Pedro Vallín es un periodista de La Vanguardia que el pasado 23 de octubre publicó un artículo en el que denunciaba la costumbre cierta izquierda de renegar de la democracia liberal. El texto incidía en algo obvio, y es que la aparente neutralidad con la que algunos de los prebostes 'zurdos' informan sobre la guerra de Ucrania es difícil de justificar. O, directamente, falsa.
El columnista citaba así a Pablo Iglesias “En el boletín de su podcast La Base, se informaba de los ataques rusos contra población civil, tras el sabotaje del puente de Crimea, en estos términos: 'Después del ataque al puente de Kerch, las tropas rusas llevaron a cabo un ataque masivo con armas de alta precisión y largo alcance contra blancos energéticos, militares y de comunicaciones ucranianos'. Es apreciable la caligrafía cirílica”.
La referencia -mordaz, pero educada- le sentó a Iglesias como un tiro, por lo que no pudo resistir la tentación de responder. Primero, negó su simpatía por Vladimir Putin. Después, lanzó un dardo envenenado al periodista, en un intento de salir al paso de la acusación que había recibido: “Igual estaba sonando Al Rojo Vivo a todo volumen en casa de Vallín y no nos escuchó (…) Qué asquito”. La deducción es maniquea, infantil y enfermiza: o estás conmigo o con Ferreras, que es mi enemigo. No existen más opciones en la mente del obsesivo.
En los mentideros periodísticos donde se debaten las rencillas del sector -que a la opinión pública se la traen al pairo-, este enfrentamiento ha causado cierta sorpresa. Vallín ha sido uno de los periodistas más próximos a Iglesias. Ha respaldado varias de sus tesis y ha recibido jugosas informaciones desde Galapagar, como la que advertía de que el líder morado se había cortado la coleta.
A Vallín esta exclusiva le sirvió para marcarse un tanto; y fue bueno, tanto como reclamo periodístico como por la forma en la que iluminaba sobre la herida interna por la que se desangraba entonces Iglesias. La del ególatra derrotado que quería comprobar la reacción del vulgo ante su anuncio de que, como el ave Fénix, había resucitado. Ahora bien, estos éxitos periodísticos -'éxitos de proximidad'- tiene doble filo cuando involucran a personajes que suelen reclamar adhesiones inquebrantables. Lo que te dan, te lo quitan.
Poder omnímodo
A raíz de estos hechos, habrá deducido alguno estos días -incluso más de uno- que el poder es como la hoguera que se enciende en enero, que calienta, pero también quema si no se miden bien las distancias. Los soberbios no suelen gozar de relaciones estables con el resto de los homínidos por varias razones. La primera es su tendencia a situar la legitimidad siempre sobre ellos mismos, lo que les lleva a considerar cualquier disensión como un ataque personal. La segunda -y no menos importante- es que su exigencia no conoce límites. Su voracidad es tan grande que siempre hacen cuentas sobre lo que les deben, pero rara vez sobre lo que en realidad merecen.
Por eso, Iglesias negó a Vallín el derecho a opinar que detrás de su supuesta objetividad al abordar el conflicto ruso-ucraniano hay una presbicia que resulta sospechosa. ¿Cómo situar en el mismo nivel al que se defiende de forma legítima y al que ataca, contraviniendo el derecho internacional y con dejes tiránicos? Que cada cual se haga cargo de lo suyo.
Un narciso herido
Es difícil realizar una predicción acerca de cuándo despertará Iglesias de ese sueño que le llevó a observarse como un gigante -político e intelectual- que, por su tamaño, todavía ha de ser tenido en cuenta dentro del foro público. Ni siquiera se puede asegurar que algún día se curará de esa fiebre, tan habitual en quienes pierden la influencia de la que disponían por gestionarla de forma penosa.
Porque Iglesias todavía no lo sabe, pero la culpa de todo esto es de su soberbia. Es la que impidió sellar las fracturas que surgieron en el partido, pero también la que estuvo detrás del sentimiento trágico de la vida que surgió en Galapagar cuando los votantes comenzaron a dar la espalda a sus moradores.
Fue ahí cuando se intensificaron sus quejas sobre las cloacas mediáticas y policiales, que en una parte son innegables -para muestra, el penoso Informe PISA-, pero que llegaron a escucharse mucho más en sus mítines que las cuestiones económicas y sociales. Tal fue así que en determinados procesos electorales autonómicos, como en el País Vasco, pareció que los votantes debían posicionarse a favor o en contra de la telenovela dramática que protagonizaba una familia de políticos madrileños. ¿De veras un tipo tan presuntuoso llegó a hacer crítica de todo eso?
La cercanía de Yolanda Díaz
Iglesias, como buen arrogante, vive persiguiendo grandes metas y morirá cazando moscas, como suele ocurrir en estos casos. Es fácil deducir que detrás de su crítica a Vallín también hay cierta paranoia sobre su posible cercanía con Yolanda Díaz (si es que existe, que no lo sé).
Sea como sea, no conviene hacer sangre al respecto de un político amortizado que se emplea para el más oscuro magnate mediático -Jaume Roures- mientras denuncia la existencia de carroña en el sector. Lo mejor es sentarse a observar y analizar -sin silenciar el don de la empatía- la forma en la que este personaje la emprende contra quienes le ayudaron a ser lo que fue. Que es menos de lo que cree... y de lo que se dijo.
Dicen que a cada tragedia le sigue una sátira sangrienta. No se me ocurre una mejor frase para definir estos hechos.