Opinión

El fracaso político

Nos hemos dado de bruces con una foto colectiva en la que, salvo excepciones, el más bonito es un adefesio

  • Carlos Mazón (i) y Pedro Sánchez. -

Un escritor ruso que, además de un enorme talento tenía gracia por un tubo, escribió un libro sobre Venecia en el que aventuró que los arquitectos del siglo pasado habían causado más ruinas que la temible Luftwaffe. Se trata de una frase demoledora por su atractivo ingenio como aquella con que, no recuerdo ahora dónde, Péguy hizo furor al revelar que los políticos son los primeros en despreciar la política. Cojan el refranero y verán lo que se ha dicho toda la vida de médicos y farmacéuticos, de clérigos o abogados, o si lo prefieren deténganse un instante siquiera a considerar la despectiva distancia con que demasiados escritores de fama han venido refiriéndose a los profesionales que se ganan la vida –mejor o peor, lícita o ilícitamente, eso ahora es indiferente— en la que suele llamarse vida pública a pesar de ser, por lo común, no sólo privada sino sombría y hasta, en no pocos casos, tenebrosa.

Recordarlo hoy ante el desolador panorama que ha dejado atrás la tragedia valenciana puede que resulte útil y no poco relativizador de la estimativa humana, pero no cabe duda de que también parece no poco oportuno. En efecto, creíamos que ya lo habíamos visto todo en esa gallera cuando nos hemos dado de bruces con una foto colectiva en la que –bueeeno, salvo excepciones-- el más bonito es un adefesio y el menos arrebatado un tigre de Bengala, todos contra todos igualados por el egoísmo y la parcialidad, fanáticos de lo propio y ciegos voluntarios de lo ajeno, cuando no mentirosos empedernidos del bracete de truhanes y mangantes. O sea, el desprestigio entero y pleno de quienes, ostentando (o detentando) el Poder, nos gobiernan sin contemplaciones.

Ojalá todo lo malo fuera tan remediable como mandar a su casa a esa pléyade que se ha desprestigiado a sí misma retando tan desconsideradamente a la opinión pública

Tragedia sobre tragedia, pues, ya que los males nunca vienen solos, pero también grave desafío –ético, moral y político-- para todos y cada uno de unos súbditos que, en última pero fatal instancia, son en cualquier democracia los primeros y últimos responsables. ¿Que Sánchez es ya el acabose, que Feijóo no acaba de dar la talla, que Mazón se ha caído de su guindo, que Marlaska ya no es el que era cuando era lo que era sino el que él mismo habría enviado probablemente a presidio, que la ministra Ribera vivaquea en sede vacante mientras se amontonan las víctimas del siniestro, que la señora Robles no sabe lo que es un mosquetón, que Bolaños es un simple remiendavirgos o Albares el peor canciller de nuestra historia diplomática…? Que me perdonen los que olvido considerando que no aludo por ejemplificar sino, muy al contrario, desde la esperanza, ya que ojalá todo lo malo fuera tan remediable como mandar a su casa a esa pléyade que se ha desprestigiado a sí misma retando tan desconsideradamente a la opinión pública, y todo lo bueno quedara tan al alcance de la mano colectiva como echar una papeleta en una urna.

Sanear Valencia antes que nada, por supuesto, que tiempo habrá (lo dicen los dos bandos concernidos) de ajustar cuentas tan sencillas como las que supone cesar a los inútiles y relevarlos con tiento. Pero ¿de verdad va a resultar tan fácil remendar con paño nuevo uno viejo y averiado sin remedio? ¿O no habrá más parche efectivo que elegir esa prenda soñada que no se confecciona en los despachos sino que sólo está en manos del elector? Algo me susurra malicioso que, incluso esto de elegir sensata y libremente, podrá ser pan de hoy y hambre para mañana. Y no diré yo que no, aunque haya de cerrar los ojos y apretar los dientes para que no se me escape desconcertada esa penúltima llama que, en lo más hondo, mantiene viva la incombustible esperanza humana.

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