Opinión

Puigdemont y el arenque ahumado: la paradoja del legitimismo

El empeño simbólico por restituir al gobernante supuestamente legítimo, es la mejor manera de prolongar aquello contra lo que dicen luchar

  • Una fotografía de Carles Puigdemont, cesado por el Gobierno como presidente catalán, colgada en uno de los despachos del Palau de la Generalitat este lunes.

Aunque llevamos semanas entretenidos con las andanzas de Puigdemont, al que algún periodista ha llegado a comparar con la Pimpinela Escarlata, no es mi pretensión desvelar nuevos detalles de lo que pudo desayunar durante su breve estancia en Dinamarca ni sugerir tampoco un buen restaurante en el centro de Bruselas donde podría degustar filetes de arenques. Lo que me interesa aquí es eso que varios columnistas han coincidido en llamar ‘el legitimismo’ del político de Amer. 

Como señala Joaquim Coll, la nueva temporada del procés bien podría titularse ‘El legitimismo’. Tras la huida a Bélgica de algunos de sus miembros, la restitución del Govern legítim se convirtió en el leitmotiv del campo nacionalista, pese a rivalidades y animadversiones personales. El inesperado sorpasso de JxCat sobre los ERC en las elecciones consolidó el liderazgo de Puigdemont como símbolo de la oposición al 155 y aglutinante del independentismo. La lista de JxCat fue confeccionada a su voluntad y los antiguos convergentes difícilmente renunciarán a quien evitó que los republicanos se hicieran con la supremacía nacionalista. La CUP, cuyos menguados votos vuelven a ser importantes, apoya a Puigdemont como ariete contra la legalidad. La propia ERC parece atrapada en el discurso legitimista, pues quien cuestione al presidente legítimo será tildado de traidor o vendido. La ANC ha declarado solemnemente que sólo reconocerá al de Amer como presidente legítimo. Todos somos Puigdemont, proclaman quienes llevan las caretas recortables. El resultado lo estamos viendo estos días: la propuesta del prófugo para la investidura a sabiendas de que no comparecerá, pues de hacerlo sería detenido; además, la sesión, aplazada ahora sine die, sería nula y sin efecto tras las medidas cautelares adoptadas por el Constitucional. 

Se opone ‘legítimo’ a ‘legal’, lo que no deja de ser una curiosa evolución histórica, pues para los romanos ‘legitimus’ significaba que era legal o conforme a la ley"

 Esa insistencia en la legitimidad tiene algo de paradójico. Cuanto más insiste alguien en proclamar su condición de ‘legítimo X’, más probable es que su legitimidad sea problemática o dudosa. En eso ‘legítimo’ se parece al uso del adjetivo ‘moral’ en expresiones como ‘victoria moral’, que se emplean precisamente cuando no se gana. En el caso de Puigdemont fue destituido como presidente de la comunidad autónoma con la aplicación del 155 y tras publicarse su cese en el BOE no es presidente de nada. Como tantas veces hemos oído, se acude a ‘legítimo’ para oponerlo a ‘legal’, lo que no deja de ser una curiosa evolución si atendemos a la historia del término, pues para los romanos ‘legitimus’ significaba que era legal o conforme a la ley. Para Cicerón el poder de un magistrado era legítimo sólo si se fundamentaba en la ley y se atenía a ella en su ejercicio. Nada que ver con president legítim.

 En filosofía política se considera gobernante legítimo a aquel que tiene derecho a mandar y ve reconocido su derecho. También se ha dicho que la legitimidad era parte del vocabulario propio de las monarquías y ajena a la tradición republicana, por lo menos hasta Rousseau. Al príncipe legítimo se oponía el usurpador, que se apodera del bien o del derecho de otro, en este caso su corona. Ese es el efecto retórico buscado con el argumento del Govern legítim: denunciar la aplicación del 155 como una usurpación, un ‘golpe ilegítimo’ en palabras de Puigdemont. Lo que no deja de tener su gracia, si recordamos la aprobación de las leyes de desconexión, la convocatoria de un referéndum ilegal o la DUI, porque usurpador es también quien ejerce su poder ultra vires, fuera de los límites que marca la ley. Volvemos a Cicerón. O a la sentencia del TC sobre aquellas jornadas: ‘Un poder que niega expresamente el Derecho se niega a sí mismo como autoridad merecedora de acatamiento’. El discurso nacionalista, como vemos, pone las cosas del revés. 

