Opinión

Corrupsanchismo: el aizkolari Koldo y los frutos podridos del árbol de la mentira

Cuando alguien se yergue en portavoz de una moción de censura contra la corrupción y su valedor blande un discurso regeneracionista para ser presidente por esa vía excepcional, no le cabe otra que apechugar ahora con los frutos podridos del árbo

  • Sánchez y Ábalos durante la pandemia.

Cuando alguien se yergue en portavoz de una moción de censura contra la corrupción y su valedor blande un discurso regeneracionista para ser presidente por esa vía excepcional, no le cabe otra que apechugar ahora con los frutos podridos del árbol de la mentira que esparce la bomba de racimo que ha estallado esta semana en el núcleo original del sanchismo tras la detención de Koldo García. Un antaño colaborador del presidente Sánchez y asistente del ministro Ábalos al que se lo presentó su sucesor en la Secretaría de Organización del PSOE, Santos Cerdán, tras llevárselo con él a Madrid el actual negociador con Puigdemont. Junto a otras 20 personas, se le acusa de organización criminal, tráfico de influencias y cohecho por cobrar mordidas en la adquisición de mascarillas en la pandemia del Covid-19 en una trama que afecta a ministerios y administraciones socialistas. Ellos sí que salieron más fuertes de aquella mortandad aún por cifrar.

Tras divulgar Vozpópuli los audios del aquelarre en los que se escucha “esto era un favor que estaba pidiendo Koldo... y su exjefe”, corroborando el aparente concierto de la ayuda del exministro Ábalos en la adjudicación de los millonarios contratos de mascarillas y un reparto de beneficios de 15 millones entre el presidente del Zamora CF y el empresario Juan Carlos Cueto, hablar del “caso Koldo” es tratar de devaluar a calderilla un cisco al por mayor que afecta a la médula sanchista que catapultó a su líder a la cúpula del PSOE y luego a la Presidencia del Gobierno, así como al engranaje de su sexenio en La Moncloa. Este leñazo de la Guardia Civil a la piñata de Ferraz se vislumbra como la punta del iceberg de un embrollo descomunal por quienes, como los parásitos de Los miserables, de Víctor Hugo, gozan de “la alegría de sentirse irresponsables y de que pueden devorarlo todo sin inquietud”.

Este capital hallazgo atestigua que no se trata de una variante del sevillano Patio de Monipodio, aunque haya biotipos que se le asemejen. Secundando el adagio de que hay que seguirle la pista al dinero, sin dejarse despistar por pícaros que originan la lógica indignación, pero que coadyuvan a dar la sensación de que es una cuestión de poca monta, Vozpópuli ha contribuido de manera destacada -como en el cacao de bajos vuelos y altos fondos públicos de la subvención millonaria a la quebrada compañía aérea Plus Ultra- a llevar sus averiguaciones a las puertas del juzgado y que sean estos los que resuelvan frente al presumible entorpecimiento de una Fiscalía al servicio del Gobierno absteniéndose de solicitar al juez ninguna medida cautelar. “O portet ut scandala eveniant” (“Está bien que los escándalos exploten”), enseña el proverbio latino para que la sangre no se envenene y la gangrena no traiga la muerte.

Con un presidente que lo fue apoyado en una falaz sentencia del “caso Gürtel” en el que se introducía un juicio de valor que cuestionaba la veracidad de la declaración del testigo Rajoy, Sánchez está obligado a estar a la altura de las exigencias democráticas cuando afloran arriesgados episodios

Todo lo que tiene que ver con esta pendencia lo sabe de primera mano Sánchez y, por eso, no puede esgrimir aquello tan socorrido como mendaz de qué culpa tiene nadie de que aparezcan ovejas negras en una organización cuando él ha sido quien las ha cobijado y esquilado para que su buen paño abrigue sus ansias infinitas de poder. Tampoco la engañifa de que es cosa de cuatro golfos como Chaves con el desfalco milmillonario de los ERE y que el mismo Sánchez, como monaguillo, salmodiaba en las tertulias televisivas incluso con el expresidente del PSOE y de la Junta de Andalucía sentado en el banquillo junto a un tropel de altos cargos que igualaban en número y en fechorías a los capitaneados por Ali Babá.

