Carles Puigdemont es hoy el único nombre propuesto para convertirse en el próximo presidente de la Generalitat. Lo es una semana después de que el nuevo presidente del parlamento catalán, Roger Torrent, pronunciara un discurso que le valió no pocos elogios por el ya legendario “tono conciliador” y en el que una parte importante de la opinión pública española quiso ver el inicio de una nueva etapa en la política catalana. Los hechos demuestran que los optimistas vaticinios pecaban, acaso no de ingenuidad, pero sí de un incontenible deseo de alivio que pronto se ha descubierto sin apenas fundamento.
Resultan comprensibles, llegados a tal nivel de degradación institucional en Cataluña, las interpretaciones benevolentes de las palabras de Torrent. Al cabo, tras escuchar a Ernest Maragall, bienvenidas son las anotaciones a pie de página para paliar el abuso institucional que se hizo del parlamento por parte de las fuerzas independentistas. Y aunque Torrent se ahorró el detalle de asumir las culpas de la quiebra de la convivencia que ha provocado el nacionalismo, no es asunto menor que un dirigente de ERC reconozca la fractura social catalana, observación no hace demasiados meses relegada sólo a agoreros y exagerados.
Hay a quienes el moderantismo parece valerles más como excusa para no dar la batalla contra el nacionalismo que como instrumento útil para cambiar las cosas
Sin embargo, más allá de ese analgésico de corta duración, los presagios de una racionalización sobrevenida del independentismo o son precipitados o interesados. Las sempiternas disputas entre las fuerzas nacionalistas suelen ser vistas como alentadoras porque siempre hay uno de los contendientes que, no por convicción sino por estrategia, mantiene una apariencia de mayor laxitud en su insistencia en los postulados rupturistas. Lejos de traducirse en hechos que reflejen esa templanza, dichas diferencias se dirimen sin rectificación. Baste recordar la negativa de Puigdemont a convocar elecciones mientras chantajeaba con una declaración de independencia si no se producía la llamada 'mediación' que exigía como moneda de cambio a los derechos y libertades de los catalanes.
Los mismos que entonces permanecían esperanzados -¡y casi convencidos!- de que se produjera una marcha atrás, parecían tener mucho que celebrar hace una semana. Sucede en nuestro país que a algunos el moderantismo parece valerles más como excusa para no dar la batalla contra el nacionalismo que como instrumento útil para cambiar las cosas. A ello, ahora hay que sumar las ganas de la izquierda de desterrar la cuestión catalana de las tertulias de los medios de comunicación, a quienes consideran culpables en última instancia de su mala salud electoral a cuenta del debate territorial.
En cualquier caso, la realidad se ha encargado de dar portazo a esas expectativas: ni Torrent tiene previsto admitir los errores de la legislatura pasada que han acorralado independentismo -más allá de perjudicar con artimañas a la formación de Puigdemont, que les hizo el sorpasso el 21-D-, ni los intentos del ex presidente en Dinamarca de presentar el independentismo como una cuestión de democracia (“no tenemos ningún problema con España”) harán que su candidatura deje de perseguir el enfrentamiento entre catalanes.
Ahora es la izquierda la que quiere desterrar la cuestión catalana de las tertulias de los medios, a quienes consideran culpables de su mala salud electoral a cuenta del debate territorial
Sin duda el nacionalismo catalán tendrá que aparcar la vía unilateral y dejar constancia de que el salto al vacío fuera de la Constitución, del que son los únicos responsables, ha supuesto el período más negro para la economía, las instituciones y la convivencia en Cataluña desde 1978. Los resultados de los comicios impiden que puedan seguir abusando de la sinécdoque catalana que dice ‘catalanes’ cuando quiere decir ‘catalanes nacionalistas’. Una lección que no es sólo para Puigdemont o para Torrent, que quién sabe si la querrán aprender.
Lo es, sobre todo, para quienes en la cuestión catalana han reservado su empatía para las demandas nacionalistas. Para los que ven en la aplicación de la Constitución “deseos de venganza más que de reconciliación”, como si no fuera la ley lo que protege a los ciudadanos de las arbitrariedades de sus dirigentes y lo que impide la venganza de unos contra otros. Ojalá, con prontitud, haya fundamentos para celebrar una verdadera rectificación, pero, mientras esperamos, hay tareas pendientes y urgentes que no dependen de un ataque de lucidez de Puigdemont.