Al poco de conocerse la detención en Alemania de Carles Puigdemont, la muy engrasada maquinaria independentista activó todos los mecanismos de propaganda que indudablemente tenía previstos para la ocasión. Los llamados Comités de Defensa de la República hicieron como siempre el trabajo sucio, cortando carreteras y enfrentándose a la policía en distintos puntos de Cataluña. Había muy poco de espontáneo en la acción coordinada de estas avanzadillas y otras organizaciones radicales que, como Arran, las juventudes de la CUP, son las encargadas de suministrar, con la inestimable colaboración de TV3, las imágenes de confrontación y protestas callejeras que el procés necesita para seguir alimentando la ficción de un país oprimido por la represión del Estado español.
La detención del ex presidente Puigdemont es el natural desenlace de la colaboración judicial establecida entre países democráticos que se deben lealtad, por mucho que la excepción belga desmienta en parte este principio. No es más que eso, la consecuencia ineludible de la reiterada voluntad delictiva de quien optó por eludir sus responsabilidades y cuya cobarde actitud ha determinado el presente penal de otros dirigentes del secesionismo. Porque a quienes principalmente deben Junqueras, Turull, Forcadell y el resto de procesados su ingreso en prisión preventiva, no es al juez Carlos Llarena, sino a Puigdemont y al resto de responsables políticos fugados, que lejos de favorecer las estrategias procesales de sus compañeros no han hecho sino complicarlas hasta extremos perfectamente descriptibles.
No hay la menor duda de que la detención del huido y los últimos encarcelamientos de algunos de los presuntos promotores del golpe van a ser utilizados por el separatismo para el objetivo que se marcaron todos ellos tras fracasar en las elecciones plebiscitarias de septiembre de 2015: “ensanchar la base social del procés”. Desde aquella frustrante fecha para el independentismo, no ha habido otro objetivo que ese; sin importar el precio a pagar. Ni en términos de empobrecimiento económico, ni de deterioro de la convivencia. El secesionismo no ha desistido de romper España. Y ya no es tiempo de más paciencia.
Alemania no es Bélgica y la Unión Europea no puede permitirse un precedente que resquebraje su solidaridad judicial, laboriosamente construida a lo largo de décadas
Una paciencia de la que el Estado ha hecho gala hasta rozar el ridículo. El recuento de los hechos resulta demoledor: 12 de diciembre de 2012, Artur Mas y Oriol Junqueras firman el “Acuerdo para la Transición Nacional”, al que siguió un mes después la aprobación por el Parlament de la “Declaración de soberanía y derecho a decidir en Cataluña”; en febrero de 2013 se crea el “Consejo Asesor para la Transición Nacional”; el 26 de septiembre de 2014 se aprueba la “Ley catalana de consultas populares”; el 29 de septiembre de ese mismo año el “Libro blanco de la transición nacional de Cataluña”; el 24 de febrero de 2015 el “Comisionado para la transición nacional”, que debía definir las estructuras de Estado y las medidas fiscales, financieras y administrativas a adoptar. El Tribunal Constitucional declaró poco después ilegales todas estas iniciativas. ¿Y? Se miró para otro lado. Se dijo que al final se negociaría, que no llegaría la sangre al río. Hasta que llegó en aquel infausto pleno del Parlament de octubre de 2017. Paciencia, paciencia y paciencia. ¿Y para qué?
Ahora asistiremos a un inacabable debate sobre tecnicismos jurídicos y legitimidades ficticias. La televisión pública catalana seguirá sirviendo de correa de transmisión del golpismo secesionista y los medios privados controlados por Jaume Roures y sus socios trosko-independentistas alimentarán la tensión de la calle con la inestimable colaboración de estrellas fugaces de la pantalla, cuyos únicos afanes son la notoriedad y el enriquecimiento. Veremos de nuevo, hasta hartarnos, a inefables defensores de los derechos humanos aludiendo a los restos del franquismo para justificar infundadas acusaciones de falta de libertades. Y a ese partido que se desvanece llamado Podemos dar cobertura a los enemigos de la democracia española, como si Pablo Iglesias siguiera en el fondo pensando que democracia y española son términos incompatibles.
Asistiremos y veremos todas esas cosas y alguna más. Pero lo que no es admisible, lo que debiera cortarse de raíz de inmediato es el uso sistemático de las amenazas, de las coacciones como la que sufre el propio juez Llarena y los anuncios nada velados sobre una posible, e “inevitable, en estas circunstancias”, aparición de la violencia. Utilizando para ello, de una santa vez, todas las herramientas legales al alcance del Estado, que incluyen no ya la aplicación más o menos suave del artículo 155 de la Constitución, sino, al igual que ha hecho Gran Bretaña con Irlanda del Norte en cuatro ocasiones sin que Europa dijera esta boca es mía, la suspensión efectiva de la autonomía. Y sin olvidar la neutralización o el cierre de los medios públicos de propaganda y la disolución, si se diera el caso, del Cuerpo de los Mossos de Escuadra.
Carles Puigdemont tardará un mes o seis en entrar por la puerta de una cárcel española, pero entrará. Alemania no es Bélgica ni Suiza, y la Unión Europea no puede permitirse un precedente que resquebraje su solidaridad judicial, laboriosamente construida a lo largo de décadas. Poco importa a estas alturas si cuando se siente en el banquillo será juzgado por rebelión o sedición, o por ambos delitos, además de malversación. Lo fundamental no son los años que sin duda tendrá que pasar en prisión, sino que la política y la Justicia españolas restablezcan la dignidad de una nación que lleva demasiado tiempo siendo el pin pan pun de una secta que ha insultados al menos a la mitad de los catalanes y al resto de españoles y ha antepuesto sus oscuros intereses a los de sus conciudadanos.