Opinión

El efecto Guojiao

Yo prefería el tiempo en que los políticos trataban de convencerme. A mí. A todos por igual. Escuchabas y elegías lo que te parecía mejor

  • Ramón Tamames, candidato de la moción de censura de Vox

Quizá a ustedes les guste el tenis. Verlo, digo, porque para jugarlo hace ya mucho tiempo que nos sobra edad y nos faltan dignidad y gobierno, que nos decían los curas de chicos. A mí sí me gusta, y estoy convencido de que no soy el único porque el primer torneo grande del año, el Open de Australia, que se jugó hace un mes y que retransmitió impecablemente Eurosport, tuvo una audiencia cercana a los 14 millones de espectadores. Seguro que alguno de ustedes formó parte de la indomable legión de 100.000 españoles que, como don Quijote, nos pasábamos las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio para verlo. Y eso que Nadal se averió ya al principio y Carlitos Alcaraz no estaba. Y encima ganó Djokovic, que le cae tan mal a casi todo el mundo. Pero lo vimos.

Torneos inmensos como este los pagan los patrocinadores, que ponen su publicidad en los grandes paneles (en Australia eran azules) que delimitan el espacio en que se juega. A eso es a lo que voy. ¿Se fijaron ustedes en los anunciantes? El más importante era Kia, la empresa de coches. También estaban Rolex, como siempre, y el banco ANZ, y Fly Emirates, que patrocina también al Real Madrid. Y bastantes más.

Pero había un anunciante extraño. En los paneles electrónicos aparecían dos caracteres chinos y debajo, en alfabeto latino, una frase misteriosa: “Guojiao 1573”. ¿Qué diablos era Guojiao? ¿Y qué pasó en 1573? Estoy convencido de que la inmensa mayoría de los espectadores no lo sabíamos y no nos íbamos a levantar a mirarlo, porque estaban jugando Djokovic y el griego Tsitsipás, y cualquiera despegaba la nariz de la tele.

Habían diseñado su target, es decir el tipo de personas que querían que viese el anuncio, y calcularon muy sabiamente cuántos chinos potencialmente aficionados al licor de melocotón iban a ver el torneo

Pues el enigmático Guojiao 1573 resultó ser una especie de licor de melocotón. Chino, desde luego. Y bastante fuerte. Es muy popular en China, tanto como aquí pueda serlo nuestro pacharán. Pero juraría que casi ninguno de ustedes lo conoce ni lo ha probado nunca. En España se puede comprar solamente por internet… y me imagino que en algunas tiendas de chinos. En la mayoría de los países occidentales sucede igual.

La primera pregunta es evidente: ¿Cuánto se gastaron los directivos de Guojiao en anunciar su licor chino, que casi no bebe nadie más que los chinos, en el Open de Australia, que se iba a ver en todo el planeta? Pues eso no lo sé, pero seguramente bastante. Y la segunda pregunta, que cuelga de la primera: ¿Por qué lo hicieron?

Uno puede pensar que son ganas de gastar dinero a lo tonto; que es como si en la final de la Champions League a alguien se le ocurriese poner publicidad de Panderetas Principado, que son buenísimas y las fabrican en Oviedo, pero ustedes dirán qué cara iban a poner los noruegos o los estonios o los tailandeses al ver el anuncio. Pues la misma que puse yo al ver lo del Guojiao.

Pues no, no es así. Hay dos cosas en este mundo que no fallan jamás: la muerte y los estrategas publicitarios. Los genios de Guojiao pusieron su publicidad en el Open de Australia pensando en su público, casi el único que tienen, que son los chinos. Habían diseñado su target, es decir el tipo de personas que querían que viese el anuncio, y calcularon muy sabiamente cuántos chinos potencialmente aficionados al licor de melocotón iban a ver el torneo. Debían de ser bastantes. Sacaron sus cuentas y contrataron la publicidad.

Vale, pero ¿y los demás? ¿Y las decenas de millones de personas que, en todo el mundo, vimos día tras día (noche tras noche, por mejor decir) aquello del Guojiao sin saber siquiera qué rayos era?

Pues es muy simple: no les importamos. Como si no estuviésemos. Esa publicidad no iba dirigida a nosotros, que la veíamos tan solo porque el soporte que la albergaba (la retransmisión del campeonato de tenis) nos incluía a todos, pero eso, para los de Guojiao, tiene una importancia muy menor. Ellos querían venderle la botella a los chinos y muy probablemente lo consiguieron. Los demás les damos igual.

Esa estrategia publicitaria, la del diseño de anuncios dirigidos a un público específico y a nadie más (aunque esos anuncios los vea muchísima gente) es impecable y eficacísima para vender cosas. Pero tiene un problema: que se han apropiado de ella los partidos políticos para vender sus ideas. Y el efecto es devastador.

Los demás no importamos. Como si no existiésemos. Pasábamos por allí. Tenemos menos importancia que la primera y la última rebanadas de la bolsa de pan de molde

Por definición, los partidos políticos lanzan sus mensajes a todos los ciudadanos. Tratan de convencernos de lo que dicen, obtener nuestros votos y así alcanzar el gobierno (el que sea) para poner en práctica, presuntamente, esas ideas que nos han transmitido a todos. Eso forma parte esencial de la democracia. Ha sido así, por lo menos, desde el siglo XVII en Inglaterra.