Ello no debiera tolerarse ni siquiera en un país como España donde la verdad no figura entre las virtudes políticas al revés de lo que acontece en otros pagos -a los que ponía de ejemplo Sánchez para estampárselos en la cara a un impasible Rajoy en su reprobación de 2018- en los que ese fraude a la confianza del ciudadano cuesta el cargo bajo el apremio de una estricta opinión pública que no se encoge de hombros ni se anda con chiquitas. Una cosa es predicar la transparencia con el ruido de un moscardón dentro de una botella y otra es dar trigo por quienes se instalan en el estado de negación. Siempre que dispongan de votos para avalar el pagaré falso o se guarnezcan bajo el paraguas de quienes le harán abonar con creces el favor. Con un presidente que lo fue apoyado en una falaz sentencia del “caso Gürtel” en el que se introducía un juicio de valor que cuestionaba la veracidad de la declaración del testigo Rajoy, Sánchez está obligado a estar a la altura de las exigencias democráticas cuando afloran arriesgados episodios, como en la película Lo que la verdad esconde, de Robert Zemeckis, en el instante más inoportuno de la vida del feliz matrimonio.

Sin duda, como Sánchez le espetó a Rajoy, “la corrupción es disolvente y profundamente nociva” y, por ello, “no hay mayor inestabilidad que la que emana de la corrupción”. Claro que, cuando un presidente perpetra el acto de corrupción máxima de comprar los votos a un prófugo como Puigdemont, a cambio de amnistiar su alzamiento contra el orden constitucional y la unidad de una Nación a la que se deja inerme para que lo vuelva a hacer cuando le pete, debe pensar que todo le está permitido. Más cuando lo hace tras ser pillado “in fraganti” dando un pucherazo tras unas cortinas para perpetuarse en la secretaría general sin que le supusiera su expulsión. Lejos de ello, se vindicó como víctima para recobrar el mando del que le desposeyeron los barones. En su asalto, estuvo rodeado de un trío de adictos que, descubiertos aprovechándose del Covid-19 para cobrarse su botín de guerra, tornan en testigos de cargo del pecado original que arrastraba el sanchismo.

De ahí la enorme incomodidad de Sánchez con la Prensa al inquirirle al respecto en Rabat tras ser llamado a consultas por el Rey de Marruecos, a quien supedita la política española y al que rinde mayor pleitesía que a Felipe VI. Al aguardo de que haga lo propio con Puigdemont como sirviente de ambos, una vez embuta esa salchicha de Frankfurt que es la “autoamnistía”, a Sánchez no puede sorprenderle el apresamiento de aquel a quien encomendó la custodia de los avales para su retorno a la Secretaría General. Nada menos que, según le describió en Facebook, “el último aizcolari socialista”, además de un “titán”, “uno de los gigantes de la militancia”, un “guerrillero de grandes dimensiones físicas y corazón comprometido” y “un referente político en la lucha contra los efectos de la crisis y las políticas de la derecha”. Esa derecha, con el ojo clínico que la caracteriza, indultó con Aznar sus delitos prostibularios y Zoido, al despedirse como ministro, le concedió la Orden del Mérito de la Guardia Civil, como publicó Vozpópuli. Pero el nerviosismo de Sánchez no lo tradujo tanto su colérica coz contra Ayuso, a la que calumnió de nuevo al endosarle a ella y a su hermano un delito, pese a que tanto la Fiscalía en España como en Europa han archivado todas las diligencias, sino su latiguillo de “cómo quiere que se lo diga” contra la insistencia de la prensa. Lo usó en su día para negar que pactaría con Bildu para hacerlo más veces que las que lo refutó en la televisión navarra. “Sólo hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntárselo. Y si responde que ‘sí’, entonces sabes que es corrupto”. (Groucho Marx).

