La gente entra por la puerta sur de la enorme sala, construida hace casi mil años, y baja en dos filas. Dejan a su espalda el gran vitral contenido por un arco gótico y descienden tres tramos de ocho escalones. Abajo, en el centro mismo del gran espacio vacío, está la tarima púrpura, que tiene cuatro escalones más; en el más alto han puesto el catafalco morado y, sobre él, el féretro, cubierto con la enseña real, la corona de flores blancas que parecen no ajarse con el paso de los días y la enorme corona imperial, casi dos kilos; la misma que le pusieron en la cabeza a Isabel II el 2 de junio de 1953.
Naturalmente, lo primero que llama la atención es la guardia de honor. Junto al catafalco hay cuatro miembros de la Guardia Real, completamente inmóviles como es su costumbre. Posan las manos sobre el puño de la espada, que tiene la punta apoyada en el suelo, y tienen inclinada hacia abajo la cabeza; esta la llevan cubierta con los enormes busby o bearskin, los gorros hechos con pelo de oso negro del Canadá. Abajo, fuera de la tarima, hay cuatro beefeaters de la Torre de Londres, también quietos como estatuas, que apoyan en el suelo sus alabardas y que van ataviados con su aparatoso uniforme requetebordado, el sombrero florido y las casacas con faldellines. También hay dos granaderos, y también inmóviles. El cuadro es de una conmovedora belleza.
Cuatro policías –bobbies– y cuatro edecanes vestidos de frac, con cierta pancita, se ocupan de organizar las hileras humanas que desfilan ante el féretro real
Pero lo que impresiona es la gente. Las dos filas, que pasan a la izquierda y a la derecha del féretro, no se acaban nunca. Dos filas que en realidad son tres, porque hay una más –corta e intermitente– para los discapacitados, ancianos con bastón que se apoyan en otra persona, gente en silla de ruedas. No hay prisa, la velocidad es más o menos constante. El espacio es amplio. Cuatro policías –bobbies– y cuatro edecanes vestidos de frac, con cierta pancita, se ocupan de organizar las hileras humanas y procuran que todo el mundo tenga unos segundos para contemplar tranquilamente el coffin de la reina, pero hacen que nadie provoque atascos. No es difícil eso. Son gente educada.
Lo primero: nadie dice ni media palabra. Nadie. El ruido sordo que se oye de fondo es el rumor de los cientos de pasos sobre el suelo; lo han alfombrado precisamente para eso, para evitar el estrépito de los zapatos sobre la piedra.
La gran mayoría de las personas que pasan se detienen un momento, se vuelven hacia el féretro e inclinan respetuosamente la cabeza. Nada más. Luego siguen su camino. Pero la variedad gestual es muy grande. Los hay que se santiguan al modo católico. Otros, muchos menos, a la manera de las iglesias eslavas: la mano va a la cabeza, luego al vientre, después al hombro derecho y por último al izquierdo. Muchos, pero muchos, doblan la cintura casi hasta los 90 grados. Otros, también muy numerosos, juntan las manos delante de la cara, gesto de respeto entre los hindúes y entre las gentes del sudeste asiático. Muchas mujeres hacen una reverencia en toda regla, doblando la rodilla. Cuento tres que abren las palmas de las manos a la altura del pecho, como si fuese un libro: gesto de dolor de los musulmanes. Aparece un señor con barba larguísima y la cabeza envuelta por un enorme turbante blanco; este se arrodilla completamente, extiende los brazos y toca el suelo con la frente. Me imagino que será un sij. Me sorprende ver que un joven, veintipocos años tendrá, vestido con traje negro, se vuelve hacia la reina y hace el signo de orden de los aprendices francmasones; cosa extraña porque Isabel II no era masona, no podía por ser mujer (la masonería británica todavía está, en ese sentido, en el siglo XIX).
El viejecito hace un lento y enorme esfuerzo (no deja que le ayuden) y logra ponerse en pie, ayudado por un bastón. Se yergue como un chopo y saluda militarmente a la manera de la RAF
Una muchacha empuja la silla de ruedas de un anciano que no debe de andar muy lejos de la edad que tenía la reina. Coloca la silla frente al féretro. El viejecito hace un lento y enorme esfuerzo (no deja que le ayuden) y logra ponerse en pie, ayudado por un bastón. Se yergue como un chopo y saluda militarmente a la manera de la RAF y del Ejército, con la palma hacia fuera. Luego se deja caer en la silla, agotado, y lo sacan de allí, mientras él se seca los ojos con el dorso de las manos. No es, ni muchísimo menos, el único que tira de pañuelo o que se limpia las lágrimas como puede.
