Opinión

De cacerolas y debates universitarios

Empieza a ser de una manifiesta ingenuidad ver la universidad como un santuario de la libertad de pensamiento y expresión en los tiempos que corren  

  • Pablo Iglesias, al fondo, e Iñigo Errejón, en primer plano, boicoteando a Rosa Díez.

El 25 y el 26 de abril se celebró un congreso sobre la regulación de la gestación subrogada en la Universidad Carlos III de Madrid. Organizado por el área de Derecho Internacional Privado, participaban en el evento expertos de diferentes campos, del Derecho a la Bioética, así como personas afectadas y asociaciones. Una de las sesiones estaba dedicada ofrecer una perspectiva comparada de la regulación en Europa con intervenciones de juristas de otros países y cerraba el congreso una mesa redonda con representantes de los cuatro grandes partidos españoles. La actualidad del tema está fuera de duda. El asunto de la gestación subrogada, los llamados ‘vientres de alquiler’, es un asunto complejo cuya regulación legal es objeto de apasionada controversia en nuestro país. De ahí la oportunidad de estas jornadas, pues el entorno universitario parece el marco más adecuado para una discusión serena e informada acerca de los aspectos controvertidos, éticos y legales, de dicha regulación.

Desafortunadamente, el congreso fue noticia por otras razones. Días después, el sindicato UGT denunció que se hubiera celebrado: se trata de un hecho de ‘suma gravedad’, según alegan, por tratarse de una práctica prohibida en España. Además de reiterar su rotunda oposición a la ‘mercantilización del cuerpo de las mujeres’, el sindicato se suma a las protestas contra el acto de organizaciones feministas y de miembros de la comunidad universitaria. La alcaldesa de Getafe, al parecer, se puso en contacto con el rector para manifestarle su rechazo. Y alguna de esas organizaciones feministas, como la Asamblea Abolicionista de Madrid, convocaron una cacerolada de protesta, alegando que ‘el uso del cuerpo de las mujeres va contra los Derechos Humanos (sic) y los derechos no se pueden debatir’. En el cartel de la cacerolada no faltó, como era previsible, la imagen distópica de 'El cuento de la criada'.

Resulta de lo más ingenua la afirmación de que no se puede debatir sobre derechos, cuando en realidad no hacemos otra cosa. Basta reparar en que buena parte de nuestras discusiones políticas o legales versan sobre derechos o tienen consecuencias que de un modo u otro les atañen. Es un rasgo notorio de la discusión pública en las sociedades democráticas y responde al prestigio y la fuerza que tiene la noción. Ya hablemos de la secesión de Cataluña o de la despenalización de la eutanasia, tratamos de formular lo que nos parece justo o deseable en el lenguaje de los derechos.

El asunto no es, por ejemplo, la discusión de fondo en torno a las razones a favor o en contra de la gestación subrogada, sino la oportunidad de exponer y sopesar esas razones por medio del debate público

No otra cosa hacen, por cierto, las convocantes de la cacerolada cuando sostienen que sobre ciertas cosas no se puede debatir. Es fácil traducir esa afirmación: no se debería permitir tal cosa. Pero esa es la clase de proposición que hacemos cuando queremos restringir la libertad de las personas. Si no es permisible, entonces las personas no tienen derecho a discutir sobre derechos o a organizar debates en la universidad sobre lo que debería permitirse o no. La contradicción es obvia. Cuando menos debería ser discutible si tenemos o no derecho a discutir sobre ciertas cuestiones.

El asunto aquí no es la discusión de fondo en torno a las razones a favor o en contra de prohibir la gestación subrogada, sino la oportunidad de exponer y sopesar esas razones por medio del debate público. Pues una cosa es estar en contra de una práctica (o a favor de su prohibición) y otra bien distinta estar en contra de discutir o prohibir la discusión sobre esa práctica; de la primera no se sigue en modo alguno la segunda, ni tiene una postura más firme quien se niega a discutir sobre la cuestión o se lo impide a los demás. Al contrario, como señaló Hume, la intolerancia va muchas veces unida a la íntima inseguridad. Quien pretende acallar las voces de los que piensan de otra forma no confía demasiado en la fortaleza de sus propias razones.