Hasta hoy. Eso se ha quedado viejo, o eso creen los estrategas de comunicación de los partidos. Los partidos ya no lanzan sus mensajes pensando en toda la ciudadanía. Escogen su target, su público, al que conocen bien porque para eso se han puesto en manos de profesionales de la publicidad, y envían sus mensajes a un sector muy concreto de la población: el que pretenden conquistar. ¿Y los demás? Porque esos mensajes los vemos y los oímos todos. Pues los demás no importamos. Como si no existiésemos. Pasábamos por allí. Tenemos menos importancia que la primera y la última rebanadas de la bolsa de pan de molde, que son las que casi nadie usa.

Cuando Irene Montero, con esa cara que se le ha puesto de estar entrando en Jerusalén entre palmas y hosannas, plantea todas las dificultades imaginables para resolver de una puñetera vez los cambios que necesita la ley del “solo sí es sí”, como si ese texto tuviese las mismas dificultades que el Tratado de la Unión Europea, no está haciendo política. Está haciendo publicidad. Se está dirigiendo a un sector muy concreto del electorado: el de la presunta izquierda del PSOE, y le está diciendo lo de “si no es por nosotros, que mantenemos la integridad y no transigimos, las mujeres volverían a fregar y a pedir permiso al marido para abrir una cuenta en un banco”.

El hecho de que ese mensaje lo veamos todos, y que la mayoría de la gente se tire de los pelos y piense que esta mujer se ha vuelto loca, sencillamente le da igual. Ese mensaje de Irene Montero no es para nosotros

¿Tiene razón? Es evidente que no. Con su mensaje publicitario está haciendo una cosa muy simple: tocar las narices (u otras cosas) al gobierno al que inauditamente pertenece, ir de heroína y tratar de rascar votos en un sector específico de los ciudadanos. El hecho de que ese mensaje lo veamos todos, y que la mayoría de la gente se tire de los pelos y piense que esta mujer se ha vuelto loca, sencillamente le da igual. Ese mensaje de Irene Montero no es para nosotros. Como el anuncio del Guojiao.

Cuando Núñez Feijóo dice en público que ya vale, que sí, que el aborto es un derecho, está cometiendo un error grave: el de decir espontáneamente la verdad, lo que piensa, lo que cree, sin consultar primero a los arúspices publicitarios de su partido. Estos, que saben que hay un sector de sus votantes que se siente tentado por la extrema derecha confesional y católica, le llaman al orden, le riñen ásperamente (supongo) y le obligan a rectificar… de un modo que habría dejado pasmados de admiración a los teólogos del concilio de Nicea, hace 1.700 años. Feijóo, en segunda convocatoria, dice que sí, que es un derecho, pero “no un derecho fundamental”, lo cual convierte al aborto, según él, en algo que no sabemos lo que es: podría ser un derecho accesorio, acomodaticio, reversible como algunos calzoncillos; un derecho “asigún”, o consuetudinario, o de lunes, miércoles y viernes. Yo qué sé.

Para una gran cantidad de ciudadanos, Feijóo hace el ridículo al decir eso, pero da igual: ese mensaje es para determinadas personas que dicen: “Ah, bueno, menos mal, ya me había parecido que este Feijóo se había hecho ateo”. Y para nadie más. El resto de la población, nos riamos o no, carecemos de importancia. No nos lo está diciendo a nosotros. Aunque lo oigamos.

Los publicitarios de Vox saben que ya estamos todos acostumbrados a eso y además les da igual: se trata de hacer payasadas que buscan convencer solo a un sector de electores

Los partidos suelen mezclar estrategias o tácticas específicamente políticas con otras que son publicitarias, pero hay un partido que solamente hace publicidad: Vox. Su último anuncio de Guojiao, que nadie entiende más que su público, es el de la moción de censura con el anciano y divertido (se lo está pasando muy bien con esto) Ramón Tamames. El pleno del Congreso en que se debata este asunto va a recordar muchísimo a aquellos programas Jesús Gil con las “mamachicho”, pero los publicitarios de Vox saben que ya estamos todos acostumbrados a eso y además les da igual: se trata de hacer payasadas que buscan convencer solo al sector de electores (muy amplio y berlusconizado) que pretenden nada más que reírse, y que votarán no al más sensato, sino al que les haga más gracia.

No sé ustedes, pero yo prefería el tiempo en que los políticos trataban de convencerme. A mí. A todos por igual. Escuchabas y elegías lo que te parecía mejor. Ahora hacen anuncios de cosas que no me interesan… y ellos lo saben, y les importa un pimiento. Supongo que eso también formará parte de la democracia, cómo no, pero a veces me siento un poco idiota.

Por cierto, le pregunté al señor Huan, el chino de la tienda de abajo, si tenía Guojiao. Me miró bastante asustado, agitó la mano y dijo: “Mu fuelte. Mu fuelte Guojiao. Sincuenta grado alcohol. No para cualquiera, mi amigo, no para cualquiera”.

¿Ven? Sicut erat demonstrandum. Pobres chinos.

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