Opinión

Covid ha creado un nuevo universo (in)moral

“Ómicron se transmite con tanta facilidad, que muy pronto nos contagiaremos todos”, afirman algunos que lucen ajustadas mascarillas al aire libre, o toman todo tipo de precauciones extremas, sin ser

  • Punto de vacunación

“Ómicron se transmite con tanta facilidad, que muy pronto nos contagiaremos todos”, afirman algunos que lucen ajustadas mascarillas al aire libre, o toman todo tipo de precauciones extremas, sin ser conscientes de la flagrante contradicción entre sus palabras y su actitud. Si el contagio es inevitable, ¿qué finalidad, no masoquista, persiguen dificultándose la respiración, en un intento de impedir algo que ocurrirá de todos modos? Quienes consideran eficaces las restricciones, pero saben que el virus se expandirá igualmente, incurren, cuando menos, en una contradicción. Pero su obstinación es tan formidable que se aferrarán acríticamente a su posición, incluso siendo conscientes de la incoherencia.  

Esta insólita convicción no proviene de una comparación racional de beneficios y daños, mucho menos de un profundo altruismo, sino de algo más complejo: las reglas Covid se han convertido para ellos en verdaderas normas morales, en principios universales indiscutiblemente ciertos que deben guiar cualquier conducta. Su vulneración dispara en los devotos la indignación, la rabia y un profundo deseo de castigar al culpable, algo bien reflejado en la “policía de balcón”. Las restricciones y prohibiciones, impuestas en un marco de miedo y aislamiento, acabaron engendrando un nuevo universo moral, donde principios como la cercanía, la compasión, el cuidado fueron sustituidos por la distancia, la displicencia y la animadversión hacia el prójimo.

El imaginario Covid contiene elementos de credos puritanos y conductas que recuerdan a ciertos ritos religiosos. Los sacrificios para tomar distancia de un virus respiratorio traen a la memoria las privaciones ascéticas, incluida la autoflagelación, para apartarse del mal y del pecado. La reiterada narrativa catastrofista es un remedo de los relatos de apocalipsis, donde la clave no se encuentra tanto en el cataclismo como en la penitencia y el posterior amanecer o “nueva normalidad”. El término “negacionistas” resuena con ecos de ancestrales calificativos como “infieles” o “herejes”. Y esa litúrgica obsesión por la limpieza, por la pureza, encuentra paralelismo, real o simbólico, en algunas religiones. Si el virus no se transmite por superficies ni objetos, ¿qué hay detrás de la exacerbada compulsión por la desinfección?     

En The righteous mind, Johathan Haidt señala que la vertiente sagrada de la moralidad suele identificar el pecado con la suciedad; y la santidad con la limpieza. En algunas religiones esta identificación es meramente simbólica, como la pureza del alma o la limpieza moral, pero en otras se manifiesta de manera tangible, como la necesidad de abluciones para que el cuerpo se encuentre limpio antes de rezar. O en la prohibición del calzado dentro el templo por simbolizar la suciedad, la impureza mundana. Lo más interesante es que, Según Haidt, esta asociación de suciedad con pecado pudo haber cristalizado dentro de la cultura a través de la pugna de la humanidad con los gérmenes patógenos durante miles de años. Un combate que dio lugar al poco conocido sistema inmunitario de comportamiento.

Dos sistemas inmunitarios

En Parasites, behavioral defenses, and the social psychological mechanisms through which cultures are evoked (2006), Mark Shaller plantea que no tenemos solo un sistema inmunitario, sino dos. Además del biológico, explicado profusamente durante esta pandemia, la humanidad desarrolló una serie mecanismos psicológicos, sociales y culturales que constituyen una primera línea de defensa contra los gérmenes. Se trata del sistema inmunitario de comportamiento, resultado de la selección natural. Su funcionamiento permite detectar la presencia de patógenos y evitarlos.

El sistema inmunitario de comportamiento identifica determinadas señales (erupciones en la piel, deformidades, excrementos, aguas sucias, olores pútridos, fluidos corporales o simplemente un pedazo de comida que cae al suelo) como posible fuente de gérmenes nocivos y desencadena varias respuestas, entre ellas la de asco o repugnancia, que empujan al sujeto a apartarse. A lo largo del tiempo, este otro sistema inmunitario habría permeado algunos aspectos de la cultura, dejando llamativos elementos en muchos ritos religiosos. Y no solo en aquellos que exigen limpieza, física o moral, también en ciertas prohibiciones, como la carne de cerdo, antaño fuente de peligrosos parásitos, o la manera en que deben prepararse los alimentos para resultar admisibles.

