Opinión

Columna vertebral

Queda la tranquilidad de saber que siempre hay un lugar, en las palabras, donde encontrar refugio

Hubo un tiempo en el que una columna, repetidamente, cada semana, me salvó de mis desvelos. Yo andaba todavía estrenando la treintena, en esos primeros años con un tres delante en los que crees que lo sabes todo y no tienes ni idea de nada. Me ofrecieron en el trabajo un caramelo que llevaba tiempo esperando como el niño que ansía una golosina a la salida del colegio. El regusto amargo vino después, cuando al deshacer el envoltorio me encontré con uno de esos dulces cuyo color no entraba en mi paleta de sabores. Nunca las cosas son cien por cien perfectas. Iba a presentar el Informativo matinal de T5, pero tendría que empezar la jornada a las dos de la madrugada, con todo lo que eso implica, con todo lo que eso implicó.

Fueron, al final, casi tres años comiendo al revés, durmiendo al revés, socializando al revés, conviviendo en pareja al revés; casi tres años sobreviviendo a oscuras y contracorriente en los que ni la adrenalina de estar más de dos horas en directo, ni la pasión por el oficio, ni las aves nocturnas que me acompañaron en ese vuelo vertiginoso, consiguieron sacarme de aquel fango de tristeza que me provocaban las noches en vela. Hay pocas cosas que recuerdo con afecto de aquella etapa que me pesó tanto a nivel físico que me quedé sin fuerzas para luchar contra el monstruo que me habitaba. Pero sí hay algo que no olvido y que logró rescatarme del insomnio: una columna, un día por semana, de una periodista que admiraba y que admiro y en cuyas líneas encontré siempre y sigo encontrando un salvavidas. Fue la columna que vertebró y sostuvo mi cuerpo frágil por aquel entonces. Cada uno se aferra al trozo de madera que puede para salvarse del naufragio.

Si en todo este tiempo sólo una persona, tan sólo una, ha subrayado alguna de mis frases o se le ha arrugado el corazón tras el punto final, ya ha merecido la pena

Porque a la una de la madrugada, cuando suena el despertador y nada te alivia, cuando compartes una cama caliente, cuando llegas a una redacción fría y casi vacía, cuando el café tendría que saber a vino de sobremesa, cuando unas galletas de chocolate deberían ser el postre tardío y no el desayuno… a la una de la madrugada, cuando nada apacigua el desconsuelo de tener que ir a trabajar para que la rueda siga girando y todos puedan despertar con las noticias frescas, a esa hora temible sólo un texto, cada siete días, tenía la capacidad de reconfortarme. No dejé uno sin subrayar y aún los conservo, decenas, entre la nevera, las páginas de los libros y una caja. Amarillentos y sobados de tanto releerlos, pero con la misma fuerza que destilaban entonces.

Digo todo esto porque -aún consciente de que puede resultar poco relevante- hoy se cumple justo un año desde que publiqué aquí mi primera columna. Han pasado 365 días desde entonces y este 4 de febrero -permitidme el lujo- no podía más que aprovechar este altavoz para dar las gracias a todos los que en este periódico mantienen abierta esta ventana que lleva mi nombre y a los que, alguna vez, habéis hecho “click” y habéis entrado a curiosear. Si en todo este tiempo sólo una persona, tan sólo una, ha subrayado alguna de mis frases o ha asentido con la cabeza mientras leía alguno de mis párrafos o se le ha arrugado el corazón tras el punto final; si ha habido sólo una persona que se ha conmovido de alguna forma, ya ha merecido la pena.

De ahí la importancia de que las letras se junten y encuentren su sitio en periódicos, en libros, panfletos, credos… para que los que estuvieron, nunca se vayan; para poner voz a los silencios, para acompañar a los que están solos, para contar lo que nadie cuenta

Hay una frase de Leila Slimani en su libro El perfume de las flores de noche que dice así: “No sé si escribir me ha salvado la vida. En general, desconfío de ese tipo de formulaciones. Habría sobrevivido sin ser escritora. Pero no estoy segura de que hubiera sido feliz”. Yo no me siento escritora, ojalá, pero sí feliz gracias a este rincón que compartimos. Más incluso me sentiría si hoy -casualidad, aunque no existen- mi abuelo, que hubiera cumplido 103 años, pudiera leer todas estas columnas que he sido capaz de vertebrar, mejor o peor. Él fue el hombre de mi vida, mi sustento, el único que supo y pudo suplir la ausencia de un padre sin que apenas nos percatáramos de su falta. Dice Slimani que “si se escribe, el pasado no está muerto”. De ahí la importancia de que las letras se junten y encuentren su sitio en periódicos, en libros, panfletos, credos… para que los que estuvieron, nunca se vayan; para poner voz a los silencios, para acompañar a los que están solos, para contar lo que nadie cuenta.

Entre plantones marroquíes, desavenencias conyugales a cuenta de la “ley del sí es sí” en ese matrimonio forzoso que conforma el gobierno de coalición, entre el ruido de las bombas que llevan un año resonando en Ucrania, entre la subida del salario mínimo y las cuentas que no salen con el dinero en máximos, entre todo el rumor que conforman los problemas más íntimos y dolorosos… queda la tranquilidad de saber que siempre hay un lugar, en las palabras, donde encontrar refugio.

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