Nada que ver con la fortaleza que exhibió hace cuatro años a raíz de la tormenta que desató su clandestina cita en Barajas, escoltado por dos miembros de la trama de las mascarillas, con la vicepresidenta de la narcodictadura venezolana, Delcy Rodríguez

Todo presupone que, a no tardar mucho, apelando al “patriotismo de partido”, Ábalos dejará su acta de diputado como último plazo de su dimisión en diferido desde que Sánchez lo apartó del Consejo de Ministros y de la Ejecutiva del PSOE. Nada que ver con la fortaleza que exhibió hace cuatro años a raíz de la tormenta que desató su clandestina cita en Barajas, escoltado por dos miembros de la trama de las mascarillas, con la vicepresidenta de la narcodictadura venezolana, Delcy Rodríguez, quien tenía prohibida su entrada en territorio europeo por crímenes de lesa humanidad e innúmeros latrocinios. Ábalos asombró a la sazón con el poderío que desplegó para capear el temporal. “Otros quizá estén en la política de paso. Yo vine para quedarme y no me echa nadie”, proclamó aquel sábado de enero en un acto de partido en Santiago de Compostela. Para cualquier buen entendedor, era palmario que se dirigía a quien, raudo, se dio por enterado y reaccionó como propulsado por un resorte. Así, tras visitar las zonas de Castellón afectadas por un temporal, Sánchez saltó del helicóptero en defensa de quien “tiene todo mi respaldo y aprecio en lo político y en lo personal”.

Aquel apoyo sin fisuras a su edecán evocaba al “dos al precio de uno” de febrero de 1990 de Felipe González en favor de su vicepresidente en el Ejecutivo y vicesecretario general del PSOE, Alfonso Guerra. Claro que primero sacó la cara por él ante los embates de la oposición a cuenta del tráfico de influencias de su hermano y asistente, Juan Guerra, y, a los once meses, lo abocó a la dimisión. Como escribió Quevedo, lo llenó de promesas como a los santos en la tempestad y, cuando entendió que amainaba el temporal, se desdijo de lo dicho.

La estratagema de Sánchez tenía y tiene ahora, sin duda, los visos de establecer un cortafuegos con quien fuera su estrecho colaborador tanto para recuperar la secretaria general del PSOE como para muñir la moción de censura contra Rajoy

Tal cual con Ábalos. En julio de 2021, tras hacerle creer que lo mantendría en el Gobierno llegando al fingimiento de consultarle incluso el reajuste en marcha, Sánchez le comunicó su baja por razones que no necesitaba explicarle por deberlas saber él, así como su relevo en el PSOE. Eso sí, le permitía retener su acta de diputado para gozar de aforamiento con la gratificación de presidir la Comisión de Interior.

A diferencia de la maniobra de González para deshacerse de Guerra y frenar su desgaste, además de tipificar el delito de tráfico de influencias y crear la Fiscalía de Anticorrupción para trasladar a la opinión pública que había entendido su mensaje, la estratagema de Sánchez tenía y tiene ahora, sin duda, los visos de establecer un cortafuegos con quien fuera su estrecho colaborador tanto para recuperar la secretaria general del PSOE como para muñir la moción de censura contra Rajoy. Como vocero de la iniciativa, éste último esparció un florilegio de descalificaciones contra el otrora líder del PP que hoy se vuelven como un bumerán. Echando la vista atrás, se transparenta que Sánchez no tenía el menor interés en finiquitar una corrupción que usó instrumentalmente, sino en adueñarse del negocio hasta que el aizcolari Koldo ha cortado de un hachazo la rama del árbol de la mentira que aposenta su poder.

Demasiado para Sánchez tras su batacazo gallego donde buscó enterrar a Feijoó y regresó con orejas gachas. Con todo, lo peor es que el hundimiento sanchista puede ser aún más catastrófico que el felipista y el del zapaterista con un perverso narcisista atrincherado tras los enemigos de la Constitución y de la Nación.

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