Dado que evitar a los virus respiratorios conlleva costes gigantescos, el sistema considera que no vale la pena intentarlo. Mejor dar paso directamente al otro sistema inmunitario: el biológico

Y, sin embargo, este sistema no parece haberse tomado muchas molestias con los virus respiratorios: suscita mucha menos repulsión una nariz constipada que unas erupciones cutáneas. Y no porque estos virus causen dolencias más leves sino porque el sistema es racional: solo actúa cuando percibe que los beneficios de eludir el virus compensan los costes. Dado que evitar a los virus respiratorios conlleva costes gigantescos, el sistema considera que no vale la pena intentarlo. Mejor dar paso directamente al otro sistema inmunitario: el biológico.

El sistema inmunitario de comportamiento es muy sensible ante señales de alarma porque está programado para minimizar los falsos negativos, esto es, para no pasar por alto ninguna situación peligrosa evitable. Por ello se dispara muchas veces sin motivo real. Algunos estudios anteriores a la pandemia comprobaron que la prominencia informativa sobre gérmenes contagiosos empujaba a los sujetos a un comportamiento más asocial, al aislamiento, a un fuerte recelo hacia sus conciudadanos y a una marcada inclinación a discriminar y estigmatizar a otros.

Una inusitada prominencia informativa

La colosal fuerza con que las televisiones zarandearon informativamente el sensible sistema inmunitario de comportamiento, junto con la posibilidad de detectar el virus sin enfermedad, elevó la percepción de alarma hasta el paroxismo, aun en momentos en que la mayoría de contagios eran asintomáticos o muy leves. El pánico y el desconcierto contribuyeron a la deriva hacia un universo moral donde la sociedad se resiste a convivir con el patógeno, aunque sus efectos vayan siendo cada vez más leves, porque este virus parece haberse transformado simbólicamente en la encarnación del mal. En este cosmos, la vacuna se percibe, no ya como un instrumento para prevenir la enfermedad, sino como un rito iniciático que confiere la condición plena de ciudadano. La mascarilla, el gel hidroalcohólico y la distancia social se han convertido en meros símbolos de virtud y superioridad moral aunque, en realidad, este nuevo universo ha sacado lo peor del ser humano, ha fomentado las maldades más abyectas, como privar de sus derechos a quienes no se vacunan.

Hannah Arendt señaló que no era correcto llamar religiones a ciertas ideologías totalitarias, aun cuando pudieran llenar huecos similares en el alma humana

Ahora bien, aun compartiendo muchos elementos simbólicos, esta nueva creencia no puede considerarse una religión. Hannah Arendt señaló que no era correcto llamar religiones a ciertas ideologías totalitarias, aun cuando pudieran llenar huecos similares en el alma humana. Nos encontramos ante un conjunto de creencias disparatadas, incoherentes, rudimentarias, propias de una sociedad bastante infantilizada. Una religión es algo mucho más serio.

No intenten convencer a los adeptos: los argumentos racionales no hacen mella en tan rocosa obcecación. Solo la televisión podría ejercer alguna influencia en el corto plazo. Sin embargo, una vez acabada la verdadera pandemia, mucha gente ha ido abandonando poco a poco este improvisado universo moral, que probablemente se acabará extinguiendo y solo dejará vestigios en el folklore. Pero su finalización podría constituir un proceso largo y tortuoso pues el abandono de una creencia resulta mucho más dificultoso que su adopción. Lo describió bien Arthur Koestler en su autobiografía, aludiendo a los siete años en que abrazó la ideología comunista: Uun credo nace como un acto aparentemente espontáneo; pero su muerte es lenta y gradual. Toda fe manifiesta esa tenaz resistencia a morir. Para evitar el horror del vacío, el creyente está dispuesto a negar todo lo que sus sentidos le muestran como evidente".

Koestler ofrece otra clave importante: “Nunca estuvo mi vida tan cargada de significación como durante esos siete años, la superioridad de un hermoso error sobre una ruin verdad”. Sería muy triste llegar a pensar que el principal atractivo de la ideología Covid fuera su capacidad de llenar de significado el vacío existencial de mucha gente.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli