Recientemente la OCDE y la Fundación Santillana presentaron el informe “Estrategia de Competencias de la OCDE 2019”, realizado bajo la supervisión de Monserrat Gomendio, directora del Centro de Competencias de la OCDE. Este informe analiza las estrategias con las que afrontar megatendencias como la globalización, la digitalización, el envejecimiento de la población o las migraciones y aprovechar las oportunidades que suponen para mejorar la prosperidad del conjunto de la sociedad. Sus recomendaciones se basan en tres ejes: desarrollar las competencias que se van a necesitar a lo largo de la vida, usar esas competencias de manera eficaz en el trabajo y en la sociedad, y fortalecer la gobernanza de los sistemas de competencias
Los efectos de la revolución digital sobre el empleo, la productividad, la polarización, la desigualdad y, en definitiva, sobre el bienestar social van a depender en última instancia de la capacidad de nuestras sociedades de articular políticas con las que responder adecuadamente a los retos y gestionar los cambios. Medidas que potencien a largo plazo los efectos positivos de un progreso técnico y digital inclusivo, y reduzcan al mismo tiempo los costes individuales y sociales de la transición a nuevos procesos productivos y organizaciones.
El proceso de transformación tecnológica y digital, la globalización y las cadenas mundiales de producción exigen abordar estrategias integrales de largo plazo y consistentes entre sí, con una perspectiva global, puesto que las sociedades son cada vez más interdependientes. Pero no sólo necesitamos acierto en las políticas, también rapidez. Si los tiempos de adopción de las nuevas tecnologías se acortan y sus efectos son más inmediatos, las respuestas deben ser adecuadas, eficaces y anticipar los cambios con rapidez.
La mayor parte de las ocupaciones que crean las nuevas tecnologías requieren niveles de formación superiores a los de los empleos que se destruyen como consecuencia de la robotización
La revolución digital potencia unas habilidades y capacidades en detrimento de otras. En la carrera de la educación frente a la tecnología (muy bien analizada por Claudia Goldin y Lawrence F. Katz, 2009), la evidencia indica que el progreso técnico está sesgado hacia determinadas habilidades y niveles de formación superior, aumentando los salarios de los trabajadores más cualificados en mayor medida que los de aquellos con menor formación. La rutinización de muchas ocupaciones facilita su automatización, mientras que los empleos que desarrollan actividades más abstractas y de gestión y coordinación de equipos, y que exigen más soft skills, ven aumentar su demanda. La mayor parte de las ocupaciones que crean las nuevas tecnologías requieren niveles de formación superiores a los de los empleos que se destruyen como consecuencia de la robotización y del despliegue de la inteligencia artificial. Si la inversión en capital humano ya era la mejor decisión individual y colectiva, con la revolución digital lo es con mayor claridad. Cada vez es más importante conseguir habilidades con las que el progreso técnico sea complementario en lugar de sustitutivo de los robots y de la inteligencia artificial, incluso en las tareas menos cualificadas. La educación y la formación continua son un ingrediente básico y condición necesaria para permitir que cualquier persona puede aprovechar las oportunidades de la revolución digital.
Dualidad, desigualdad, vulnerabilidad
Sin embargo, existen importantes diferencias entre países en la cualificación y las capacidades de la población adulta ante la revolución digital. En Japón o Corea más de un 60% de los adultos jóvenes entre 25 y 34 años tiene algún tipo de educación superior y menos de un 5% dejó de formarse antes de pasar al ciclo superior de la enseñanza secundaria. En otros, hay un amplio porcentaje de adultos jóvenes con unas condiciones de partida bastante desfavorables para abordar la transformación digital con garantías de éxito. En Italia un 25% de los adultos entre 25 y 34 años tiene un nivel formativo inferior al ciclo superior de secundaria. En España ese porcentaje aumenta hasta el 34%, triplicando los niveles que se observan en otros países europeos. Es cierto que, en el otro extremo, España cuenta con un 43% de adultos jóvenes con algún tipo de educación superior, un porcentaje similar al de los países más avanzados. Esta dualidad refleja la desigualdad existente en el capital humano con el que la población accede al mercado de trabajo y es una enorme vulnerabilidad para afrontar el futuro.