Legitimidad ‘divina’ versus civil

 A los legitimistas de antaño la ley podía importarles poco. Gratia Dei, por la gracia de Dios, era el lema con que sostenían el derecho divino de los reyes. Por eso Dolf Sternberger, a quien debemos por cierto la expresión ‘patriotismo constitucional’, antes de que la popularizara Habermas, distinguía históricamente entre dos grandes tipos de legitimidad: numinosa y civil. Sternberger sitúa entre las concepciones numinosas también a los profetas bíblicos cuya autoridad, invariablemente en la oposición, era inspirada por la revelación divina. La civil, en cambio, descansa sobre el acuerdo de ciudadanos libres e iguales que se someten a la misma ley para proteger sus derechos. Ahí está el núcleo de una democracia constitucional. ¿Qué clase de derecho a gobernar se arroga Puigdemont por encima de las leyes y al margen de la Constitución? Los nacionalistas hablan del mandato de las urnas o de la voluntad del pueblo, pero eso no debería llamarnos a engaño. El pueblo del que hablan está más cerca de la concepción numinosa que de la civil. Y en una sociedad democrática no cabe oponer los votos al Estado de Derecho, sin el cual no existirían las condiciones que garantizan las libertades de los ciudadanos ni las instituciones que hacen posible el ejercicio ordenado de sus derechos políticos. Así decía también la mencionada sentencia del TC: ‘En el Estado constitucional no puede desvincularse el principio democrático de la primacía de la Constitución’.

 ¿Y los arenques prometidos en el título? Por red herring (arenque rojo o ahumado) se designa en inglés una falacia lógica y también un recurso literario. Aunque el origen de la expresión no está claro, suele referirse al pescado ahumado de olor fuerte, normalmente arenque, que se usaba para entrenar perros para la caza o como forma de conseguir que perdieran el rastro de la pieza. Se trata de una maniobra de distracción, habitual en las conversaciones, con la que un interlocutor introduce un tema colateral, suficientemente llamativo y aparentemente conectado, pero que desvía la atención del asunto principal. No es la simple evasión consistente en cambiar de tema, sino que dirige esa atención hacia una pista secundaria; lo que funciona tanto mejor si, por analogía con el arenque oloroso, genera fuertes emociones. Por eso en español esa falacia de relevancia se llama de ‘la pista falsa’.

En una sociedad democrática no cabe oponer los votos al Estado de Derecho, sin el cual no existirían las condiciones que garantizan las libertades de los ciudadanos"

 Cuando uno contempla con cierta distancia el legitimismo de Puigdemont es difícil evitar la impresión de una monumental distracción, a poco que advirtamos que las pistas falsas también se introducen inadvertidamente. Consideremos todo el alboroto, maniobras, declaraciones en torno a un gesto simbólico, meramente propagandístico, como su investidura, que sería invalidada legalmente y por tanto inútil. Para la sociedad catalana nada es más urgente que restablecer la normalidad institucional y social. Y eso pasa por el respeto a la legalidad, sin la cual difícilmente habrá recuperación económica o mejora de la convivencia. Para los propios nacionalistas nada más importante ahora que recuperar el control de las instituciones autonómicas, que suponen fondos que gestionar y jobs for the boys. Fracasada la vía de la secesión unilateral, necesitan replantearse muchas cosas. El legitimismo es simplemente la pista falsa.

En octubre pasado los nacionalistas cometieron un gravísimo error de cálculo subestimando la fuerza del Estado de Derecho. Hay que preguntarse si están dispuestos a repetirlo poniendo en juego el gobierno autonómico por un gesto de desafío completamente estéril. Para sus aliados y seguidores Puigdemont encarna la resistencia al 155, pero la aplicación de éste no cesará hasta que no se constituya un nuevo gobierno. Ahí radica la paradoja final del legitimismo. El empeño simbólico por restituir al gobernante supuestamente legítimo es la mejor manera de prolongar aquello contra lo que dicen luchar.

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