Opinión

El verano de los resilientes

Esta heroína, de rasgos finos y blanquecinos como el polvo de arroz, no ha perdido nunca la sonrisa -a veces más grande, a veces más pequeña-

  • La influencer Elena Huelva

Es curioso. Es martes, ya de noche. Se nota que a estas alturas de agosto el sol no aguanta tanto tiempo despierto. Estaba escribiendo una columna sobre tecnologías, pero se me han acabado las palabras -me suele ocurrir, a menudo- así que, le he pegado un trago a la copa de vino tinto junto al ordenador y he salido a mi pequeño balcón, a coger aire, a probar suerte con la inspiración, en camiseta, creyéndome sola y a salvo de miradas hambrientas de miserias ajenas. Estaba en esas cuando me he percatado de la existencia de una silueta masculina observándome más allá de la ventana iluminada del centro sociosanitario que hay frente a mi casa. Y me he ruborizado. Y me he metido corriendo para dentro como la niña que reacciona con una carrera al grito desesperado de su madre.

Entonces, me he vuelto a sentar frente a la pantalla, he abierto un folio en blanco en Word y me he puesto a teclear estas líneas que han brotado como un torrente. Porque me ha resultado curiosa mi propia reacción a esa presencia anónima. Porque resulta que, a diario, nos dedicamos a narrar, sin pudor y con detalles, nuestras vidas en las redes sociales y cuando, de pronto, alguien te mira desde la lejanía, en un instante que sólo te pertenece a ti, sientes como si dos ojos desconocidos te estuvieran despojando de tu ropa y de tus pensamientos más profundos; como si te estuvieran vaciando, escurriendo igual que se escurre un estropajo.

Por una ausencia alargada puedo llegar a temer hasta la muerte de aquellos a los que sigo sin que ellos lo sepan

No soy yo, en realidad, muy partidaria de airear mis intimidades a través de internet. Más bien, todo lo contrario. Pertenezco a ese grupo cada vez más reducido que todavía consigue esconder, de alguna forma, los retazos que conforman su historia. Lo que sí reconozco, abiertamente, es que me gusta seguir y pegar los trozos de los demás. Especialmente, los de esas personas reales, de carne y hueso. Las que sienten y cuya piel reacciona a un pellizco. Hasta el punto de que soy capaz de interpretar las fotos que no llegan a publicar, dicen mucho más, incluso, que las imágenes que sí que cuelgan en su timeline. Por una ausencia alargada puedo llegar a temer hasta la muerte de aquellos a los que sigo sin que ellos lo sepan. Como la que me ha sobrecogido hoy mismo y que ha ocupado titulares y titulares en digitales e informativos. La de Charlie. Un famoso influencer de Alicante con casi un millón de seguidores en Instagram. “Un chaval normal, pero con cáncer”, como él mismo se definía en su cuenta. Tenía sólo 20 años. Le diagnosticaron la enfermedad con apenas 17 y sus videos hablando sin tapujos de sus recaídas y de que “las estaba pasando canutas”, en sus propias palabras, le acercaron a miles y miles de personas que fueron testigo de su evolución y de su estado y que han sentido su fallecimiento, este martes, como el de un familiar más.

Cada mañana al despertar, cada noche antes de dormir, he bicheado su perfil de Instagram en busca de noticias, de novedades sobre su estado en unas semanas especialmente duras para ella

Porque, en vacaciones, en las redes, no todo son fotos en Maldivas, arenas blancas, cuerpos diez, melenas fuertes y brillantes, viajes en avión, hoteles de cinco estrellas, parejas de anuncio, familias felices, niños con la ropa impoluta, sin una gota de suciedad. Hay, también, otros veranos. Los de los resilientes como Charlie, como Elena. La historia de esta chica andaluza me ha tenido en vilo este agosto. Cada mañana al despertar, cada noche antes de dormir, he bicheado su perfil de Instagram en busca de noticias, de novedades sobre su estado en unas semanas especialmente duras para ella y en las que, una vez más, nos ha vuelto a dar una lección a sus más de 350.000 seguidores.

En enero del 2019 le diagnosticaron Sarcoma de Ewing. Tenía 16 años. Y vuelvo a esas fechas en busca de algún vestigio de agotamiento en sus instantáneas, pero esta heroína, de rasgos finos y blanquecinos como el polvo de arroz, no ha perdido nunca la sonrisa -a veces más grande, a veces más pequeña- pero, siempre ahí a pesar de todo el daño, interno y externo, que le ha provocado este bicho insaciable. La hemos visto rebosante de felicidad agarrándose a la vida en la nieve, sintiéndose princesa en Eurodisney, patinando sobre hielo, abrazada a sus ídolos musicales, firmando su propio libro a cientos y cientos de lectoras, corriendo detrás de sus sueños durante el tiempo en el que no le han perseguido las pesadillas. Porque todos esos instantes de luz han tenido, también, sus sombras en forma de miedos, de pruebas, de interminables sesiones de quimioterapia, de días atada a una máquina en la cama del hospital, de bailes en una habitación sin vistas al mar, de paseos en silla de ruedas por unos pasillos angostos. Con ella hemos vivido sus victorias y, por desgracia, sus recaídas. Esta misma semana ha compartido que la enfermedad ha continuado creciendo y que ha empezado con una nueva quimio. Tres años después, no se rinde y se aferra a la música y a su puño en alto cubierto con un guante de boxeo para salvarse, para seguir luchando. Como dice su lema: “Mis ganas, ganan”.

Suyo, y de todos los resilientes, es el mundo, el verano, la primavera, el otoño y hasta el crudo invierno. Por su capacidad de adaptarse a las situaciones más adversas y de vencer hasta al más temible de los demonios.

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