Opinión

Una extraña coincidencia en la Bonoloto y la desconfianza en el país

Un individuo se configura a partir de sus genes y del contexto en el que habita. Así que el español contemporáneo tenderá a ser desconfiado a la hora de observar cualquiera de los acontecimientos que impliquen a la Administración

El pasado jueves 11 de marzo, el resultado de la Bonoloto fue el siguiente: 08, 21, 23, 40, 43 y 47. El complementario fue el 26 y el reintegro, el 07. Dos días después, la combinación ganadora fue casi la misma: 08, 21, 23, 28, 40 y 47. Coincidieron incluso los dos números especiales: el 26 y el 07. El catedrático de Estadística José Enrique Chacón Durán aseguró al diario Hoy que es más probable obtener 24 caras seguidas al lanzar una moneda al aire que el lograr esa casualidad matemática.

La extraña coincidencia despertó suspicacias en foros y redes sociales -siempre dados a las teorías de la conspiración-, donde no faltaron referencias a Carlos Fabra y Juan Antonio Roca, quienes pueden sentirse afortunados. Ambos acertaron la lotería varias veces, lo que volvió a demostrar que la diosa fortuna suele preferir por estos lares a quienes acostumbran a arrimarse a las ubérrimas tierras de los aparatos políticos.

Hubo quien el sábado, con los resultados de la Bonoloto recientes, recordó lo que sucedió en el sorteo de Navidad de hace dos años, cuando las cámaras captaron a un funcionario con la mano sobre el bombo principal, con extraño gesto. Aquí ya nadie se fía de nadie. Basta un movimiento de muñeca a destiempo para que surjan las sospechas.

Todo este revuelo de red social lleva a reflexionar sobre algunos asuntos. El primero es que pocos hábitos son tan tristes como el del jugador de lotería que trata de escapar de su rutina a partir de un golpe de suerte. El que seguramente se indignó al comprobar la extraña coincidencia de la Bonoloto y el que suele obviar que existe una posibilidad entre 13.983.816 de acertar 6 números de la Primitiva y una entre 139,8 millones de adivinar también el reintegro. Sería más sencillo recibir el impacto eléctrico de un rayo -1 entre 500.000, según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos- que enriquecerse con un boleto de cualquiera de los sorteos públicos de azar, que son las contribuciones a la hacienda pública que se pagan con más gusto. Y que son en realidad un impuesto sobre la pobreza.

Porque la lotería es sinónimo de insatisfacción en muchos casos. Es la búsqueda del deus ex machina que facilite el pago de las facturas o el despegue de la vida indeseada. La bengala que lanza el náufrago por si le viera la avioneta. En un país empobrecido, como es España (y digo bien, empobrecido en todos los sentidos), es el clavo ardiendo de muchos que se están atrapados en la carrera de la rata o en una hipoteca eterna y esperan el milagro, lo que resulta patético e irracional. El Estado vende falsa ilusión y se lucra con ello. Gasta 46,2 millones de euros (2023) en promocionar los juegos de azar e ingresa sin parar, mientras advierte a los ciudadanos de que las casas de apuestas son nocivas.

Incongruencia y sospecha

Todo esto es incongruente y sospechoso, pero es que la incongruencia y la sospecha están presentes en demasiados ámbitos de la vida pública de este país.  Nada hay de sorprendente en ambas. La primera es necesaria en muchas ocasiones para justificar e incluso tratar de legitimar la podredumbre del sistema. La segunda es la consecuencia de ese fenómeno. Por eso, alguien que esté acostumbrado a desenvolverse en este páramo, escaso de virtudes y principios éticos en la vida pública, puede llegar a sospechar que detrás de la supuesta casualidad numérica de los sorteos de la Bonoloto hay tongo.

¿Por qué estas constantes suspicacias? Porque un individuo se configura a partir de sus genes y del contexto en el que habita. Así que el español contemporáneo tenderá a ser desconfiado a la hora de observar cualquiera de los acontecimientos que impliquen a la Administración. Ése es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo, que el sistema del 78 está tan deteriorado por sus enfermedades degenerativas que cuesta confiar en el presente y tener fe en la mejora. Y esto sucede en casi todos los ámbitos fuera del hogar. Basta con encender el televisor para cerciorarse de ello.

Cualquiera que observe estos días el paisaje comprobará la forma en la que el Ejecutivo defiende su escudo social mientras el precio de la cesta de la compra se dispara y el poder adquisitivo de los españoles se reduce. La incongruencia del discurso conduce a la desconfianza, que a nadie se le olvide esa frase. Es incongruente afirmar que el Gobierno apuesta por los jóvenes (mientras anuncia becas en un acto propagandístico en una biblioteca) y, unos días después, proponer una reforma de las pensiones que mina su salario a cambio de garantizar que los pensionistas del futuro no vean reducido su cheque mensual como consecuencia de la inflación.

Es incongruente y conduce a la desconfianza el que aumenten las cargas sociales para los autónomos o se penalice el patrimonio con nuevos impuestos mientras se dice en público que España es amigable para las empresas. Y es penoso que el gasto público incremente de forma desmedida mientras la Administración se vuelve cada vez más inaccesible (imposible contactar en ventanillas), los servicios públicos se deterioran por su mala gestión y la corrupción se consiente e incluso se protege en los ámbitos en los que toca al partido más sucio de la democracia, que es el PSOE.

Así que en este contexto, cualquier episodio lleva a desconfiar. A veces, con motivo y, otras, de forma equivocada, aunque bajo la sugestión de quien está acostumbrado a observar la carcoma de todo lo que rodea a la vida pública, que es disfuncional, está sucio o apesta a tráfico de influencias.

Por eso, el sábado se repitieron cinco números, el complementario y el reintegro en el sorteo de la Bonoloto y saltaron las alarmas. Primero, porque cualquier anomalía no le extrañaría a nadie a estas alturas, si llegara a existir (y ni mucho menos digo que sea el caso). Y, segundo, porque en un país en el que quienes se aferran a las tetas de la partitocracia conforman una especie de nobleza plebeya, habrá quien piense que la lotería es la única forma posible de abandonar el pueblo llano. El de los asalariados fritos a impuestos y jornadas maratonianas, el de los hipotecados, el de los ninis y el de todos los que engordan el cada vez más castigado y poco apreciado sector privado.

Jugar la lotería a estas alturas, y en este contexto, no deja de ser similar a esperar un milagro. Pero esto es lo que hay.

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