Es tentador pensar que el asunto es peor por tratarse de protestas contra un debate en un foro universitario, pero quizá sea otra ingenuidad ver la universidad como un santuario de la libertad pensamiento y expresión en los tiempos que corren. Hemos visto escraches en universidades españolas para impedir que algunas personas hablen allí, el más reciente en Barcelona. Fuera de España el panorama no es mejor y cada semana llegan noticias de casos inquietantes para la libertad de investigación y discusión, que son aspectos esenciales de la libertad académica.

Que las presiones vengan de la propia comunidad universitaria es desalentador. Hace unos días nos enteramos de la movilización de estudiantes para que las autoridades académicas de la University of Arts de Filadelfia despidan a Camille Paglia, bien conocida como crítica cultural e intelectual de prestigio, por sus ‘peligrosas opiniones’ sobre sexo e identidad de género; en caso de no poder despedirla de la institución donde lleva décadas enseñando, los activistas piden al menos que otros profesores impartan su docencia y que se impida a Paglia hablar en actos académicos o vender sus libros en el campus. No hace mucho hubo una petición similar en la Universidad de Oxford dirigida contra John Finnis, uno de los más destacados filósofos del Derecho y actualmente profesor emérito. En otros casos los protagonistas son menos conocidos y más vulnerables, como ha sucedido con Noah Carl, recientemente despedido por el St Edmund’s College de Cambridge tras las denuncias de estudiantes y colegas. Los administradores del college rescindieron el contrato de Carl alegando que su investigación sobre estereotipos sociales era ‘problemática’ y acusándolo de ‘faltar a la ética’. La acusación haría pensar en un caso de investigación fraudulenta, plagio o manipulación de datos, pero aquí se apunta al hecho de que sus trabajos podrían ser usados malévolamente por otras personas para incitar al odio racial o religioso.

Fuera de España el panorama no es mejor, y cada semana llegan noticias de casos inquietantes para la libertad de investigación y discusión, que son aspectos esenciales de la libertad académica

Dicen Lukianoff y Haidt que exigir retractaciones, o pedir la retirada de publicaciones, se ha convertido en la nueva forma de refutación. Podríamos añadir nosotros las caceroladas. No diría que una imagen de nuestro tiempo, pero la protesta de Getafe sí deja una estampa curiosa. Una cacerolada reúne a un grupo de activistas para expresar su rechazo haciendo ruido y coreando consignas. Puede reforzar la adhesión de los ya convencidos, pero por mucho alboroto que hagan es poco instructivo. 

Un debate académico, en cambio, tiene algo de torneo civilizado cuando cumple su función deliberativa: se trata de confrontar los diferentes puntos de vista acerca de una cuestión o desacuerdo y para ello las partes han de presentar sus razones a favor o en contra. Dado que tendemos a seleccionar la evidencia que confirma nuestra forma de pensar, un sesgo sobradamente confirmado, no hay mejor forma de explorar las cuestiones que sometiéndolas a escrutinio por medio del debate, pues nos fuerza a atender a las razones del contrario si queremos rebatirlas. La disputatio in utramque partem de los clásicos. Muchos son los efectos saludables de la argumentación pro et contra para la calidad de la discusión, pero hay uno en particular que conviene resaltar: frena la polarización del grupo. Es sabido que cuando la gente solo escucha a quienes piensan igual, tiende a moverse hacia posturas más extremas. Por ello, atender a las razones de otros no sólo permite ampliar nuestra perspectiva y considerar otros aspectos del asunto, sino que modera una tendencia a la que están especialmente expuestos los grupos de activistas.

La crítica y el debate son la savia misma de la que se nutre la vida académica. Por ello cabe preguntarse qué idea de universidad tienen quienes protestan contra la celebración de un debate en sede académica. O qué idea de lo público cuando denuncian que se usen los recursos de la universidad pública para organizarlo. No parece ser el de un espacio plural donde la libre discusión exige argumentar, si prefieren las cacerolas.

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