En los primeros días de mayo de 1940, Inglaterra estaba en guerra con Alemania. Una guerra que ya era de verdad: Hitler había invadido Bélgica y Holanda, países neutrales, y se abalanzaba imparable sobre Francia. El peligro era terrible e inmediato. En el Parlamento británico, donde se montan unas grescas monumentales desde hace siglos, un airadísimo Clement Attlee –jefe de la oposición laborista– gritaba, fuera de sí, y señalaba con el dedo al primer ministro, el conservador Neville Chamberlain, el padre del funesto “apaciguamiento” a los nazis en Múnich, dos años antes.
“¡Dimita, señor Chamberlain!”, voceaba Attlee, lo cual estaba dentro de lo esperable. Pero lo que dijo a continuación fue una sorpresa: los laboristas estaban dispuestos a formar una gran coalición con los conservadores, “pero jamás, ¡jamás bajo la dirección del señor Chamberlain!, que ya ha demostrado su incompetencia”. Así fue como llegó Winston Churchill a la presidencia del Gobierno por primera vez.
Es verdad que España no está hoy en guerra… salvo consigo misma, como es costumbre desde hace dos siglos, pero la comparación, salvo en eso, no es difícil. Cada día que pasa estoy más convencido de que Pablo Casado no será presidente del Gobierno. Cuando le veo en la tele y quito el sonido, veo el destino de Chamberlain. Este joven y ambiciosísimo palentino se ha equivocado de amigos y sobre todo de planes. La estrategia del chillido constante, de la descalificación brutal y grosera de todo lo imaginable, dio resultado en otro tiempo, eso es verdad. Alguien recordará aún al que hace casi 30 años fue famoso “sindicato del crimen”, una conspiración de políticos, periodistas, financieros, algún notario y oscuros policías cuyo objetivo era sacar a Felipe González de la Moncloa como fuese, al precio que fuese, usando para ello lo lícito y lo ilícito, lo cierto y lo asqueroso. “Se llegó a rozar la estabilidad del Estado”, reconoció Luis María Anson (uno de los conjurados) a la revista en la que yo trabajaba entonces.
Alguien incapaz de evitar que una persona con las luces de Ayuso (un guante dentro del cual hay una mano maestra) esté serrando las patas de la silla en que se sienta
Lo que pasa es que todo envejece. Y esa estrategia del ladrido perpetuo, también. Se volvió a usar, brutalmente, contra Zapatero. Pero esa encanallada forma de proceder está ya añosa y, a pesar de varias décadas de berlusconización (embrutecimiento) de la ciudadanía gracias a la televisión, los de a pie seguimos sin ser tontos del todo. Para reemplazar a Sánchez, que es un prodigioso equilibrista de la política, escurridizo como una anguila, hacen falta condiciones de las que Casado anda escaso.
Alguien capaz de increpar al presidente del Gobierno porque vaya a nombrar a sus ministros “a dedo”, como si alguien lo hubiese hecho de otro modo alguna vez, es que no está a la altura del puesto al que aspira. Alguien capaz de meterse en una misa por Franco la víspera del congreso de su partido en Andalucía, es que no anda muy bien de la cabeza. Alguien capaz de responsabilizar a Sánchez de los “120.000 muertos” de la pandemia (¿y por qué no 200.000, o dos millones, ya puestos?), como si los hubiera matado él personalmente, es que no tiene mucho a lo que agarrarse.
Alguien capaz, desde el PP, de enfadarse con la patronal por sus esfuerzos en llegar a acuerdos para sacar adelante la desleída y vagarosa “reforma de la reforma” laboral, es que se está quedando más solo de lo que cree. Alguien que pierde el sueño buscando la manera de hacer más ruido (pero el mismo tipo de ruido) que la extrema derecha, cuando sabe muy bien que lo único que Vox sabe hacer es ruido, tiene serios problemas. Y alguien incapaz de evitar que una persona con las luces de Ayuso (un guante dentro del cual hay una mano maestra) esté serrando las patas de la silla en que se sienta, y que encima se niegue a hablar del asunto porque “eso no le interesa a la gente”, como dijo el otro día, es que está muy perdido y no lo sabe. O no lo quiere saber.
Es impensable que al partido en la oposición, sea el que sea, le parezcan bien las cosas que hace el gobierno. La oposición está para oponerse, como es natural. Pero sobre todo está para ofrecer alternativas sensatas, sólidas, elaboradas, a las medidas equivocadas del Gobierno. Algo más que gritos, algo más que aspavientos teatrales; algo más que agitar fantasmas, algo más que llamar mentiroso, una y otra vez, al jefe del gobierno, como si él, Casado, no mintiese también cada vez que lo cree necesario. O conveniente. O le apetece.
España necesita un partido que se mueva no según el viento tornadizo de las encuestas sino según sus principios, y el primero ha de ser siempre el bienestar de la nación
España necesita un partido conservador fuerte, unido, bien organizado e inteligente. Eso es fundamental para la democracia. Un partido cuyos líderes tengan perfectamente claro que su objetivo es gobernar, pero que el poder no está por encima de todo y que para alcanzar el poder no vale cualquier cosa, por indecente que sea. Un partido que se mueva no según el viento tornadizo de las encuestas sino según sus principios, y el primero ha de ser siempre el bienestar de la nación. Un partido capaz de reflexionar no solo sobre cómo desalojar al rival del poder sino sobre cómo plantear mejoras sustanciales, tangibles, para la vida de los ciudadanos.
Neville Chamberlain dimitió cuando se dio cuenta de que había perdido la confianza no solo de la Cámara de los Comunes, sino de su propio partido. Claro que el partido conservador de Chamberlain no había llegado nunca antes (ni ha llegado hasta hoy) al grado de teodorización que padecen los partidos españoles, cuyos diputados están sometidos a una disciplina prusiana en la cual la libertad de pensamiento es inimaginable y punto menos que delictiva. Pero Chamberlain dimitió porque tuvo claro que no podía con los suyos. Y los suyos, bien es cierto que con no pocas reticencias, eligieron a Winston Churchill. Este fue apoyado por la oposición laborista y Gran Bretaña, con Jorge VI al frente, resistió a los nazis, sacó a su ejército de la ratonera de Dunkerque, superó la crisis y ganó la guerra.
Es muy posible que España necesite muy pronto (si es que no lo necesita ya, que yo creo que sí) un gobierno de “gran coalición” al estilo alemán. Un gobierno capaz de afrontar, unido, los cuatro problemas más terribles que amenazan al país: la pandemia que no acaba, el empleo que solo crece debilitado por la precariedad, el peligro no apagado del secesionismo y la amenaza de la extrema derecha, cuyo objetivo es acabar con la democracia que hemos construido y establecer un sistema, por decirlo suavemente, putiniano.
¿Es Pablo Casado el líder conservador que puede dar ese paso, como hizo Attlee en mayo de 1940? Yo creo que no. El Partido Popular no necesita un Casado. Necesita un Churchill. Aunque Casado se resista, que se resistirá, como todo ambicioso. Aunque (parafraseando a Neruda) ese sea el último dolor que nos cause. Aunque estas sean las últimas palabras que yo le escriba.