Bien quisiera tener razones para estimular sus ánimos, pero no hallo motivos para elevar nuestro espíritu en esta negra noche. Las normas dictadas por los políticos dejan aún más desvestida a la única verdad: los de arriba solo saben atrincherarse en sus palacios de invierno, dejándonos a todos en el más absoluto de los desamparos. Mientras nadie sabe como detener la sangría de contagios, mientras cada minuto que pasa hay más pobreza, mientras el odio y la estupidez de la bestia convertida en masa crece y crece cada día a pasos agigantados, los que escribimos en los papeles hablamos de este político o del otro, de tal maniobra o de aquel movimiento. Es pura inanidad, lo sé. El problema es tan grave y ha de tener tamañas consecuencias que trasciende las especulaciones de jaula de canario que pergeñamos los plumillas
Hemos llegado hasta aquí porque quisimos llegar y resultaba más cómodo creernos una potencia cuando jamás pasamos de ser la hospedería de Europa. Nos mostrábamos satisfechos en un país que en lugar de leyes tiene burocracia, un sitio en el que no se premia el talento porque lo que se busca es la subvención. España, convertida en Corte de los Milagros, so capa de una modernidad que jamás fue tal, se mantenía con el orgullo estúpido del que piensa que por haber cenado hoy tiene el resto de cenas aseguradas.
Digo más: mucha gente, aun reconociendo el callejón sin salida en el que estamos, cree que existe salvación basándose en el traicionero “cuando…”. Cuando venga el dinero de Europa, cuando cambiemos de Gobierno, cuando pase la pandemia, cuando la economía se reactive. Siempre viviendo en condicional, siempre esperando el milagro divino o la intercesión mágica de algún nigromante benéfico. Todo, menos asumir que la responsabilidad es y siempre ha sido nuestra. Releyendo a Virgilio aparece ante mi mirada cansada de tanto titular hinchado como un globo de feria la siguiente frase: “La única salvación para los vencidos es no esperar ya ninguna”. Habrá quien diga que no se podía saber, pero esa conseja es idiota. Claro que se podía y algunos que lo veían fueron denostados poco menos que como unos aguafiestas, unos fachas, unos tales por cuales. Mi admiradísima Olvido Gara, Alaska, mujer de finísimo talento intelectual y artístico a la que respeto y quiero profundamente, decía en una entrevista que la década de los noventa acabó de enterrar lo que de creativo, puro, libre y revulsivo tuvieron los ochenta. No es una cita exacta pero la cosa iba por ahí. Ponía el paño al púlpito al señalar a políticos y empresarios, responsabilizándolos de esa perversión que nos hizo girar hacia un modelo social en el que lo espiritual era reconvertido en plexiglás.
Estarán contentos quienes solo hallan acomodo en la pestilencia social. Hemos vuelto a la españolería trágica de los tuyos y los míos, del yo no aguanto a los que no piensan como yo
Todo se abarató: prostituimos cultura, arte, política, filosofía, dimos entrada a una Santa Compaña que nos arrastró a peregrinar como almas en pena. Éramos europeos, éramos ejemplo, éramos la hostia, sin saber que nuestros cuerpos eran de cartulina y nuestras personas nos recortables de Mariquita Pérez destinados a acabar en la papelera de los intereses creados. Y henos aquí, desesperanzados, sin poder encender las luces largas ni las cortas, alumbrándonos con un candil como Diógenes pero no para encontrar lo que el buscaba, sino para salvar nuestro propio culo. Estarán contentos quienes solo hallan acomodo en la pestilencia social. Hemos vuelto a la españolería trágica de los tuyos y los míos, del yo no aguanto a los que no piensan como yo, a los tiempos del sambenito, de la indignación por quedar bien con el vecino, del odio a lo diferente. ¡Muerte a lo outré!, esa es la consigna del día. Pero, así y todo, quisiera mantener la débil llamita de la esperanza. Porque, aunque no contemos con Dios, es posible que Dios sí cuente con nosotros. Es lo único que puede ofrecerles hoy en este billete el escribidor. Lo mismo que ofrecía Calderón cuando escribió: “El cielo nunca deja los resquicios tan cerrados al consuelo que no pueda la esperanza acecharlos entreabiertos”.
Ah, ¿cómo pudiste hacerme eso a mí?