Siempre he tenido un alto nivel de tolerancia y respeto por los políticos. No en vano, llevo años trabajado en puestos adyacentes a ellos y vengo de una familia de concejales de pueblo. Algunos de mis mejores amigos son políticos, incluso. Entiendo que es un trabajo mal pagado, estresante hasta niveles absurdos, con responsabilidades imposibles y que además acostumbra a dejarte con más de la mitad de la población odiándote. Hay un viejo dicho en el mundo anglosajón que dice que no hay carrera política que acabe bien; el último acto de casi todos ellos acaba en una derrota, sea electoral, sea dentro del partido. Sacrifican mucho, viven mal, y hacen más de lo que nadie cree por el bien común. Merecen nuestro respeto.
Hay dos clases de políticos, sin embargo, que me parecen inaguantables. Aunque siguen mereciendo cierto aprecio (los únicos que desprecio sin reparos son los que se meten en esto para forrarse, pero estos son minoría), su manera de aproximarse a la política es profundamente disfuncional. Los políticos que no aguanto son aquellos que son o cursis o iluminados, y que hacen que todo gire alrededor de sus sentimientos o de su misión personal.
Un político cursi es aquel que cree que la política es una cosa de símbolos, historias y sentimientos. Piensan que lo importante son los iconos, los momentos históricos, los discursos y el espíritu de los tiempos. Creen que lo que debe guiar la política es representar valores, sensaciones y anhelos de los votantes, y que la representación de grupos, personas y colectivos es tan o más importante que adoptar políticas públicas coherentes. Todos los políticos son en el fondo unos románticos, pero los cursis son unos sentimentales. Quieren narrativas, arcos históricos, poemas de rima asonante y bellas imágenes en blanco y negro más que gobernar.
Los cursis son capaces de dar la tabarra o incluso sabotear decisiones de terceros por despecho, pero a poco que les hagan la pelota actúan como perritos falderos
Los cursis son a la vez cargantes e inofensivos. Se pasan la vida pidiendo gestos y son capaces de dar la tabarra o incluso sabotear decisiones de terceros por despecho, pero a poco que les hagan la pelota actúan como perritos falderos que adoran la atención. Cuando se llevan un cachetazo electoral a menudo reaccionan con una veta mártir que los lleva a hacer penitencia intentando hacer las paces con todo el mundo que esté dispuesto a oír su tabarra de reconciliación nacional o unidad de la izquierda (los cursis casi siempre son nacionalistas o de izquierdas), a menudo arrastrando a su partido lentamente hacia la irrelevancia.
Los políticos iluminados creen que tienen una misión en la vida. Son tipos (porque casi siempre son hombres) que creen que su destino es completar una gesta o alcanzar un cargo determinado, y que harán todo lo posible para alcanzarlo sin que les importe nada más, porque han sido escogidos para la gloria y todo irá bien en el momento en que la consigan. Dada su profunda convicción personal de que cumplir su objetivo es hacer el bien, los iluminados tienden a adquirir largas listas de enemigos, reales o ficticios, incluyendo todo aquel que les ha saboteado. Si la carrera de un iluminado es lo suficientemente larga, la lista de enemigos acaba por incluir a los votantes, esa nación desagradecida que no es capaz de entender que ellos sólo quieren hacer el bien y que tienen razón.
Los iluminados pueden ser fanáticos de una idea o de ellos mismos (ya que ellos son la encarnación de una idea), pero siempre tienen problemas graves para llegar a acuerdos. En el momento en que alguien deja de aceptar su premisa de que ellos son lo mejor que le puede pasar al país, los iluminados tienden a perder los papeles, ver sabotajes antipatrióticos en todas partes y lloriquear sin descanso mientras buscan venganza. Un político iluminado ve una derrota no como un fracaso sino como una afrenta, y nunca admitirán que el problema son ellos.
Los iluminados pueden ser encantadores, y en ocasiones son tremendamente efectivos. Para los votantes y observadores imparciales es a veces difícil distinguir la convicción del fanatismo. Mientras el iluminado vaya ganando, lo habitual es que su fervor religioso por su propia causa pase desapercibido.
Un político iluminado nunca admitirá que el problema puede ser él. Los partidos que sufren esta clase de liderazgo no es extraño que antes o después sufran una fuga de cerebros
El problema, claro está, es cuando inevitablemente pierden, porque los iluminados no entienden que algo pueda salir mal. Hay veces que los partidos tienen suerte y el iluminado que tienen como líder sufre una derrota que lo retira de circulación completamente, así que el personaje simplemente dedica el resto de su vida a repetir una y otra vez desde fundaciones, editoriales y entrevistas desde lo alto que sus sucesores lo están haciendo todo mal.
En otras ocasiones, el iluminado pierde por poco, sus compañeros le dan un poco de cuerda, y tres o cuatro elecciones después, aún en la oposición, se dan cuenta de que el tipo que tienen de jefe es un chiflado que cree que Dios quiere que sea presidente del Gobierno, y todo aquel que lo critica o no le vota es un sucio traidor comunista y mutante. Los partidos que sufren de esta clase de liderazgo a menudo se ven presos de una fuga de cerebros, ya que los cuadros y militantes más sensatos son los primeros en darse cuenta de que al secretario general le patina el embrague. Cuando el daño ya está hecho, el sector cuerdo del partido suele ser minoría, y el líder se ha rodeado de gente que cree que es un genio, así que no hay quien le eche.
El gran pecado de cursis e iluminados es que se olvidan de que la política es ante todo un trabajo práctico, concreto, que se debe a lo tangible. Las ideas en política importan, ciertamente, pero son completamente inútiles si no se traducen a hechos, a medidas concretas. Un cursi cree que las ideas valen más que los hechos, un iluminado cree que ellos mismos valen más que cualquier resultado tangible. Gobernar consiste en actuar, en cambiar las cosas. Quienes se meten en política sin la ambición de hacer, negociar, ceder, y perder de vez en cuando me parecen gente insoportable.