“El dinero vale más donde y cuando falta que donde y cuando abunda”, Martín de Azpilcueta
Surge con cierta fuerza el recurrente tema de la inflación. Uno de los mantras que hemos venido escuchando desde el cierre en falso de la crisis financiera es que la ingente inyección monetaria de los bancos centrales y su política de tipos cero no ha provocado inflación. Y digo mantra porque, evidentemente, la afirmación no es cierta, pero se emplea como bálsamo para justificar políticas monetarias que no han hecho más que deteriorar la capacidad adquisitiva de los ciudadanos. Por supuesto, los defensores del mantra se apoyan en que los precios de los bienes de consumo que recogen los correspondientes índices de precios no se han visto afectados, desde el momento en que, efectivamente, el dinero no ha llegado a los ciudadanos. Como explicaba el pasado mes de septiembre, el dinero no ha desaparecido, el dinero ha escapado a los mercados financieros.
Resulta cuanto menos curioso que, en la mayor crisis económica en 90 años, los índices de los principales mercados se encuentren en valores máximos históricos. Mientras mis colegas siguen viendo de qué manera pueden explicar la subida de precios de los bienes de consumo que, inevitablemente, llegará con la mayor emisión monetaria de la historia de la humanidad (sólo la Unión Europea pretende distribuir más de 800.000 millones de euros en su plan Von der Leyen, mientras los EEUU dedicarán seis billones de dólares a “rescatar” la economía), los mercados financieros viven quizá la mayor fiesta de su historia. El interés por el Bitcoin se disparó con la llegada de los cheques de 1.400 dólares aprobados el Gobierno norteamericano como vía de financiación directa al ciudadano.
Mis colegas habrán advertido a los políticos de la incongruencia que supone plantear políticas que fallan en lo más básico, y habrán recomendado una cierta austeridad y reordenación de las finanzas públicas
Mientras veinte millones de norteamericanos perdían su trabajo durante la pandemia, las 650 principales fortunas del país, todas mil millonarias, veían incrementar su capital en más de una tercera parte, pasando de los 3.400 millones a los más de 4.600 millones de dólares. Eso, considerando sólo sus activos bursátiles. No sólo son más ricos, sino que, además, son más. En el año transcurrido desde marzo de 2020, cada 17 horas se asomaba un nuevo mil millonario a la lista Forbes. Y no vean aquí una crítica rancia a los ricos, tan habitual como ridícula, sino una a la incoherencia que supone pretender dar la misa mientras uno mismo hace repicar las campanas.
Resulta que los defensores del estímulo se llevan las manos a la cabeza cuando observan que lo único que estimulan es el gasto, la riqueza de los más ricos y la pobreza de los más desfavorecidos. Ante la situación, mil veces repetida desde 1929, es fácil imaginar que mis colegas habrán advertido a los políticos de la incongruencia que supone plantear políticas que fallan en lo más básico, y habrán recomendado una cierta austeridad y reordenación de las finanzas públicas. Olvídenlo. La respuesta es siempre la misma: si hay más ricos, subámosles los impuestos. ¿Y quiénes sino ellos pueden construir la mejor estructura fiscal para evitar pagar impuestos? ¿Y quiénes somos los que acabamos pagando la fiesta? El consenso es el que lleva a pedir más gasto público, y por ende más deuda, y luego reclamar impuestos por lo insoportable que resulta que, en España, la última alcance el 125% del PIB. Fue Martín de Azpilcueta, allá en el S. XVI, el primero que explicó la paradoja de la abundancia.
Como por experiencia se ve que, en Francia, donde hay menos dinero que en España, valen mucho menos el pan, el vino, los paños, la mano de obra, los trabajos; y también en España, en la época en la que había menos dinero, se daban las cosas vendibles, la mano de obra y el trabajo de los hombres por mucho menos dinero que después, cuando se descubrieron las Indias y se cubrió el reino de oro y plata. La causa de esto es que el dinero vale más donde y cuando falta que donde y cuando abunda, y lo que algunos dicen, que el hecho de que la falta de dinero baje todo lo demás nace de que, si sube de sobra, lo hace parecer más bajo, igual que un hombre bajo junto a uno muy alto parece más pequeño que junto a alguien de su estatura.
Multiplicar la miseria
No se es más rico por tener más dinero, sino porque el dinero compre más. La inundación de oro y plata en Sevilla que analizó Martín de Azpilcueta, o la emisión sin contención de la república de Weimar, son sólo dos ejemplos que nos deja la historia. Cuando nunca, jamás, el gobierno ha ahorrado en la parte alta del ciclo económico, no puede reclamarse la acción del multiplicador keynesiano. Porque entonces ocurre lo que viene ocurriendo desde hace décadas: que lo único que se multiplica es la miseria.