un desafío que probablemente cerrará esta tercera temporada –aunque los guionistas nos tienen acostumbrados a sorprendentes giros de guion– y que, poco a poco, irá reduciendo las posibilidades de un Brexit sin acuerdo y aumentando las del Brexit, así como la incertidumbre sobre la relación final con la Unión Europea.
Si creen que esto ha terminado, o que terminará en enero, están muy equivocados. Los productores acaban de comprar los derechos para la cuarta temporada.