Las fronteras nacionales son cosa del pasado y todo el mundo brinca en un despreocupado espacio virtual. La naturaleza ha sido conquistada por la infinita ingenuidad del ser humano. Cedemos datos, hábitos de vida, relaciones personales, filias y fobias a través de los ansiados ‘me gusta’ para no quedarnos aislados en el ciberespacio. Vivir fuera del universo GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon) se ha convertido en una suerte de resistencia imposible de alcanzar. Hoy en día es difícil, por no decir imposible, encontrar un Robinson Crusoe al vertiginoso cambio de la sociedad impuesto por las redes sociales. En cada una de nuestras huellas digitales regalamos algo de nosotros al ciberespacio. Nosotros mismos, nuestras relaciones y nuestras amistades hemos quedado convertidos a una suma de valores a la venta para las marcas gigantes globales. ¿Somos conscientes de que formamos parte de una gran subasta a nivel global? ¿Somos conscientes de que implícita a esa subasta aparece una pérdida de libertades y derechos, como el de la intimidad?
El escándalo de Facebook abre un nuevo capítulo en la sociedad del riesgo mundial. En ese ataque a las libertades individuales y como sociedad. En las últimas décadas se han ido construyendo una serie de riesgos globales: el cambio climático, el riesgo nuclear, el financiero, el terrorismo... y ahora el riesgo digital global que amenaza a la libertad. Todos estos riesgos (con excepción del terrorismo) en cierto modo forman parte del desarrollo tecnológico, pero también cristalizaban temores que se habían expresado durante la fase de modernización de estas nuevas tecnologías. Sin embargo, ahora se produce un acontecimiento en el que un riesgo se constituye de golpe en un problema mundial, como ocurre en la amenaza para la libertad que supusieron las revelaciones de Edward Snowden o en estos días, el libre flujo de datos personales de Facebook a una empresa para instrumentalizarlos políticamente.
Hay ya muchas voces que piden formular algo así como un humanismo digital"
Pongamos otro ejemplo, para ilustrar el riesgo que amenaza a la libertad. Hablamos sin cesar de que está surgiendo un nuevo imperio digital. Pero ninguno de los imperios históricos que conocemos tiene los rasgos que caracterizan al actual imperio digital. Este imperio se basa en señas de identidad de la modernidad que no hemos pensado a fondo. No se basa en el poder militar, ni posee la capacidad para una integración político-cultural a distancia. Pero sí permite controlar y evidenciar todas las preferencias y debilidades individuales: todos nos volvemos de cristal, transparentes. Y a esto se añade además una ambivalencia esencial: disponemos de inmensas posibilidades de control, pero al mismo tiempo estos controles digitales son de una vulnerabilidad inimaginable. El peligro, además, es mayor en las nuevas generaciones que han convertido las redes sociales en una prolongación de su propio cuerpo comunicativo.
¿Qué se puede hacer? Hay ya muchas voces que piden formular algo así como un humanismo digital. Convertir el derecho fundamental a la protección de los datos y a la libertad digital en un derecho humano global e intentar hacer valer este derecho al igual que el resto de los derechos humanos, en contra de las resistencias. El problema es que se carece de una instancia internacional capaz de imponer estas reivindicaciones, una especie de ONU para velar por esos derechos del individuo en el mundo digital. Facebook reconoció a finales del pasado enero que el uso generalizado de las redes sociales puede ser dañino para la democracia y se comprometió a trabajar para minimizar este riesgo. “Ahora estamos más dispuestos que nunca a combatir las influencias negativas y asegurarnos de que nuestra plataforma sea una fuente incuestionable para el bienestar democrático”, aseguraba Katie Harbath, jefa políticas globales de Facebook en un comunicado. La declaración se hizo pública en medio de persistentes críticas contra la red social por supuestamente permitir el aumento de la desinformación, reforzar las “burbujas informativas” y facilitar el acoso de disidentes y activistas. Nada que ver con el castigo económico sufrido la pasada semana en Bolsa –llegó a perder más de 42.000 millones en su cotización- por el escándalo del traspaso de datos a Cambridge Analytica.
Entre todos hemos convertido la red en la turba que impone castigos brutales a quienes percibe como infractores y donde se explotan las debilidades y fallas personales como entretenimiento"
Facebook, como Google, en vez de desarrollar de manera equilibrada y constructiva esta ‘nueva democracia’, han ayudado a fomentar que se haya convertido en un ágora frenética, un espacio activo las veinticuatro horas de los siete días de la semana, que si bien ofrece la posibilidad hipotética de discusiones racionales y sensibles en torno a los asuntos importantes de la sociedad, también es un patíbulo públic. Pero no toda la carga de la prueba hay que repartirla entre Google y Facebook. Nosotros también tenemos buena parte de esa responsabilidad. Entre todos hemos convertido la red en la turba que impone castigos brutales a quienes percibe como infractores y donde se explotan las debilidades y fallas personales como entretenimiento. En poco tiempo se convirtió en la tierra prometida de la exhibición vergonzante, del bullying y de la superioridad moral.
Más que ser medios de expresión política, las redes sociales son un recurso de canalización de la frustración así como del troleo y la confrontación (con el beneficio que da el anonimato). Los debates que surgen ahí pocas veces tienen que ver con política en sí y están enfocados en acusaciones, denuncias e insultos. Esto hace que las discusiones sean tan incendiarias como fugaces, ineficientes y rabiosas. Al mismo tiempo, estas respuestas emocionales fluctúan con asombrosa regularidad. A pesar de todo, este es un espacio público desgarrado por una fuerza que apunta hacia la universalidad y la concientización, y por otra fuerza antagónica que tiende al cinismo.
La vulneración de la libertad parece no doler en la red, no se nota, no se experimenta como una enfermedad, una inundación o una carencia de oportunidades laborales. La libertad muere sin que las personas sean heridas físicamente. En todos los sistemas políticos, la promesa de seguridad constituye el verdadero meollo del poder del Estado y de la legitimación del Estado, mientras que la libertad siempre es o parece ser un valor de segundo rango. Por desgracia, en el mundo digital no parece cambiar el guión.