Pero además de en los años de educación también existen diferencias en la calidad de la educación recibida durante esos años de escolarización, como muestran los resultados de las pruebas del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes de 15 años (PISA), en matemáticas, comprensión lectora y ciencias, que realiza la OCDE. Japón obtuvo en 2015 el mejor resultado (529 puntos) frente a España (491), EE.UU. (488) o Italia (485). Estas diferencias equivalen aproximadamente a un año de escolarización a los 15 años de edad. Estas diferencias tienden a ampliarse porque la probabilidad de realizar formación continua a lo largo de la carrera laboral es mucho más alta entre las personas con formación superior que entre aquellas que sólo han alcanzado el ciclo inferior de educación secundaria. La OCDE muestra que de 2012 a 2015 alrededor de tres cuartas partes de los adultos con educación superior en los países europeos más avanzados, en EE.UU. o en España había participado en algún tipo de actividad formativa. Sin embargo, estos porcentajes caían a cifras entre el 28 y el 33 por ciento entre los adultos que solo habían alcanzado como mucho el ciclo inferior de educación secundaria. Lamentablemente aquellas personas que más necesitan la formación continua son las que menos participan en esos programas de formación. Todo ello hace que en el Programa para la Evaluación Internacional de las Competencias de los Adultos (PIAAC) de 2012 a 2015, Japón sea el país con mejores resultados, seguido de cerca por los países europeos más avanzados. Estados Unidos presenta resultados peores, aunque mejores que España e Italia. Además, hay una elevada heterogeneidad en la distribución de estas capacidades. Mientras que en Japón sólo un 26,6 por ciento de los adultos no alcanza las competencias del promedio de la OCDE, en España este porcentaje se eleva al 66,6 por ciento de los adultos.
Estos indicadores muestran las enormes disparidades en las condiciones de partida para aprovechar al máximo las oportunidades de la revolución digital. Hay importantes diferencias en cómo se está preparando a las generaciones futuras, en la proporción de adultos con competencias básicas y de personas bien formadas, en la exposición digital mediante su uso diario y en el trabajo, en los porcentajes de trabajadores en riesgo de que sus ocupaciones desaparezcan o cambien significativamente como consecuencia de la automatización, en la integración de las TICs en el sistema educativo, en la formación de profesorado o en los sistemas de formación continua.
La OCDE muestra que de 2012 a 2015 tres cuartas partes de los adultos con educación superior en los países más avanzados había participado en algún tipo de actividad formativa
La lectura positiva de estas diferencias es que países como España pueden hacer mucho para aumentar la productividad, la inversión, la innovación, el empleo y su capacidad para aprovechar la revolución digital a través de la mejora de sus políticas educativas y formativas. Portugal está consiguiendo esa mejora educativa y lleva camino de convertirse en la Finlandia del sur. La lectura negativa es que reducir estas diferencias lleva mucho tiempo, por la inercia de la demografía. Conseguir que los jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo lo hagan con el nivel educativo de las sociedades más prósperas nos llevaría al menos dos décadas. Y necesitaríamos otras dos para renovar la mitad de la población activa y reducir a la mitad la brecha en capital humano con esos países.
En resumen, sólo las mejores estrategias educativas y formativas, tanto en el plano individual como por parte de las empresas o de los gobiernos, conseguirán los mejores resultados del proceso de transformación digital de nuestras sociedades. Además de reducir las diferencias existentes en las condiciones de partida en capital humano hay que estar preparados para cubrir las nuevas capacidades y habilidades que demandará la sociedad del futuro. Dada la rapidez de la disrupción digital, todo hace pensar que los tiempos para llevar a cabo estas medidas serán más cortos que en el pasado. Afortunadamente contamos con un importante aliado: la propia innovación tecnológica que, bien utilizada, puede servir para identificar las necesidades formativas, diseñar soluciones, desplegar medidas rápida y eficientemente, agilizar procesos, reducir costes y mejorar servicios, evaluar resultados y seleccionar aquellos beneficiarios que más necesitan mejorar sus capacidades.
(*) Este artículo ha sido elaborado en colaboración con Javier Andrés (Universidad de Valencia)