Cada veinte minutos, los del frac y la pancita detienen las filas: los diez impecables guardias de honor completamente estáticos son sustituidos por otros diez, que aparecen desde la entrada norte marcando lentamente el paso. A estos sí se les oye cuando pisan. Sus movimientos, perfectamente calculados y ensayados desde el primero al último, son de una precisión asombrosa: en estas cosas, a los británicos no les gana nadie. Ningún oficial da órdenes de viva voz: todo se hace mediante austeros golpes de bastón (uno o dos) sobre el suelo. Cuando el relevo ha concluido, los del frac y la pancita vuelven a dar paso al público.
Hay gente en pantalón corto y camiseta. Hay gente que se ha vestido de luto de los pies a la cabeza. Muchos jeans y deportivas. Mochilas. Pocas corbatas. Una gavilla de chavales con chupas de cuero y cremalleras, que inclinan todos la cabeza. Pero estamos en esa época del año en que uno nunca sabe qué temperatura va a hacer, y así hay abrigos, cazadoras, tres cuartos, señoras con sombrero y ropa de lana, impermeables de todos los colores, muchísimos paraguas. Hay gente de todas las edades, yo creo que sin excepción. Y niños, muchísimos niños con sus padres. Desde chiquitillos que caminan de la mano de mamá mirándolo todo, hasta bebés que van en brazos y otros que se repantigan en carritos, casi siempre dormidos como troncos.
Es una cola que, en vez de menguar, crece. La llenan miles y miles de personas, muchas de las cuales han viajado desde todas las esquinas del país
Lo del sueño que arrastran los niños –y no solo los niños– tiene una explicación muy sencilla. Todo esto que les cuento sucede a las dos y media de la mañana, hora de Londres. Es la primera jornada de la capilla ardiente. El gentío ha guardado una cola de muchas horas (algunos están allí desde por la mañana, mucho antes de que se pudiese pasar), todo el tiempo de pie, para despedirse durante cuatro o cinco segundos de su reina muerta. Dice la BBC que a esas horas de la noche, y lloviendo como llueve, la cola pasa de los cuatro kilómetros. Y que cuando se haga de día serán muchos más. Es una cola que, en vez de menguar, crece. La llenan miles y miles de personas, muchas de las cuales han viajado desde todas las esquinas del país. Las autoridades ya van avisando de que el ataúd estará expuesto solo durante tres días y que es muy probable que parte de la gente que espera su turno no llegue a pasar. Pero eso, como puede verse, da igual. Los cuatro kilómetros de cola crecen, por la noche, poco a poco. Pronto crecerán mucho más deprisa.
Yo no tengo ni idea de cuánta gente logrará acceder al Westminster Hall y cuánta se quedará fuera. Está claro que, entre todos, serán bastantes cientos de miles de personas.
Ella, que es claramente republicana, le dice (cito de memoria): “Recuérdale que a ti te ha elegido una amplísima mayoría de los ciudadanos, y a ella no”
Y me hago una pregunta. Si ustedes recuerdan la magnífica película The Queen, magistralmente interpretada por Helen Mirren, hay un momento en que el primer ministro recién elegido, Tony Blair, le dice a su esposa, Cherie, que está nervioso porque va a ver a la reina para que le tome juramento. Ella, que es claramente republicana, le dice (cito de memoria): “Recuérdale que a ti te ha elegido una amplísima mayoría de los ciudadanos, y a ella no”.
Es cierto. A Isabel II no la eligió nadie. Se ciñó la pesada corona porque era la hija mayor de su padre, nada más. Pero que alguien me diga, por favor, cuántos políticos europeos (dictadores aparte) de cualquier partido han visto pasar ante su ataúd, día y noche, ininterrumpidamente durante tres días, una cola de gente como esta; una cola que, repito, a las dos y media de la mañana del jueves medía cuatro kilómetros. La única excepción que conozco fue Winston Churchill.
Los votos son indispensables, eso no lo duda nadie. Pero parece que hay más de una manera de refrendar o reconocer a las personas. Al menos en el afecto humano.
S.Johnson
Humanos.